Presentación La Otra Gaceta No. 22

José Ángel Leyva

José Ángel Leyva
José Ángel Leyva

Entre la hiperactividad que exige esto de la difusión y las ingratitudes de un gremio que confiesa cualquier pecado, menos uno, la envidia, pienso en la necesaria reivindicación del ocio y de la holganza. Por eso, de una manera activa pienso en la urgencia de organizarnos para exigir que regresen las aceras a los peatones, que nos devuelvan la ciudadanía. ¿Qué reconocimiento puede haber a los de a pie si los autos ocupan sus lugares? A mí también me preocupa el silencio de los intelectuales ante la corrupción y ante la guerra. Quizás nos falta dejar de hacer para ocuparnos…

 

Aburramiento y hastío
José Ángel Leyva y Carlos Maciel

Carlos Maciel. Foto: JAL
Carlos Maciel. Foto: JAL

La acidia o pereza está en la séptima posición de los pecados capitales, no sabemos si por orden de gravedad o porque en el fondo es vista como la falta que corona la serie de desórdenes humanos o por ser la causa principal de haber perdido el Paraíso. Como sea, de inicio es el pecado que menos entusiasmo genera entre nosotros, compiladores de poemas sobre la pereza. Nos mimetizamos en el tema y como decimos en México, la búsqueda está de güeva.

No obstante, conforme avanzamos en el conocimiento del terreno, descubrimos con azoro las aristas del término, su evolución, su complejidad teológica y cultural. Un pecado que puede tener carácter venial, intrascendente, adquiere rango de mortal. Los teólogos ven en la acidia, más que en la pereza, dicho rango. Acidia es pues negligencia, desprecio, falta de voluntad y tibieza espiritual. Es también una variedad de la envidia porque nace de la ausencia del gozo por la virtud ajena, por la falta de caridad hacia el otro y hacia sí mismo. La acidia es negación de la luz, del pensamiento, del deseo, del fruto. No hay nada menos generoso y agradecido que un corazón perezoso.

Fernando Savater afirma que la pereza, como expresión de la acidia, es evasión de lo debido, y no precisamente equivalencia del ocio, del reposo, del no trabajo, del tiempo libre, pues quien aprovecha el ocio lo puede hacer en términos por demás productivos y espirituales, quien descansa restablece energías para emprender con nuevos bríos las acciones y tareas propuestas, y quien toma distancia de lo laboral probablemente lo hace en favor del conocimiento, de la información, de la recreación intelectual y estética. Porque, siguiendo a Savater,  «en definitiva, el último sentido de la cultura es luchar contra el aburrimiento.»

Lo paradójico es que dentro de estas sociedades de consumo la hiperactividad sea una forma de cultivar, no el ocio sino la pereza mental, no la productividad creadora sino la ocupación compulsiva y patológica, la degradación del hombre. La dispersión frenética y el trabajo pernicioso son manifestaciones de una carencia emocional, de un interés por los bienes estéticos, por el asombro, por el placer de la lectura, por la recreación de y con los otros. Acusa pues una falta de generosidad por el cultivo de las virtudes y los buenos momentos de la vida, por la memoria. El aburrimiento crece soterradamente, echa raíces en la voluntad y cierra espacios a la acción y a la gratitud, a la mirada libre que busca su expresión en los demás, su presencia en el beneficio ajeno y en el propio. No es extraño entonces que a los ociosos se les mire con envidia, se se les coloque en el estante de la holganza. Los artistas, artesanos, intelectuales y en general quienes disfrutan de su actividad o de su tiempo no laboral son vistos con malos ojos por una sociedad obsesionada por los bienes materiales y el trabajo redituable. La lectura, por ejemplo, es concebida como una labor de flojos. Imaginemos la escena y el diálogo: «¿Qué hace Margarita? Nada, está leyendo, ¿y Mauricio?, igual, estaba escribiendo una carta».

Carlos Maciel y su hermano Leonel Maciel: Foto: JAL
Carlos Maciel y su hermano Leonel Maciel: Foto: JAL

No sólo el aburrimiento, también el aburramiento, asolan la civilización del «progreso»,  que se evade en la agitación de la nada y el vacío, del consumo, o en la frenética ansiedad de la «eficiencia». La tristeza, la depresión, la indiferencia, la pérdida de sentidos provienen no de otra cosa sino del aburrimiento. El hastío mina la voluntad, la sensibilidad; nos hace indolentes, flojos ante la inercia de una historia depredadora y falaz. Pereza para no asumir la responsabilidad de lo que se debe hacer, para evadirse en la compra de lo que no se puede tener y de lo que no se debe ser. Se habla de flojera de la comodidad, del corazón y de la amargura (del resentimiento). Es explicable que la lectura no tenga un valor y un espacio en semejante concepción de la existencia y el mundo.

Como el resto de los pecados, la pereza atiende al desorden, a la vida disipada e irresponsable. Un holgazán es en término coloquiales «un bueno para nada», un individuo sin oficio ni beneficio. La exigencia, la disciplina, el esfuerzo, la entrega no forman parte de sus atributos o de su conciencia.  A la pereza se le vincula a menudo con la gula y la lujuria, con la vida disipada y de excesos. Los sibaritas y hedonistas suelen caer en la holganza, pero no necesariamente son improductivos, pueden incluso ser personajes muy creativos y propositivos; dueños de su tiempo deciden hacia dónde encaminar sus acciones, y el reposo es una de sus exigencias vitales. La imagen de Buda es precisamente la de una persona en actitud contemplativa, gozosa, satisfecha en sus apetitos terrenales, relajada, cultivando la sabiduría y el espíritu.

(Texto para el libro de la Pereza de la serie de los Pecados Capitales, en la colección Poesía en el Andén)

11 comentarios

  1. Jesus Maciel Covarrubias