Promotor y difusor de la lectura, en particular de la poesía, es fiel hasta los huesos a lo que mejor hace, la poesía. Nació en Valencia, España, vive en Punta Umbría, pero tiene vocación de migrante.
Uberto Stabile
MALDITA SEA LA POESÍA
ALFONS CERVERA
No sé cuántas veces he hablado de los libros de Uberto. Seguro que casi tantas como poemas lleva publicados. Más de mil. Ya sé que exagero. Pero es que Uberto es una exageración. En todo. Escribe, vive, viaja, lee, dirige la Casa de Cultura en Punta Umbría, quiere a sus amigos. Para todo eso, sobre todo para querer a los amigos, se necesita una cantidad inaudita de tiempo. No sé de dónde lo saca. Sabemos, eso sí y muy bien, dónde lo mete. Ahí están las huellas que va dejando del paso de ese tiempo, la plusvalía afectiva que como dice Ángel Petisme derrocha Uberto allá donde se encuentra.
Una vez vivió en Valencia. Tenía una librería cuando yo lo conocí: hace de esto más o menos veinticuatro años. Una exageración de años. Como dice Benedetti, hay conmemoraciones que es bueno revivir. Siempre que regresa Uberto a Valencia nos juntamos para revivir algo: el tiempo, que no es nunca el mismo. Ya digo que él tenía una librería, creo que con Ignacio y Clara. Estaba en la Calle Cavallers, esquina con esa otra que lleva hasta la plaza del Negrito. Barrio del Carmen. Años ochenta. Como leer y beber son almas gemelas, cortaron la librería en dos pedazos y la gente acudía allí a comprar libros y a beber. No es una exageración -esto no- pensar que la gente acudía más a lo segundo que a lo primero. Total: que los dos pedazos se convirtieron en uno solo. El bar, evidentemente, le ganaba la partida a la librería. Bueno, la verdad es que los libros no desaparecieron del todo de aquel antro. Los llevábamos bajo el brazo quienes empezábamos a emborronar folios con los poemas primerizos, con las novelas que mostraban tanta indocilidad como torpezas, con las ganas de contarnos unos a otros que la vida es más vida cuando se vive por las noches, que la vida que se vive por el día no es vida sino una emboscada.
Así pasaba el tiempo. El café Cavallers de Neu era una concentración de actividades a destajo. Todos los días de la semana había algo: presentaciones de libros, lecturas, hasta cabaret llegó a haber algunas noches porque al final el pequeño escenario servía para todo. Luego el tiempo hace de las suyas y lo pone todo patas arriba. La ciudad de Valencia empezaba a desguazarse culturalmente, se convertía en pequeñas taifas, la gente empezó a regresar a los cuarteles de invierno. La diáspora. Un día José María se fue a Noruega porque allí estaba Sonia. Y allí sigue. Con el frío de la hostia. Con sus estudios de la literatura de la memoria. Nos cruzamos noticias. Nos vemos cuando viene algunas veces. Cuando todo se iba poco a poco volviendo más o menos monótono, Uberto también se fue. Era -como él mismo dice de una chica en uno de sus poemas más hermosos- «un lujo para esta ciudad». Y era ésta una ciudad que no estaba por la labor de reconocer determinados lujos. En otra parte, a Uberto se le hubiera levantado una estatua. Aquí se le cursaban -a él y otros como él- invitaciones para la huida.
Uberto se fue a Huelva. Dejaba atrás tantos años de trabajo, tantos libros, tanta actividad cultural que era como si de repente la ciudad se convirtiera en un boquete donde iban a parar las ilusiones de la gente. Los libros, los amigos, el humo de los bares: fue como si todo eso se hubiera ido con Uberto al sur, a inventarse una identidad nueva, lejos de la parafernalia urbana que tomaba el relevo de los viejos tiempos. Nos fuimos cada uno por su lado. A escribir. A no escribir. A ver qué pasaba en la orilla desconocida, donde los días ya no eran una emboscada: o si acaso, no más emboscada que las noches. Cavallers de Neu ya no existe. No sé qué hay ahora allí. Me cuentan que no queda nada de entonces. En casi ningún sitio queda nada de lo de antes: quizá sólo la manta negra de los obispos cubriendo de mierda el territorio hermoso de la libertad. Eso sí que viene de antes, de cuando no había nacido Uberto Stabile.
El tiempo no es sólo contarte en un poema cómo te vistes para salir a buscar en un taxi al amor de tus sueños mientras llueve: si quieres contar eso como una experiencia alucinante es que eres gilipollas. Has de contar también qué arañazos te deja en la piel la metralla de lluvia y cómo antes esa metralla ha dejado la plancha del auto como un coladero, y seguramente habrás de contar también que la poesía no sirve para contar otra experiencia que no sea la de una vida llena de agujeros. ¿Cómo puede devenir Rodrigo Rato en un poema? Por ejemplo. Quizá sí: para que el poema se ensucie con la coloración marrón de la ignominia. Digo ese nombre pero podría añadir bastantes más: esos amos del mundo globalizado. Casar el amor que espera la llegada del taxi con los agujeros de la metralla y con la ignominia de Rodrigo Rato ya es otra cosa. Tal vez, aunque a muchos les parezca raro, un poema de los que a algunos amigos míos les gusta escribir para mostrarnos a quienes los leemos que la poesía no se hace con sangre -como decía Baroja de las malas novelas- sino con sangre y goterones de lluvia y bombas que dejan tullida la dignidad del mundo.
Desde que le conocí anda Uberto escribiendo poemas. Sin parar. En casa hay media estantería con sus libros. Si vierais: hay libros, libritos, plaquettes cosidas casi a mano, folios que parecen impresos en aquellas viejas vietnamitas de cuando la vida pensábamos que iba a ser otra cosa tan distinta. La otra media estantería está llena de poetas que a Uberto le gustan, de los que saca las citas que encabezan sus versos, de esos poetas que te hacen feliz cualquier regreso urgente a la poesía para que no se te coma el horror de la peor literatura que te venden como la de más éxito. Hoy también es eso: el éxito se obtiene desde el acomodo, desde la complacencia, desde la aceptación como inevitable el desbarajuste moral que imponen los que mandan.
La poesía -la de Uberto y la de tantos otros- no es placidez sino desasosiego, no es ombligo sino extrarradio, no es sólo un sueño sino el sueño que se enreda persistentemente en la riña contra lo imposible: «la utopía, ese lugar de la memoria que habito con orgullo», escribe Uberto en El corazón del tiempo, uno de los poemas espléndidos de Empire eleison, el libro de poemas que publicó hace ocho años y donde están algunos de los que llenan el libro que hoy presentamos. Es precisamente Maldita sea la poesía uno de esos poemas. No es fácil meterte entre el pecho y la espalda de la poesía que imponen las modas. Aquella utopía de la que hablaba hace un instante se ha perdido en el bazar de los destinos fallidos, increíblemente sumidos en el cambalache abrupto del sistema, de un sistema que desarbola la dignidad del planeta y la convierte en ese sumidero moral que es el mundo devenido en espectáculo: la vida, dicen ellos, es la vida sin el polvo y la paja que enturbia la tranquilidad. Vale la vida que se muestra por encima del dolor, como hacen los telediarios. Esa vida vale, ésa, la del compromiso con los lenguajes de la distancia, nunca de la disidencia. Palabra maldita ésta, como la poesía que cuenta Uberto en su libro menudo lleno de grandezas. He leído estos poemas como los leí siempre: con la seguridad de que siempre hay un cuchillo dispuesto a agrandar con su filo las dimensiones de la belleza: desgarrándola. Es la poesía que me gusta. La que me gustó desde el día, hace ya la friolera de veinticuatro años, en que sin conocerlo de nada y como un crío cagado de miedo entré en la librería Cavallers de Neu y Uberto me dijo que había leído De vampiros y otros asuntos amorosos, aquel libro primero y mío, tan lleno de inseguridades y ningún recelo, porque no hay recelos ni cautelas cuando uno es apenas más que menos un recién llegado.
Aquel día fue el inicio de la amistad implacable que hoy todavía dura. La amistad que Uberto deja en las dedicatorias de todos sus libros, de todos. Como en ese Empire eleison que antes comentaba: «Para Alfons, desde el corazón insurrecto, desde la más sincera amistad». Eso pone en la primera página en blanco. Y si me gusta lo de la amistad, más todavía me satisface y me llena de orgullo por ser su amigo y él mío lo del corazón insurrecto. Ésa, al cabo, es la poesía de Uberto, la de la insurrección, la del granizo sobre la tabla rasa de la complacencia. Ése es su autor, alguien que no para de ir de acá para allá sin perder un palmo de su tiempo, el de antes, cuando los años que os contaba al principio de bares y madrugadas infinitas, y el de ahora: juntos los dos en la memoria que sale en sus libros de poemas. Sus mil libros de poemas hollando su memoria, que muchas veces es la nuestra. Porque al cabo, seguramente también es Uberto ese acopio de vidas propias y ajenas que nos van construyendo hacia lo que somos, seguramente es todavía -y así lo sigo viendo muchas veces- aquel «enorme niño recordando» , como decía para otras cosas Raúl Núñez en un poema tremendo que hablaba de sueños y naufragios.
Valencia, 25 de enero de 2008
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