
hace suya La Otra y ofrece
un atisbo a su escritura.
Siempre el paraíso
Ana Clavel

Un día llegó a mi casa extenuado. Sus ojos urgían una tregua. Se quedó dormido entre mis brazos como agua escondida. Cabía en un cuenco, un simple vaso. Podía beberlo sin prisa. Pero me contuve, sospeché la tristeza de Dalila, el dolor de Salomé y me contuve.
«Tuve un sueño raro», me dijo al despertar. «Eras una mujer de agua que dormía en el lecho de un valle. Hombres que venían del desierto te descubrían y te deseaban: querían poseerte -yo entre ellos-. Te forzábamos. Te resistías. La sed iba en aumento, imperiosa, tiránica: terminábamos por beberte. Aún paladeaba el último sorbo -el cuenco líquido de tu cadera, creo- cuando de pronto lo supe: una nueva sed, rotunda y desesperanzada, comenzaba a secarme el alma.»
Y guardó silencio. Busqué sus ojos y él los míos. Por primera vez desnudos desde la última ocasión en que escapamos juntos del Paraíso.
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