Con “Hoy”, Gelman provoca a sus lectores y amigos a decir sin ambages lo que piensan. Freidemberg invita a sumirse en la lectura de estos casi 300 poemas en los que no hay nada que entender, que nos proponen un juego: la imposibilidad de entender; la insuficiencia, la vida.
¿Qué sabe el decir del no decir?
Daniel Freidemberg
Demos por cierto que, a diferencia de lo que ocurría hace un cuarto de siglo o algo más, la obra de Gelman no tiene “continuadores de valía”, y no faltan motivos para suponer que realmente así es, como que de veras es cierto que los que se presentan como titulares de “lo actual” suelen coincidir en su rechazo a Gelman, ¿Y a quién le importa? ¿Tan importante es que una obra esté de acuerdo o no con lo que demanda “el ciclo por el que está pasando la poesía argentina”? ¿Tiene eso algo que ver con la experiencia de enfrentar un libro como el reciente Hoy, de ver qué pasa durante ese imprevisible e incierto encuentro con el bullir de las letras?
¿Y si no tiene nada que ver con los rasgos temperamentales, generacionales y estéticos que, según dicen, prevalecen en estos tiempos, no podemos leer el último Gelman? ¿No nos va a pasar nada en su lectura? ¿Va ser poco digno de consideración eso que tal vez nos pase? ¿Y qué tal si probamos a ver qué pasa? Más aun: supongamos ya no sólo que no es actual lo que Gelman viene haciendo, sino, incluso, que no es poesía. Quitémosle el rótulo de poesía y enfrentémosnos a los 238 textos que Gelman reunió en Hoy. ¿Qué nos pasa o qué nos podría pasar con eso, llámese como se llame? Cada uno sabrá, porque no hay otra que poner a jugar la propia subjetividad en esa dificultosa aventura, si de veras se quiere enfrentar el desafío que esos textos proponen: “¿Qué sabe el decir del no decir? ¿Ahoga sus plantitas, huye de su trazado? Los practicantes de fuera del espejo parlan como si fueran otros del lenguaje.”
Todo esto viene a cuento porque Hoy es, para decirlo sin vueltas, un libro “difícil”. Todos los libros de Gelman lo son, desde hace unos quince años, pero lo son cada vez más, y a eso apunta la referencia a la reseña de Los Inrockuptibles que hice durante la presentación de ese libro en la Biblioteca Nacional, como advirtiéndoles a los lectores “aténganse a algo que no van a saber qué es, no esperen que se adapte a ninguna etiqueta, ni a casillero alguno ni a ninguna expectativa, sepan que lo que acá les espera es una incursión sin garantías en lo no previsto, no para conocer nada o aprender sino para entrar en contacto con la hosca complejidad de lo existente, de ‘eso’ de lo que la palabra poética, radicalmente consciente de su propia insuficiencia, busca hacerse cargo, con lo que en ese intento aparece y destella oscuramente, como atisbos de verdad o contactos con la crudeza del mundo, pero también como inestables movimientos de la mente arrojada a la lectura que importan de por sí. A eso llamo ‘poesía’, pero quien quiera puede llamarlo como se le ocurra, y en todo caso, no es cómo se llama ni en qué estante lo ubicamos lo que importa”.
“Entren ahí”, les diría a los lectores. “Acepten el juego, entren a un juego cuyas reglas no conocen, y que por eso mismo vale la pena, pero no traten de entender, porque nada hay que entender: es de la imposibilidad de entender de lo que trata esta escritura, o es esa imposibilidad la que la organiza y la pone en marcha. De lo que se trata, sí, es de hacerse cargo.” ¿De qué? En Hoy aparecen mencionados Irak, Afganistán, Yemen y Somalía, y están palabras como “nasdaq”, “deconstrucción”, “semiótica”, “Dios” y “proceso simbólico”, y se habla del hambre, el capitalismo, las guerras y la tortura, pero también de la infancia y el amor y la poesía, el deseo, el espanto y el lenguaje: ¿de todo eso hay que hacerse cargo? Más bien de lo que implica esa multiplicidad de existencias cuando irrumpe ante una subjetividad abierta, como diciéndole “así son las cosas”. Lo que es porque es, así como es, sin pedirnos permiso, y que, por ser, es implacable, e incomprensible, porque “lo existente” se burla de nuestras capacidades de entender, las excede: más vale mirar eso de frente hasta donde se pueda, sin resguardos ni coartadas. De ahí que también en la presentación haya recordado una palabra que Gelman inventó, o al menos usa mucho: “despasión”.
Que yo sepa, nadie más usa esa palabra, “despasión”, que a Gelman le permite dar cuenta de una de las áridas condiciones que parecen regir la vida en el tiempo que nos está tocando. Los que han renunciado a las pasiones o las desdeñan (¿los cultores de lo que el reseñista de Los Inrockuptibles llama “la poesía actual”, entre ellos?) sostienen que el objetivo es ser realistas, que lo que corresponde es, en vez de expresarse o imaginar, aceptar que las cosas son tal como son, y que nuestros sentimientos o las conmociones de nuestra subjetividad no hacen más que obturar toda posibilidad de percibir cómo es el mundo, y cómo lo es, en particular, en esta etapa de la historia. Gelman, en cambio, opta por hacerse cargo de lo que es, tal como es, y también de los sentimientos y las conmociones que “eso que es” desata, incluido el horror, incluidos la culpa, la incerteza y el muro negro de vacío que se abre ante la evidencia de lo inevitable. No hay, en el lenguaje, palabras ni frases que a uno le alcancen para dar cuenta de algo así, y, por eso, en vez de intentar nombrarlo, la escritura de Gelman lo ronda, en sucesivos y frustrados intentos entrecortados, indirectos, enigmáticos: ahí, en esa sucesión desquiciada y huidiza, está la posibilidad de “tocar algo”, de poner algo en juego. Para quien se atreva, claro, si está interesado en probar, o probarse, a ver si algo le pasa.
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