Guadalupe Flores, residente en Atenas, nos hace llegar esta nota sobre la narrativa chipriota y un ejemplo mayor, un relato de Giorgos Pieridis.
INTRODUCCIÓN AL CUENTO CHIPRIOTA
Guadalupe Flores Liera
En principio, el cuento en Chipre no fue especialmente cultivado, pese a la antigua tradición literaria de la isla. La falta de condiciones óptimas para crear y editar explica en gran medida su ausencia de los periodos en que la narrativa sentó las bases para el género y produjo en otros países a sus representantes emblemáticos, como fue por ejemplo el siglo XIX.
Las condiciones sociales y políticas impidieron la creación literaria ininterrumpida; por otro lado los escritores creaban a contracorriente de la prohibición y la censura, de la falta de medios y de publicaciones, incluso de talleres tipográficos.
Chipre se encontraba, primero, bajo ocupación otomana, pasó luego al dominio británico y, desde 1974, el 38 por ciento de su territorio se encuentra de nuevo bajo la ocupación del ejército turco. Muy breve fue su dicha como nación libre, Su independencia fue reconocida en 1960, pero cuando esta situación comenzaba a reflejarse también en la literatura, la invasión y ocupación de parte del territorio por un ejército extranjero volvió a hacer de la literatura un producto cargado de contenido historiográfico y costumbrista.
Se ha señalado que la literatura chipriota se caracteriza por una falta de destreza plástica y de objetivos limitados, pero es la problemática social y política la que impide la consagración a otro tipo de temas. La situación de injusticia pesa demasiado en el alma de los creadores, son muchas las consecuencias de la ocupación: el territorio dividido, los desaparecidos, los refugiados, la pérdida de archivos y bibliotecas, la destrucción de gran parte de su milenaria herencia cultural. Asimismo, es viva y dolorosa la convicción de que no puede esperarse una solución justa para los verdaderos afectados, a quienes se impide incluso el derecho de opinar y de participar en plebiscitos cuyos resultados afectan sus destinos, porque continuamente la deseada solución pasa por la imposición de planes que favorecen a los colonos acarreados por el invasor para crear un problema de población, además de otorgarles derechos.
Filippou-Pieridis, al haber vivido en Egipto, nos ofrece una visión distinta, la de la diáspora y su relación con los naturales de otra geografía, en donde tantos helenos destacaron. Su prosa es viva, intensa, realista.
GIORGOS FILIPPOU-PIERIDIS, nació en Dali, Chipre, en 1904. Poco después de nacer él, sus padres se trasladaron a Egipto. Estudió en El Cairo y, más tarde, trabajó en grandes empresas algodoneras. En 1947 regresó a Chipre. Pronto se incorporó a la vida intelectual y política de la isla. Fue director de la Biblioteca Pública de Famagusta. Publicó su primera novela, Los algodoneros, en 1935. Fue autor de varias colecciones de relatos, ensayos y estudios. Una de sus obras más importantes es la Tetralogía de los tiempos. Fue traducido al árabe, al ruso y al rumano. Murió en 1999.
GIORGOS FILIPPOU-PIERIDIS
(Nota y traducción del griego: Guadalupe Flores Liera)
EL EPÍLOGO DEL SEÑOR TRIKKOS
No hay nadie en el mundo, ni el ser más prosaico, que no goce de instantes de poesía. El pequeño cangrejo de la arena, que se pasa su corta vida metido en un agujero acechando y temiendo, incluso él pasa por momentos de lirismo, cuando se detiene en su umbral hechizado por la presencia del vasto mar y respira al ritmo de su latido.
El señor Trikkos pasó su reducida vida encuevado como el cangrejo dentro de su tienda, acechando las ganancias y temiendo a las corrientes, a todas las corrientes, a las que producen catarro, pero, más que a todas, a aquellas que buscan alterar el orden social y la tranquilidad de todo señor de su casa. Tenía a sus sobrinos, pero a ellos no les tenía miedo -¿por qué tenérselos?-, lo único que le inspiraban era antipatía, porque se convertían en una razón para pensar en la muerte y para atormentar a su mente en buscar la manera de redactar su testamento, para que no se convirtieran en sus herederos.
Envejecer soltero, pasar carencias y desvelos hasta ponerlo todo en orden y que al final vengan los otros y encuentren la mesa puesta, nada más porque resulta que son tus sobrinos. ¿Por qué razón? El señor Trikkos estaba decidido a dejarlo todo a una institución de beneficencia, que llevaría su nombre -Ioannis P. Trikkos- para toda la eternidad.
Aparte de esta preocupación, sus días transcurrían como una serie cuidadosamente organizada de nada, en la que no cabían más que sus pequeñas comodidades y la grosera satisfacción de su persona.
Pese a todo, también el señor Trikkos tenía sus ratos en los que a través de alguna pequeña ventanita se ventilaba el espacio cerrado de su alma. Era en las horas matutinas, cuando abría su tienda y, en lo que el dependiente limpiaba, él sacaba un par de sillas a la banqueta y se sentaba a tomar su café, a darle los buenos días a los vecinos, a disfrutar del rocío tempranero y de los siempre estereotipados y al mismo tiempo nuevos preparativos del comercio para el día que comenzaba.
El asfalto de la calle estaba recién lavado, las cortinas de los negocios se enrollaban una por una con estruendo, los dependientes lavaban las banquetas, la gente trabajadora iba asomando por los callejones, sujetos encorvados por los años y las preocupaciones, jóvenes que todavía no han desaprendido a caminar con la cabeza erguida, muchachas heroicamente elegantes, pasaban de prisa, de uno en uno o en grupo, para ir a ganarse el jornal.
Al disfrutar del rocío y de su cafecito conocía momentos de franco buen humor, algo como un nube de exaltación lo elevaba con suavidad y lo mecía rodeado del resplandor de cierta indefinible magia. Si hubiera estado en posición de explicar lo que le sucedía en esos instantes, hubiera dicho: Pues esto, también nosotros, la gente del comercio, la clase más vulgar, como se nos llama, vivimos fugaces momentos poéticos. Pero no sólo no estaba en posición, sino que tampoco trató jamás de explicar nada. Simplemente disfrutaba del momento; hasta el cielo, que asomaba tras de los tejados, abría de buen corazón sus brazos.
Vivía en un pequeño departamento arriba de la tienda. (El inmueble era de su propiedad.) Dormía bien, despertaba muy de mañana por una vieja costumbre y bajaba de buen humor, oliendo a colonia. Éste era, como puede verse, uno de sus principios, estar siempre cuidado y bien vestido, porque la buena presentación, en combinación con el comportamiento serio, inspira confianza en el cliente y desalienta a quien pretenda ponerse a regatear con uno como se le regatearía a cualquier mercero. Con este tipo de clientela no se hace sino perder el tiempo. El señor Trikkos sólo se interesaba por atraer a la buena sociedad y tenía una gran habilidad en el arte de darle a su tienda una atmósfera de aristocracia y de etiqueta que servía a sus intereses. ¿Cómo aprendió ese hombre -que comenzó descalzo y harapiento- a distinguir a quién saludar condescendientemente y a quién canalizar al empleado, a quién atender personalmente y a cuál señora de la alta acompañar hasta la puerta haciéndole caravanas? Lo seguro es que con sus habilidades y con la invencible fuerza de un cerebro limitado, consagrado con empecinamiento a una única meta y con unas leyes de vida hechas de una buena vez y para siempre, alcanzaba su objetivo y consolidaba sus leyes con la autoridad indudable de su éxito. Se convirtió en el señor Trikkos y resultaba inconcebible llamarlo Trikkos a secas.
Sorbió un trago de café y buscó los cigarros en el bolsillo. La vitalidad se le fue. Con mil demonios. Llevaba todo un día sin llevarse un cigarro a la boca, decidido a cortarlo luego de la severa advertencia del médico. Últimamente las piernas le temblaban bajo el grueso volumen del cuerpo y con frecuencia se mareaba. El doctor habló de la presión y quién sabe de qué otras cosas y exigió sin compasión del atemorizado señor Trikkos que se privara del cigarro y de la buena mesa, que tanto amaba.
Se puso de nervios y se desquitó con Vasilis, su encargado, un hombrecillo macizo y obediente como un perro, que había pasado la infancia y la juventud al servicio del señor Trikkos, haciendo el trabajo pesado y los encargos de la tienda, limpiando la casa, lavando -Vasilis para acá, Vasilis para allá- y escuchando con la cabeza gacha, callando y mirando de reojo bajo las cejas el rezongo y los insultos de su patrón.
Porque el señor Trikkos sabía de sobra en qué momento deja de existir la amabilidad fingida y en qué momento puede un subalterno volverse tan exigente y áspero como quiera.
Con todo, desquitarse no le hizo ningún bien. Volvió a apoderarse de él aquel mareo.
«Este animal me pone de malas», dijo y empezó a secarse el sudor con el pañuelo.
La mano, pesada y adormecida, no obedeció su voluntad. Se olvidó del cigarro y permaneció pensativo.
Se pasó la mañana sentado ante su escritorio y sin ganas, sin dar una sola orden al personal.
Hacia el mediodía, súbitamente, un fuerte dolor de cabeza se apoderó de él. Gruesas gotas de sudor corrieron por su frente y no tuvo fuerzas para levantar el brazo y enjugárselas. Sintió náuseas. Se apoyó con ambas manos sobre el escritorio e hizo un intento desesperado por ponerse de pie. Le pareció que, como en un sueño, se levantaba y caminaba rumbo a la puerta, en el instante mismo en que una masa pesada y flácida se desplomaba de boca sobre el escritorio.
Acudieron de prisa Vasilis y los dos empleados y, mientras que los empleados trataban de proporcionarle algún tipo de ayuda y pegaban de brincos de un sitio en otro confundidos y sin saber qué hacer, Vasilis se hizo a un lado mientras observaba hipnotizado a esa cosa digna de lástima que apenas un momento antes era para él sinónimo de una fuerza inclemente. Algo extraño estaba sucediendo en su interior.
Por fin, a alguien se le ocurrió llamar el médico.
La gente se arremolinó en la banqueta a hacer comentarios.
La primera preocupación del médico apenas llegó fue ordenar la salida de quienes se habían amontonado en la tienda. Después atendió al enfermo y llamó a una ambulancia.
«Llevémoslo a un hospital», dijo. «¿Quién se va a hacer cargo de él en su casa?»
Desplomado sobre un sillón que trajeron de su casa, el enfermo miraba estúpidamente a su alrededor. La boca se le había torcido y su cara estaba horriblemente deforme. Cada vez que respiraba se le hundía la mejilla derecha y, a continuación, resoplaba por los labios cerrados… pff, pff, como quien fuma pipa.
Cuando vio a los hombres de blanco entrar en su tienda junto con la camilla, sus ojos adquirieron una expresión de pánico y extendió la mano izquierda como si quisiera rechazar una visión indeseable. Sólo que agotado por el esfuerzo, volvió a desplomarse en el sillón.
Solicitaron la ayuda de Vasilis para colocar al enfermo en la camilla. Y él, cuando levantaba la pesada y flácida masa, volvió a sentir en su interior algo cruel que desplazaba a la piedad. ¡Tantos años temblando ante este cadáver! Si así como ahora la sostenía por los sobacos de repente lo soltara, se caería y se golpearía la cabeza calva sobre las baldosas y se abriría como una sandía. Tendría gracia, pensó.
En la camilla donde lo recostaron, el señor Trikkos comenzó a agitarse desesperadamente y a querer levantarse. Movía la cabeza de derecha a izquierda y con la mirada, con un inarticulado «pa…, pa…, pa…» que profería su boca torcida, protestaba como si dijera: ¿a dónde me llevan?…, no quiero, no, no quiero… ¿Cómo voy a dejar todas las cosas buenas y amadas?…
En el momento en que levantaron la camilla, encontró la fuerza para extender la mano izquierda y sujetarse de uno de los pilares metálicos del mostrador. Se agarraba del pilar con fuerza, con toda la voluntad que le quedaba, mientras tartamudeaba suplicantemente «pa…, pa…, pa…».
Se volvieron a mirar al médico y él dio la señal: ábranle la mano. Solícito, Vasilis se apoderó de la odiada mano y le despegó los dedos, doblegando sin piedad su desesperada resistencia.
La mirada del enfermo, hasta entonces suplicante, se clavó letal sobre Vasilis por un instante y se apagó. Su cabeza se ladeó agotada.
El médico, que conocía a Trikkos y a sus costumbres señoriales, lo puso solo en un cuarto de primera clase en el hospital y pidió que se quedara Vasilis a su lado, como compañía y servicio personal.
Por la tarde llegaron los sobrinos -un par de jóvenes- que se movían incómodos dentro de sus ropas buenas puestas para la ocasión y en sus intentos de parecer tristes. La chica llevaba un ramo de flores y no sabía qué hacer con él. Finalmente vino una enfermera a traerle un florero y a quitarle las flores de las manos. Intentaron decirle al tío las palabras adecuadas, sólo que él no pareció satisfecho, no hacía sino mirar con frialdad las flores y a la muchacha, que trató de extender la mano para acariciarle probablemente la frente, pero se acobardó y retiró la mano apenas se cruzó con su mirada.
Vasilis estaba sentado en un rincón del pasillo y observaba y se ponía de pie cada vez que algún médico o alguna enfermera pasaba a su lado.
Con el atardecer el hospital se vació de visitas, los médicos realizaron la última revisión, las enfermeras prepararon a los enfermos para pasar la noche y una tranquilidad llena de esperanza se extendió en la penumbra por los cuartos y por los pasillos.
Vasilis estaba sentado en el diván que le habían preparado en el cuarto del enfermo y lo veía hundírsele la mejilla y resoplar, pff…, pff…, pff…, insistente, rítmica, interminablemente.
Conforme pasaba el tiempo más tenso se ponía. Intentó recostarse, pero muy pronto se encontró de nuevo sentado y con los ojos clavados sobre esa criatura repugnante que perturbaba con tanta insistencia el silencio -como si con eso quisiera, incluso en esos momentos, darse su importancia-, y el cerebro de Vasilis comenzó a destilar negrura.
El enfermo abrió los ojos, balbuceó chasqueando la lengua, ladeó la cabeza y balbuceó «pa…, pa…, pa…», mirando con ansiedad el vaso con agua.
Vasilis se le aproximó, lo incorporó y le acercó el vaso a los labios. Intentó beber, se le dificultó; por su parte, Vasilis era torpe y el agua se derramó y le empapó el pecho.
«Pa…, pa…, pa…», pronunció irritado y en su mirada brilló algo que le recordó a Vasilis a su antiguo torturador y lo trastornó.
Apoyó el vaso en la mesita y comenzó a golpear con furor al enfermo en las costillas.
«Pa.., pa…, pa…», chillaba el enfermo, y se estremecía pesadamente, como un buey degollado, agitando la cabeza a derecha e izquierda y dirigiendo a Vasilis miradas llenas de salvaje odio. Luego se quedó inmóvil mirando el techo. La ferocidad se le borró de la mirada y un inefable abatimiento se apoderó de su rostro. Dos gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.
Vasilis recuperó el juicio.
Se acostó a todo lo ancho en el diván y poco rato después el sueño se apoderó de él.
El señor Trikkos murió la mañana siguiente.
No alcanzó a redactar su testamento.
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