¿A quién le importa la cultura?
José Ángel Leyva
Y en verdad ¿a quién le importa la cultura? Es una pregunta cargada de veneno en un país como México, donde la herencia cultural es su mayor patrimonio y la educación un grave problema; donde también el saqueo y el desprecio por tales valores es proporcional a la dimensión de su significado.
La cultura como tal ha tenido un uso cotidiano en términos decorativos o pintorescos, no nos da un sentido de nación sino de patrioterismo, nos identifica, pero no nos da sentido de pertenencia, nos enseña el uso de los caminos más cortos sin importar su legalidad o su ética, al tiempo que nos aleja de nuestros derechos y responsabilidades, nos muestra la trascendencia del pasado pero nos impide valorar el presente y mucho menos imaginar el futuro, nos exalta pero nos hace callar, nos enseña a aprovechar la coyuntura, pero nos ciega en la perspectiva colectiva, nos borra el tiempo de los otros. La cultura, para hablar en términos de la política que defienden los gobiernos locales, es un coche estacionado por los representantes públicos entre dos cajones. Y eso ¿a quién le importa?
Mientras que el gasto militar en este país –donde la muerte violenta es una estadística insensible que leemos en los diarios– se eleva radicalmente, las campañas electorales se desatan en medio del desaliento y la frustración acumulada. No sólo la incredulidad, el hartazgo por tanto personaje corrupto e ineficiente, hacen de la cruzada por el voto en blanco una opción más confiable, aunque no más eficaz. El mensaje o la conclusión es: todos los partidos y todos los políticos son la misma porquería. Aunque haya excepciones, que las hay, pero eso son, excepciones. El poder se continúa ejerciendo al margen de las necesidades y la opinión de la ciudadanía. Es más, bajo la conciencia de que el ciudadano no existe, no cuenta a la hora de tomar las decisiones. El ciudadano con poder se atrinchera en sus mansiones, en calles cerradas al resto de la población y protegidas por vigilancia particular, circula en automóviles cada vez más aparatosos y semejantes a los que transportan valores, en una ciudad que mucho abona al calentamiento global, en una ciudad donde caminar es una odisea porque las aceras, expresión básica del ciudadano de a pie fueron cedidas hace tiempo a la impunidad.
La cultura, pues, no entra en el imaginario de los partidos políticos y de sus candidatos a ocupar cargos públicos. No hay propuestas que nos hagan sospechar que alguien ha entendido la relevancia de la cultura en México. Nadie se preguntará ni cuestionará ¿quién es la persona que han nombrado para dirigir la cultura durante seis años a tal o cual nivel? Nadie elevará la voz si dicha persona manda al cesto de basura las políticas culturales ya puestas en práctica o las iniciativas sobre determinados asuntos. Vendrán más espontáneos y más ocurrencias, vendrán más esposas, amigas, amigos, aliados, de fulano o sutano que se hagan cargo de lo que parece no importar a nadie. La cultura servirá, cuando se necesite, para amenizar reuniones, motivar concentraciones, armar la fiesta, decorar espacios, apoyar campañas electorales, homenajear y hasta para tener golpes mediáticos.
Pero si acaso a alguien en verdad le interesa la cultura, entonces comencemos a preguntar, hagamos un inventario de interrogantes sobre lo que está sucediendo en nuestra realidad, abandonemos el silencio, la complacencia. ¿Por qué se eleva el presupuesto militar y se reduce el de la educación y la cultura?, ¿por qué la corrupción goza de cabal salud?, ¿por qué el peatón debe cederle su espacio a los coches y a la rejas?, ¿desde cuándo la creatividad la hacen los animadores de televisión?, ¿y las pequeñas editoriales mueren para que las grandes trasnacionales se alimenten de los “programas de lectura” del Estado?, ¿Fomento sin desarrollo es el lema de la inmediatez?, ¿un país de lectores sin bibliotecas de barrio ni programas claros de lectura?, ¿el calentamiento global es un dolor de cabeza?, ¿los acuerdos de San Andrés –no me refiero a los del Peje–, bien, gracias?, ¿es la cultura un gasto o una inversión?, ¿la mejor política exterior es la interior?, ¿en dónde quedó la tradición y la imagen cultural de México en el mundo, sobre todo en América Latina?, ¿hay una industria cinematográfica en México?, los artistas e intelectuales, como opinaba una secretaria de Cultura de la Ciudad de México ¿somos los parásitos de la sociedad?. En fin, ahora que a la UNAM la han dado un reconocimiento internacional tan importante, como es el Príncipe de Asturias, ¿no es hora de reconocernos en esa fuerza que es nuestra cultura y exigir que se legisle por un derecho al futuro, por el tiempo para leer, por el tiempo para pensar, por el tiempo para disentir y crear, para convocar, como los jóvenes del 68, que la imaginación llegue al poder. ¿Pero eso, hoy, a quién le importa?
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