La escritora colombiana es abordada una vez más por su compatriota Robinson Quintero Ossa. La cama es el centro gravitacional de este ejercicio.
Sobre la poesía de María Mercedes Carranza
Una cama es una cama es una cama
En su memoria
Por Robinson Quintero Ossa
“Una rosa es una rosa es una rosa”
Gertrude Stein
En la poesía de María Mercedes Carranza, la cama espera el sonido de la llave que gira en la puerta de entrada de su casa para dar comienzo a una ceremonia habitual con la recién llegada.
La cama está en el centro de la habitación y del poema, es ámbito reservado y confiable, pero a la vez, amenazado y zozobrante.
La cama se sugiere en distintos momentos del día. En la mañana: “Se mezclan al amanecer,/ el desorden de las cobijas/ y un sabor espeso en la boca”. En la tarde: “A través de una luz irreal/ -la cortina azul de la habitación/ cerrada a media tarde-/ se acerca a la cama”. En la noche: “Me ilumina aquel luminoso/ “has sido mi compañera de camino”/ dicho en la sombra de la alcoba/ por una voz que hoy es ceniza”.
La cama procura la privacidad en la que se inicia un sostenido ejercicio de introspección después de la contemplación. Su intimidad es blindada para el ojo que fisgonea desde lo público, pero al tiempo es mirador desde donde se observa en lo descubierto. El lecho hace las veces de diván de siquiatra y, tendida en él, la paciente, mediante un permanente oficio de franqueza, manifiesta al poema las falencias, los contrasentidos, los despojos traídos por la memoria recóndita o la cotidianidad inmediata.
Y junto a la cama están los objetos que la rodean: el espejo, la cartera, un vaso, los libros de la biblioteca, los muebles, las fotos, el teléfono:…“Llega tu voz por el teléfono,/ la oigo a mi lado en la cama:/ sensación o engaño o sombra”. Y tomando parte de ese mundo gestual, el abstracto: los sueños, los miedos, las conjeturas, los recuerdos: “Los rostros perdidos vienen uno a uno a su memoria/ indiferente los mira y los deja pasar de largo”.
No falta en ese cerrado espacio la resonancia de lo externo, el mundo que traspira más allá de las paredes y se escucha difuso desde el lecho, la confusión de calles que contiene los pasos que son la vida pública de la poeta: “Turbios el aire y el miedo/ en todos los zaguanes y ascensores/ en las camas./ Una lluvia floja cae/ como diluvio: ciudad de mundo/ que no conocerá la alegría”.
En la poesía colombiana del siglo XX, la cama obtiene distintas percepciones. Es punto de encuentro del apogeo erótico (“Y ella ancha, casi tapando la cama,/ funcionando soberbiamente/ con lo que se podría llamar su belleza, o sea su verdad”: Mario Rivero); hospedaje de paso (“Una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato,/ y su cama manchada por la cópula urbana/ de los ahítos hacendados”: Alvaro Mutis); lugar de revelación (“pienso en la dulce saliva de la doncella/ que en algún lecho madura y gime/ y visita otro duro laberinto”: José Manuel Arango), y sitio para la invocación religiosa o la visitación de la muerte (“En camas de bambú fue recibida la leve presión de la muerte”: Luis Vidales).
En los poemas de María Mercedes Carranza la cama no es signo de contingencia sino de permanencia. Allí sucede el festejo, el tedio y la derrota, y confluyen los contrarios: el amor y el desamor o el afecto no correspondido, la incontinencia y la abstinencia sexual, la ternura y la iracundia, la tristeza y la sátira, la valentía y el miedo, el sueño y la vigilia. “Sobre la cama de sábanas destendidas”, la poeta inicia, en un tono a veces apasionado y en otras meditativo, un moroso e incisivo ajuste de cuentas con la vida (“Ocurre y bien entrada la noche. De repente los motivos del día quedan en suspenso”…).
No es coincidente que sea el retrato de una cama –despojada y solitaria– el que ilustra la carátula del libro Hola soledad, publicado por la editorial Oveja Negra en 1988.
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Hablaré en principio de la cama que procura el abandono y el esparcimiento del espíritu. En los poemas donde este lecho espacioso aparece, el genio de la poeta es desprendido y juguetón, y enumera lo que ella misma define como placeres verdaderos, esos que se disfrutan después de descartar, por fatigosos e inútiles, afanes y expectativas realizadas y no realizadas durante el día (“se deshace de las caras que ese día ha visto,/ los desencuentros, la paz fingida,/ el sabor dulzarrón del deber cumplido”).
Es la cama de la reconciliación con el mundo, desde donde se percató la presencia del padre en la infancia (“El golpe en la escalera de los pasos/ que llegaban hasta mi cama en la pieza oscura/ como disco rayado quiero oír en mis palabras”); en la que se disfruta la despreocupación y el deleite (“En esta parte del mundo,/ triste y pobre mundo,/ es el mediodía de un sábado:/ no hay oficina ni corbata ni dios…// Es el instante/ del cristalino martini seco,/ duro como el diamante”), y se confiesa el desdén por el orden y la diligencia:
NO IR AL TRABAJO
Es un regreso a la infancia
con el gusto de lo prohibido
pero no tanto,
con la inquietud de lo clandestino,
pero no tanto.
Y con todo el tiempo por delante
para no hacer,
para nada.
Un día entero se despliega
con la magia de un mapa
de mago
y muchas tentaciones vagas
se insinúan al azar, atropellan,
se disuelven.
Pueden hacerse mil cosas
o sólo existir en duermevela.
Es como irse del mundo porque sí
porque no,
es un bajarse del amor sin decir
adiós.
Es la pausa que uno se regala
para creerse alguien o algo…
Todo termina en la tarde,
a las 6 en punto,
y así lo anuncian las campanas
que llegan de San Diego.
En este ambiente recogido tiene holganza también la poeta lectora, en compañía de sus escritores más consultados: Shakespeare, Borges, Quevedo, Cavafis, Dylan Thomas (“De nada le sirven ya los engaños/ para sobrevivir una o dos mañanas más/ conocer otro cuerpo entre las sábanas destendidas”), Artaud, Camus, Homero: “Quiero invitar a bailar a Ulises (…). Quiero que Ulises me haga el amor/ y en la cama me cuente/ cómo eran los vestidos de Helena/ y si Paris fue como lo pinta Rubens”.
En esta cama tuvo seguramente revelación y escritura el capítulo “Espejos y retratos”, del libro Tengo Miedo (1976-1982), dedicado a los escritores clásicos y contemporáneos de sus continuas relecturas. La convicción que tenía la Carranza sobre el ejercicio de la palabra como un oficio de lectura y escritura, la ilustran estos poemas.
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La cama de la amante es el escenario de la celebración, el tedio y el desencanto. Sus sábanas se destienden para el amor: “Una tarde que ya nunca olvidarás/ llega a tu cama y se sienta a la mesa./ Poco a poco tendrá un lugar en cada habitación,/ en las paredes y en los muebles estarán sus huellas,/ destenderá tu cama y ahuecará la almohada”.
La amante se entrega al sentimiento amoroso (“el comienzo es como una sed infinita”) limpia de sospechas, gozosa y distraída. Disfruta su hallazgo en el trajín doméstico, y su plenitud erótica:
A través de una luz irreal
-la cortina azul de la habitación
cerrada a media tarde-
se acerca a la cama.
En estos instantes su cuerpo es inmenso,
sólo el cuerpo existe.
Puedo repetir las palabras entredichas,
la piel que se derrite, el sudor.
Pero en realidad sucede
que mi cuerpo está bajo su cuerpo
-fantasías inconfesables,
manos sabias, miradas inequívocas-
ambos tratando de sobrevivir
cada uno gracias al otro.
Sosteniendo este mundo de fantasía y de dicha está esta cama que, como el espejo de Alicia en el país de las maravillas, contiene un precipicio que no tiene fondo: “Impudicia y esplendor y miedo/ sobre la cama de sábanas destendidas”. Sobre ella acontece la entrega y el celo: “La paz que prometen a los bienaventurados, no cabe en la cama tuya y mía”.
Pero el amor, que es sentido y contrasentido, comienza a amanecer uniforme y previsible: “De repente,/ cuando despierto en la mañana/ me acuerdo de mí,/ con sigilo abro los ojos/ y procedo a vestirme./ Lo primero es colocarme mi gesto/ de persona decente. Enseguida me pongo las buenas/ costumbres, el amor/ filial, el decoro, la moral,/ la fidelidad conyugal…”
A la plenitud del amor sigue entonces la carencia. Se dispersa la febrilidad y toma su lugar el hastío. El lecho que cobijó al alborozo se convierte en un paraje monótono y amargo. Apenas, algunas veces, es el recogimiento de un encuentro amoroso efímero, lleno de ventura en principio, y luego desprovisto de prodigio, o, también, de un reencuentro que intenta recobrar un mundo perdido:
Luego de algunos años
de no verlo,
de nuevo nos encontramos.
No el deseo, como antes,
sino la nostalgia
de aquellos días de deseo
nos llevó a la cama.
La alegría de entonces
fue ternura y el goce
y la voluptuosidad
sólo complacencia.
Ambos, podría jurarlo,
tuvimos la certeza
de habernos sobrevivido.
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Sobreviene la desolación, y la cama es ese lugar donde se hace patente que nada es más hondo que una ausencia admitida (Jon Silkin). Y esa presencia admitida se manifiesta en objetos del decorado: “El teléfono no trae su voz y poco importa”; “Llama por teléfono a alguien/ y alguien no está o sí pero es igual”. Se traza el encierro de quien, ante el desamor o el afecto no retribuido, transcurre “Días perdidos en oficios de la imaginación,/ como las cartas mentales al amanecer/ o el recuerdo preciso y casi cierto/ de encuentros en duermevela que fueron con nadie”.
Las atmósferas que rodean ese desamparo se contagian de su ánimo perplejo: “el amanecer ocurre todavía pero nadie lo espera ya”. También los recuerdos: “Un hombre y una mujer se encuentran./ Brevemente se miran a los ojos./ El hombre se marcha y la mujer se tiende/ boca abajo/ sobre la misma cama/ en la que tantas veces se acostó con él/ y comienza a llorar./Todavía está llorando”.
Dice la poeta en otro de sus versos: “Hieren las ausencias antes, mucho antes que mañana sean”. Y mientras tanto, vigila “los ruidos misteriosos de esta casa que se derrumba”, aguarda “otra vez a la espera,/ de que el teléfono timbre/ o una carta o sólo la espera”, para finalmente aceptar su retiro y su derrota. Elige su soledad y su desolación antes que velar el “cadáver de un instante”.
Si nombro mis fantasmas
tal vez pueda engañar al enemigo (…)
Pero el enemigo sabe con quien trata
y sutil y terco esperará agazapado
a que apague la televisión
y sea noche y sea silencio y yo
en mi cama dé vueltas sola y desolada.
El goce de la sexualidad se vuelve en el lecho un rito solitario (“Este enamorado montón de carne nunca se saciará”), y en el poema un signo despojado y valiente:
Afuera el viento, el olor metálico de la calle.
Ya dentro, va dejando todo lo que lleva encima,
primero la cartera y la sonrisa (…)
Y se desviste como para poder tocar
toda la tristeza que está en su carne.
Cuando se encuentra desnuda
se busca, casi como un animal se olfatea,
se inclina sobre ella y se acecha;
inicia una larga confidencia tierna,
se pide respuestas, tal vez tiene la mirada
turbia;
separa las rodillas y como una loba se devora.
Afuera el viento, el olor metálico de la calle.
Le queda a la amante, como balance final, la palabra “yo”, para la cual, por su tristeza, por su atroz soledad, decreta la peor de las penas: vivir con ella hasta el final.
…..
La cama que aloja a la mujer en la inminencia de la vejez y la muerte es la protagonista de otra serie de poemas. En su estrecha medida para hospedar la incertidumbre, la poeta admite los oscuros designios (“He aquí que llego a la vejez/ y nadie ni nada/ me ha podido decir/ para qué sirvo”). Desde ella, parece levantarse para, ante un espejo, llegar a esta sobrecogedora conclusión:
De la vejez: una mujer se mira en el espejo.
Desliza los dedos lentamente por el pelo,
se pasa la mano por la cara, también lentamente,
la baja luego a los senos.
Por último se sienta a orinar
y apoyando los codos sobre las piernas
esconde la cara entre las manos.
En el poema “Tengo miedo”, Carranza sopesa con rigor los distintos acontecimientos transcurridos en su vida, y los valora con descreimiento y desencanto: “Nada me calma ni sosiega:/ ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor,/ ni el espejo donde se ve ya mi rostro muerto”.
En otro texto, “Oración” -llamativo por la dureza con que desentraña su argumento-, la poeta anticipa su trasmundo, la desmembración de su cuerpo; lo ve tendido a ras del polvo y sin más sentido que su deterioro:
No más amaneceres ni costumbres,
No más luz, no más oficios, no más instantes.
Sólo tierra, tierra en los ojos,
entre la boca y los oídos;
tierra sobre los pechos aplastados;
tierra entre el vientre seco;
tierra apretada a la espalda;
a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra;
tierra entre las manos ahí dejadas.
Tierra y olvido.
Su vaticinio sobre la existencia de un “más allá” se opone a las predicciones optimistas de muchas posturas religiosas. Sus palabras son un acto frío y sopesado de descreimiento ante la perpetuidad. El título del poema distrae, pues apoyado en una voz religiosa (la oración), sus versos nombran, uno a uno, una profecía atea: el Paraíso no existe, es tierra y olvido; Dios no existe, es tierra y olvido. Triunfa el linaje del polvo; la divinidad deviene irrisión. El mensaje es paradojal: enseña la confesión de una descreída y, a la vez, el testimonio de una intensa experiencia mística.
La tierra es la última cama: no más amaneceres ni costumbres, no más luz, no más oficios, no más instantes.
(Publicado originalmente en la revista Palimpsesto, No. 22 de 2007)