La escritura de este joven escritor contrasta con la madurez y audacia de su prosa.
David Antonio Jurado González (1985, México DF). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado cuento y ensayo en revistas mexicanas y colombianas. Formó parte de la mesa de redacción de Parque Nandino.
David Jurado González
Mi familia
Mi hermano se suicidó y lo asesinaron. Él ya sabía que lo iban a matar. Le pedían con insistencia que volviera, querían que estuviera cerca de la familia, le tenían ya un trabajo listo y me habían pedido que le buscara una amiga o varias. Y volvió, pero envuelto en un plástico. Mi hermano también sabía que lo iban a buscar no porque él hiciera falta, a cualquier miembro de la familia se lo puede remplazar con un perro, más bien por compromiso y costumbre, y por eso se fue. Si no lo hubiera sabido no le hubiera exigido a Magda la dosis letal. A mi hermano lo asesinó la pesquisa que habían emprendido contra él y que él mismo había provocado, pero a mi hermano también lo mató un mililitro de arsénico añadido a un analgésico narcótico. En esta familia tenemos la posibilidad de tener una doble muerte.
Mi hermano había sido velado en medio de un conjunto desproporcionado de hombres y mujeres. Los suicidios, las muertes por accidente, los asesinatos y las desapariciones de hombres en nuestra familia se han venido acrecentando día con día. El abuelo Ramón, el tío Pedro, el esposo de la tía Gladis, el primo Alfonso, mi padre.
Mi papá había muerto de una sobredosis de heroína. Todos lo saben pero prefieren decir que fue una embolia pulmonar. La diferencia es mínima, las dos son muertes súbitas. Mi mamá pudo recuperarse del viaje que se pegó mi papá, según ella, porque nos tenía a nosotros dos cuando éramos dos. Hasta este momento no me ha dicho que ahora al menos me tiene a mí, el menor y el último de los tres. Que soy ellos dos en potencia, que sobre mí pesa su muerte y que mañana tendré tres cabezas en vez de una.
Como ya había sucedido con mi padre, a mi hermano primero lo iban a tener que enterrar para luego poder desenterrarlo e incinerarlo, toda muerte violenta queda bajo investigación, nadie puede desaparecer el cadáver, éste hace parte de la evidencia. En el caso de los suicidas, los cuerpos se guardan bajo tierra durante mínimo 5 años. Ya transformado en cenizas, mi madre lo guardaría en una urna hasta que pudiera ser mezclado con las de ella, las de mi padre, las mías y quién sabe si con las de Argos, el perro que remplazó a mi papá después de su muerte. Por qué, porque así lo quiere. Esos son sus planes. Así, dice, se pondrá en el testamento. Desde antes de que naciéramos mi hermano y yo ella ya lo tenía en la cabeza. Y el último paso a seguir, ya cuando todos estemos inidentificables en la misma ceniza, será el de zambullirnos en orina para luego esparcirnos sobre los arbustos del parque público donde ella perdió la virginidad. Abonaremos los arbustos haciendo las veces de líquido amniótico, 90 % orina, 10% residuos. Alguien alguna vez le objetó que la orina fetal no era la misma que expulsamos en la vida extrauterina, una orina pura, producida por un riñón apenas formado, por lo que no podría hablar de líquido amniótico, pero eso ya no cuenta para ella. A la orina no se la puede purificar hirviéndola. Sería orina impura y cuando estemos nosotros en ella, un líquido que al final quiso llamar líquido amniótico extrauterino.
El rito funerario familiar no es una idea excéntrica viniendo de mi madre. Todo en ella es exagerado, letalmente extremo. Tiene cientos de copias de pinturas inasequibles, algunas repetidas y otras con modificaciones que ella sugirió que se hicieran. En una ocasión, cuando era niño, me compró una casa de madera que decoramos juntos para los insectos que tenía de mascotas y luego me dejó encerrado con ellos durante un par de semanas. A mi hermano solía disfrazarlo de uno de esos cupidos del arte renacentista cada 31 de octubre, sólo que ante la desnudez en la que quedaba la criatura tenía que cubrirlo con una piel que sacaba especialmente ese día.
Viudas, separadas, solteras, ancianas rejuvenecidas preparándose para operaciones de alto riesgo y para cirugías plásticas, esposas solitarias y niñas en desarrollo, las mujeres iban llegando al velorio a dar el pésame. Uno que otro primo o tío aparecía por ahí. Mi abuela, una anciana con dos cirugías a corazón abierto, la última católica y homofóbica consagrada de la familia, la primera que empezó con los ungüentos de placenta y a estar al tanto de los avances de la gerontología, la figura autoritaria, la pesadilla de tu niñez a la que a pesar de todo le tienes cariño de pura lástima, situación que disfruta, ella, se acerca y te dice, te sermonea, con esa voz suave y ese movimiento de cabeza lento, con ese aire de vendedora de biblias, ahora sólo quedas tú, es tu deber cuidarla ya que se quedó sola. Mi mamá nunca está sola, abuela, y si alguna vez lo llega a estar es porque así lo quiere. Nada es en vano aunque todo sea contingente. Hay algo dentro de ella, un cúmulo de fuerzas corrosivas, hay algo entre y dentro de nosotros, de esta familia. Mi abuela no escucha, no entiende, me mira extrañada y vuelve y repite, reitera, como enseñando modales, se responde sí señor, sí señora.
Además de mi abuela está la hermana de mi abuela, una mujer degenerada y honesta. Adora a los homosexuales alocados y espera una limpieza social que acabe con los desechables. Es decir: mi abuelita la homofóbica y su hermana la pseudofascista. Proxeneta no fue porque no tuvo la oportunidad, primera dama tampoco porque le falló al candidato y Reina de belleza tampoco, no era estúpida. No da consejos, ordena, amenaza, se ríe y si puede te toca el culo. Tía ustedes traen algo entre manos. La tía se ríe y dice con gestos alegres no sé de dónde saca tanta babosada mijo. Pero así es que me gustan, raritos. Eso también me lo dijo mi mamá. Loco. Qué bueno que estés medio loco, es que tu hermano era muy pasivo. Así me dijo, según ella mi hermano era un muerto viviente y su muerte una triste tautología. No sé si esté lo suficientemente loco como para suicidarme, le respondo. Mi mamá hace como mi abuela, no escucha, dice que me calle.
Las mujeres en mi familia han implantado un régimen ginecocrático. Incluso, si pudiera comprobarlo, diría que nacemos por partenogénesis. Las mujeres de mi familia son amazonas, sólo que en vez de cercenarse un seno para cazar con arcos hombres lobo, degollarlos y apropiarse de sus pieles, compran cremas, lociones y ungüentos con extracto de la piel del recién nacido, para aplazar la muerte y ver morir ahora a hombres-perro que llegan en sudarios de plástico o se van en viajes etéreos. Y como las amazonas, ellas también aceptan ser las perpetradoras de los decesos. Todavía hoy mi abuela insiste en que ella fue la que obligó a mi abuelo a subir al último piso del edificio que construía en el barrio Santa Isabel. Ella quería que constatara lo que dirigía y financiaba, que diera órdenes, a pesar del ataque de vértigo que podía darle. De todas maneras, dice ella, el abuelo disfrutaba de aquella sensación. Luego cuenta el momento del accidente: escuchó un grito que no era del abuelo y después vio la silueta de un cuerpo contra el blanco del cielo caer hasta estrellarse con una pila de ladrillos de la construcción. Los ladrillos tuvieron que remplazarse y mi abuela terminó por darle la orden al maestro de obras de que no hiciera más alto el edificio, que lo acabara, que no quería saber más nada del proyecto. O el caso del tío Pedro, a quien mi tía le introducía cuerpos extraños vía anal hasta el punto de perforarle el intestino. A mi abuelo lo mató el vértigo y la caída, a mi tío un intestino perforado y sus consecuencias. En esta familia cada quien vive su doble muerte. Por eso no puede haber juicios o incriminaciones. No hay culpables directos ni casos por resolver. Sucede como en algunas novelas policiacas, en esas en donde los criminales terminan por darle resuelto el caso al detective con declaraciones de culpabilidad dudosas y así él acaba por confirmar su inutilidad y por justificar cierta incredulidad ante los servicios que presta.
Desde que estamos mi mamá y yo la idea de incesto ha venido a mi cabeza como un pensamiento previsto, casi impuesto, como vienen los deseos de imaginar una y otra vez la muerte de mi hermano. Pero el incesto, de todas formas, no tiene cabida cuando algo gélido como la muerte se interpone entre nosotros. La muerte transformó nuestra relación en un sueño en el que el erotismo está suspendido y el sexo se ha vuelto huidizo. Se trata de algo más visceral. Mi madre tiene un monstruo adentro, un animal extasiado con una sonrisa hecha de tentáculos. En él, antes de la muerte de mi hermano, acogía a sus amantes, a veces dos por mes, a veces uno al semestre. De vez en cuando respondía a los avisos clasificados o se prostituía por gusto. Mi mamá dice que tiene miedo de quedarse sola. Entiendo que la ausencia de mi padre y mi hermano es una motivación para buscar compañía. Pero sé que también la mantenía activa la pesquisa que aceptó urdir contra mí hermano. Ahora que ya no hay persecución y mi hermano está en un ataúd, su rutina sexual es árida y apática. Dadas las circunstancias, el ambiente se ha vuelto repulsivo entre los dos, limitado en estricto a tratos maternales. Me exige que haga cosas por ella, que page los recibos y mantenga los papeles de la casa y de la familia en orden, me pide que deje de ver a ciertas amigas o que le permita elegir el tipo de ropa que debo usar. A veces no le hago caso para que me castigue y sienta que debe reforzar su papel de madre, en estos momentos el más sensato.
No sé qué llegaría a sentir si llegara a morir mi madre. No lloré con la muerte de mi padre y tampoco con la de mi hermano. Pero no sé qué pasaría si muriera ella. Me pregunto si esta indiferencia es la misma de los sicarios y todo lo que resta es una sensación sarcástica de culpa. Podría, sin embargo, dejar caer algunas lágrimas en un intento cuerdo o al menos con sentido común de entender lo sucedido y de actuar acorde a las circunstancias. Aunque en realidad esto no sea más que una manera distinta de contar la historia de la víctima que cree haber sobrevivido de un asesinato, ríe, toma un taxi y se va a casa. La euforia postraumática provocada por el accidente da entrada a una absurda transmutación en la que el muerto vivo sigue con la rutina, reprime a la locura y su potencial vital. Para qué seguir con la rutina. Ser espectadores de nuestra propia muerte puede que sea el momento más lúcido de nuestra conciencia. Por qué estropearlo con artificios decadentes. Si algo se muere en nosotros cuando vemos morir, por qué no reír como el sicario. Al fin y al cabo, de una u otra forma el asesino suele morir por sus víctimas o a consecuencia de ellas, al punto que la indiferencia por el crimen, el luto y la culpa debe ser una exigencia ética del oficio.