Maria Helena Ramos escribe sobre el escritor Vaikom Basheer; una literatura desconocida en América Latina a la que debemos asomarnos.
Vaikom Basheer, la narrativa como destino
María Helena Barrera-Agarwal
mhbarrerab@gmail.com
El sur de la India jamás sufrió el destino que le cupo al norte. Nunca fue el escenario de conquistas, repetidas y violentas, ni se convirtió en la presa codiciada de dinastías, sucediéndose las unas a las otras con la regularidad de las gotas del oriental proverbio. Su estabilidad, reflejo tal vez de aquella solidez tectónica que lo convierte en el más inalterable espacio geológico del planeta, se percibe sin dificultad en sus templos. Los hay, como Tirupati, que alcanzan los dos mil quinientos años de tradición sin aparente tensión para la imaginación o la historia.
La influencia de los mongoles, omnipresente en el norte, es simplemente un hecho de alejada rememoración en el sur. Los avances de sus ejércitos, como aquellos de muchos otros, apenas si pudieron socavar pequeñas regiones, por tiempo limitado, a la integralidad de la vasta región. Solo cuando el avance británico se convirtió en dominio subcontinental, el sur se vio existir como parte de un todo centralizado fuera de sus fronteras ancestrales, y manejado por un poder extranjero. Aún así, lo dilatado de su particular pasado no pudo ser modificado en apenas cien años y continuó a ser el más indio de los elementos constituyentes de la nueva, independiente India de Ghandi y Nehru.
Tal vez el cambio más importante jamás sufrido por el sur y su destino ha sido el promovido por la llegada de la cultura digital. Centrada en gran medida en la urbe jardín de Bangalore, su impacto ha sido substancial y ha radiado a urbes como Madras y Hyderabad. No es difícil hallar jóvenes pujaris (sacerdotes hindúes), quienes conjugan su ancestral profesión con aquella, moderna, de ingeniero en sistemas. O encontrar entre las nuevas representaciones de Ganapati, dios del buen comienzo y de la escritura, imágenes que lo muestran cómodamente sentado frente a una computadora, en lugar del tradicional cilindro de papel.
A pesar de ello, o tal vez en su virtud misma, es imprescindible retrotraerse a las épocas en las que el presente panorama no se encontraba ni siquiera en la imaginación más febril. Para hacerlo, la mayor parte de los lectores debe resignarse a contar con traducciones, generalmente al inglés, ante la imposibilidad práctica de dominar la larga lista de idiomas que puntean el sur y lo determinan, lingüística y socialmente. Del canara al malayo, del tamil al tulu, son lenguas que han permanecido, hasta hace relativamente poco, al abrigo de las influencias que determinaron la formación de idiomas como el urdu y el hindi.
Esos aspectos son necesarios al reflexionar sobre la obra de un preeminente escritor de la región, Vaikom Basheer. La importancia de su trabajo, múltiple en géneros y generoso en significados, se comprende mejor al considerar el ámbito en el que fue creado, y las raíces de su autor.
Cumpleaños
Cumpleaños, publicado en 1944, es un cuento de rara perfección estilística. Trata de un día en la vida de un joven. El título puede ser traicionero en sus implicaciones festivas. Tal vez ello fue precisamente lo que impulsó a Basheer a escogerlo. Gradualmente, sin prisas pero con la precisión de quien manipula un escalpelo cerca de la raíz de la memoria, Basheer va delineando la personalidad del muchacho y sus circunstancias.
La primera línea establece firmemente el escenario, temporal y emocional. «Es el octavo día de Makaram – hoy es mi cumpleaños.» Makaram es sexto mes del tradicional calendario usado en el estado de Kerala. El joven que cumple años efectúa sus diarias abluciones matutinas, se viste y toma asiento en una veranda. Todo es normal, aparentemente, hasta que el narrador se describe como poseyendo un «corazón agobiado». La razón se vuelve obvia a medida que los párrafos pasan: no posee en el mundo ni siquiera las ropas que lleva puestas.
Las horas se acumulan, y sus pensamientos se aceleran, desde el ansia por una taza de té que no puede comprar, hasta la amenaza de la policía, que lo busca por su fama de agitador político. Posee también otro renombre, el de un autor de talento. El mismo de nada le sirve a la hora de ganarse el sustento. La miseria lo está consumiendo, igual que la incertidumbre.
Se consuela con la noción de que el almuerzo de ese día, al menos, le está asegurado. Hamid, un amigo – descrito como un poeta menor y un hombre muy rico – lo ha invitado a comer. Ello le ayuda a sobrellevar el hambre que lo acosa desde que despertó. Ello también aviva y torna más acre su desesperación, cuando al ir a casa de Hamid, se entera de que éste ha partido de improviso, solicitado por algún negocio urgente. «Estaba suficientemente famélico como para comerme el mundo», exclama, y su ansia claramente no cesa en los bordes de una mera necesidad de alimentos.
En su búsqueda, visita un editor, conocido suyo. El hombre lo recibe y conversan de nimiedades. El editor pide un té, y al pagar saca de su bolsillo un grueso rollo de billetes. Luego de recibir la bebida, pregunta al joven, en una digresión despreocupada, si quiere beber un té. El muchacho, quien ha estado suplicando interiormente por una taza del líquido, enfrentado ante la fría arrogancia responde que no.
El único ser que le demuestra compasión en un niño, sirviente de un conocido suyo. Percibiendo que el joven se encuentra en un estado de miseria aún más dramático que el suyo, el chiquillo le ofrece un préstamo, dinero suficiente para pagarse dos tés. Es entonces cuando un amigo del joven acierta a aproximarse. Viéndolo reposar en una silla, lo recrimina por haberse aburguesado. El joven no se molesta en corregir la imagen que proyecta, y pide los dos tés, compartiendo lo que no tiene con quien lo acaba de juzgar. Poco después un policía aparece, lo lleva a la delegación, amenazando con arrestarlo. Lo dejará libre, eventualmente.
La noche llega. El joven ha pedido un préstamo a un estudiante, vecino suyo. El mismo se ha negado, argumentando que no tiene moneda suelta. El desprecio de la respuesta es aplastante. Sin poder conciliar el sueño, cavilando sobre su hambre, el joven decide finalmente introducirse en la cocina de otro vecino y robar arroz recién cocido, cuando el sirviente ha salido brevemente. Luego de comerlo, está a punto de dormir cuando el vecino a quien ha robado llega a su puerta y lo despierta. El terror de haber sido descubierto lo domina. El vecino, sin embargo, solo quiere hablarle de una película que acaba de ver y el recuerdo de una abundante cena, con la implícita invitación a compartir la que lo espera en su habitación. El joven dice que ha comido ya. Las últimas palabras del cuento son «buenas noches».
El sino del creador
Cumpleaños está más cerca de la realidad que de la ficción. Durante muchos años Basheer recorrería la delgada línea que divide la miseria ligeramente tolerable de aquella que es fatal. Nacido en enero de 1908, en una familia musulmana, en el área rural de Kerala, se comprometió desde muy joven con la idea de la independencia de la India. Entre uno de sus amados recuerdos de la época se encuentra una escena de un simbolismo agudo. Durante la famosa Marcha de la Sal de Ghandi, Basheer, apenas un adolescente tendría la oportunidad de tocar los ropajes de Mahatma Ghandi.
Su pasión por la causa le costaría caro. A medida en que el movimiento crecía, más pronunciada era la reacción de las autoridades británicas. Basheer se vería obligado a abandonar su tierra, dejando atrás estudios formales y familia, para recorrer interminablemente la geografía de la India e incluso del extranjero. Su naciente fama como autor, igual que al protagonista de Cumpleaños, no lo auxiliaría en su odisea. Al contrario, lo tornaría más visible, codiciado blanco de quienes habían prohibido la difusión de la totalidad de sus obras por el contenido contestatario de algunas de ellas.
Basheer emergería de esos infortunios sin perder su integridad ética o su efusión por justo. Esas mismas características serían evidentes en su obra: convertido en novelista de superaba sensibilidad y cuidada técnica, sus libros reflejarían la realidad inmediata de su lugar de origen, en una visión que rescata las fugaces realidades que lo rodeaban. Así, generaciones y costumbres serían rescatadas para la posteridad. Sus historias están impregnadas de humor y son, al mismo tiempo, a veces cáusticas por la fuerza de una sátira imprescindible. A diferencia de Tagore, su legado no es abundante. Perfeccionista a ultranza, sus textos son tan limitados en número y extensión como bien labrados.
Basheer puede muy bien calificarse como un humanista, en el más amplio sentido de la palabra. Ello, no solo por los valores que su prosa destila – tolerancia, patriotismo sin nacionalismos, absurdos religiosidad sin fanatismos – sino por su habilidad de tornar arquetipos locales en personajes de un brío universal, respetando y realzando sus idiosincrasias. Leer su precisa, franca narrativa, es encontrarse de repente en el centro de un mundo, en el que imperan tradiciones tal vez lejanas, pero jamás extrañas. El mundo que en que surgió su talento, señero y singular como el sur de la India y su destino.
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