El pasado mes de octubre, el encuentro Poetas del Mundo Latino fue dedicado al brasileño Lêdo Ivo.
Su amigo, el mexicano Jorge Ruiz Dueñas, poeta y director del Archivo General de la Nación, hace este repaso lírico.
Elogio a Lêdo Ivo
Jorge Ruiz Dueñas
Nada puedo agregar a la reflexión iluminadora de ustedes sobre Lêdo Ivo, poeta mayor celebrado hoy por nosotros, quien desde hace varios lustros es una influencia nutricia y silente de la lírica mexicana. Este escritor de espacios inextinguibles, alguna vez juvenil buscador de traducciones de Alfonso Reyes por la intermediación de Cyro dos Anjos, reconocido por el prolífico regiomontano merced a la lectura de su ópera prima, As imaginações, está de nuevo entre nosotros y lo deletrean ya nuestros hermanos más adelantados. Nada, repito, he de decir que esté a la altura de sus letras. Apenas con el guiño de los años me gustaría rescatar en la playa de la memoria el naufragio de los recuerdos:
El rápido movimiento de sus ojos sobre la marea de la vida, la voz alta a la medida del hombre, inquisitivo en torno del ciego devenir de la existencia, así, cada mañana de todas las mañanas, tras una reflexión como el rayo de luz frente a su terraza donde crece Botafogo, Río de Janeiro, la mar y el mundo. Luego alguna frase apremiante seguida de movimientos de felino en casa propia, los de un descendiente sin mesura de insurgentes libertarios y devoradores de obispos, alerta siempre ante el husmo de la combustión humana. Y en la sala del departamento donde los amigos de viaje surgen como sombras, rodeado de pinturas de Gonçalo, su hijo _artista plástico ya de gran altura_ la sonrisa absoluta de Lêda, ahora eterna compañera de destino, seguido por ella hasta la puerta, hasta el ascensor, quizá, donde también queda en Rua Fernando Ferrari la bituminosa leyenda de sus antiguos camaradas todos juntos con las manos dadas.
He aquí al poeta, me parece decir una voz, cuando sonríe ante una fuente de mariscos. He aquí al poeta deslumbrante y múltiple, cuando evita toda pregunta y desliza los dedos con discreción por el dial de la radio mientras sus manos firmes sujetan el volante, sortea el flujo humano en los semáforos y, en algún remoto campo de juego la esfera se desliza por la grama, mientras él sin pretextos escucha esa representación dramática de la existencia. He aquí al poeta, me digo otra vez, cuando pregunta por éstas, las otras orquídeas de mi casa, donde también cuelga el nombre de la mujer amada y se entrega en diversas ocasiones a la conversación con Enrique Molina, Álvaro Mutis, Jaime Labastida o José Luis Cuevas y cuando posa con un santo de madera, el mismo saludable e irreverente joven de antes, donde emergía entre los élitros del genio niño un poeta dispuesto a cantar la urgencia de nuestra soledad, la nostalgia del verde, el efluvio de los plenilunios y la carne devorada por la incertidumbre del cielo y de la tierra en la jaula de Dios.
Cómo describir al hombre generoso esperándome tras el plato de ensalada, presto al consejo sutil en los almuerzos, preguntando por todos, por la respiración del mundo y el vuelo de las mariposas azules en el morro de Cristo Redentor, mientras susurra el mágico lenguaje de sus versos. He aquí al poeta en la patria húmeda, en aguerrida defensa del acento circunflejo, mientras multiplica su visión del planeta y planifica viajes y ordena su pasión por la vida, la forma universal de ser en un periplo inmóvil aunque navegue tras las ventanas del cielo desde la guarida campestre de Teresópolis o al cubrir otra vez distancias con paso firme de soldado raso por los puentes del Sena, el Boi de Boulogne o Central Park, este brasileño tan nuestro con su proa universal y un libro bajo el brazo.
No hay duda, todos tenemos el futuro en el pasado, y el poeta piensa en Maceió y Recife y sólo responde que el secreto de su vida es estar lejos de la muerte. Helo aquí con su canto, erguido en la víspera de la oscura alga de la noche «en espera del silencio», con la pluma en ristre frente a su propia eternidad. Pero en mi mente cruza el Paseo de la Reforma tras la ciudad de los imperios, le ubico dispuesto con mirada ávida ante los colores de Oaxaca, o erguido en la proporción divina de Monte Albán, cabalgando con la imaginación al tiempo. Cómo no recordarle aposentado en aquel gran escritorio, a la manera de Pessoa, dando respuesta a la correspondencia de las navegaciones comerciales y el giro perpetuo de los días, y después avanzar conmigo por las calles del centro de Río cuando busco instrumentos musicales de un pasado perpetuo.
Porque extraños son los llamados del corazón humano, he aquí al poeta confeso y trasgresor, devoto explorador de Mallarmé y Rimbaud, al hablarse de tú con Saint John-Perse y exclamar con él: «Henos aquí vejez. Toma la medida del corazón del hombre». Por él, como por todos los poetas verdaderos, sabemos que no hay posesión suficiente sobre la tierra para reinar sobre las provincias asoladas del hombre. He aquí al poeta…
Texto leído en el Teatro Ocampo de la ciudad de Morelia el 25 de octubre de 2008 con motivo del Encuentro de poetas del mundo latino dedicado al poeta brasileño.
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