Versos para devorar sin culpa
José Ángel Leyva
A reserva de hablar sobre la crisis financiera que agobia al mundo, sobre todo a la clase media, porque para los pobres la crisis es un estado permanente, consustancial a su condición, sobre todo a la miseria, comparto con los lectores el texto que acompaña al volumen de la antología dedicada a los siete pecados capitales y a las virtudes, en la serie Poesía en el andén. No sólo es preguntarse por qué escribir poesía en tiempos de penuria, sino también por qué la poesía se ha convertido en un medio para ocupar cargos y abonar el prestigio, o también el desprestigio, según sea el caso.
Baco o Dioniso, son las representaciones divinas de la mitología griega y romana que además de la fertilidad se asocian con el vino y la comida. Dioniso es la deidad que ampara el gusto y la carnalidad de sátiros y faunos, abre la puerta a la bacanal. En contraste con Apolo: equilibrio y armonía, Dioniso es concebido como Dios de los placeres terrenales, del hedonismo, de la euforia. La cultura apolínea y la dionisiaca parecen ser dos vertientes que riñen y se contraponen, pero en otras etapas de la historia se entreveran y se complementan. La moderación y el abuso, la contención y el desbordamiento marcan los ritmos de la conciencia y de los actos humanos.
En el mundo cristiano, la gula forma parte de los siete pecados capitales, pero es, junto con la lujuria y la pereza , uno de los excesos más ligados al placer, más cercano a las pulsiones o instintos que nos ponen en mayor cercanía con la naturaleza o con la bestialidad, sin negar la fuerte carga de racionalidad que pueda haber en su ejercicio. Todos, sin excepción, están ligados a la culpa, a lo prohibido. Representan la trasgresión de normas y preceptos que exaltan la vida ordenada y virtuosa del ideal cristiano. Ante la privación, la renuncia y la mesura, revolotea en el cuerpo y en la mente la tentación del gozo, del ansia, del desbordamiento, del dejarse ir.
Por su parte, la envidia, la avaricia, la soberbia y un tanto la ira, se hallan más del lado del sufrimiento, de la carencia, del menosprecio. El poder suele ser el eje de rotación de tales conductas.
La gula, la concupiscencia y la pereza suelen compartir seguidores en el festejo, el carnaval, el festín, la orgía, la bacanal. No es casual que la imagen de la carne, del deseo sexual, adquiera con frecuencia expresiones digestivas, ligadas al apetito, a la voracidad, al anhelo de comer. Después de la saciedad viene el ocio, la inactividad, la holganza.
La gula responde a ese refrán popular de que «el comer y el rascar es cosa de empezar». Así, el goloso no limita su demanda y sus antojos, más que un sibarita o un gourmet, suele ser un engullidor compulsivo. El cine, la pintura y en especial la literatura han recreado la imagen de estos personajes que beben y comen más allá de la necesidad, del recato. En particular dan cuenta de ellos las obras que satirizan la realidad, que se edifican en torno al humor, como por ejemplo Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, El Quijote de la Mancha, algunos poemas de Quevedo, los versos de los Goliardos, por citar algunos ejemplos notables, pero la lista es ancha, sobre todo en el plano de la gastronomía. En el cine nadie puede dejar de ver El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante o El Bebé de Mâcon, de Peter Greenaway para reconocer en medio de escenografías barrocas no sólo las debilidades humanas que llevan a los celos, el odio, la venganza, o al fanatismo destructor, al deseo de poseer lo que el otro es o tiene, literalmente poseerlo, tragarlo, practicar el canibalismo.
La gula toma casi siempre el rostro del cerdo, esa criatura cebada para el sacrificio y la comilona. José Emilio Pacheco lo expone de manera jocosa e irónica. Anne Sexton, lo hace de forma dramática. Pero la expresión porcina es invariablemente signo de glotonería y avidez. No obstante, el buen comer y el beber forman parte de lo más excelso de las culturas. Los banquetes sirven también para acercar a las personas, para llegar a acuerdos, para introducir a la amistad y al amor, para pacificar. La sobremesa da lugar al diálogo, a la anécdota, al buen humor, a la risa, a la satisfacción de los comensales. Los pueblos con culturas más refinadas poseen una vasta y compleja cocina que los identifica y los enaltece. El arte tiene también algo de culinario. No son pocas las obras en las que la comida es asunto o motivo, tema o pretexto para erigir un andamiaje estético. La poesía no está al margen de los hábitos del hombre y la gula misma puede ser la vianda en la que el lector dé rienda suelta a su apetito literario. Aquí hallará un extenso menú que viene desde el Medioevo e inicios del Renacimiento hasta la era del Internet. Veremos que, en lo esencial, poco ha cambiado. Buen provecho.
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