La joven poesía mexicana y su noción de triunfo

Alma Karla SandovalSegún la también joven escritora, Karla Sandoval, los poetas de su generación no arriesgan por la poesía, sino por la gloria inmediata, efímera. Aquí algunos de sus novísimos poetas favoritos.

 

 

 

 

El candado y los cincuenta mil
Alma Karla Sandoval

 

Alma Karla Sandoval Fotos: Maríana Pessah
Alma Karla Sandoval Fotos: Maríana Pessah

 

 

No entienden la fuerza con que cierro el candado cada tarde. Supongo que los vecinos se preguntarán qué hace esa mujer con las cortinas cerradas y el silencio. Dirán "pobrecita, nadie la viene a ver y miren que no es fea". Los y las he vista recorriéndome con sus ojos preguntones, pero salgo rápido, prendo el motor del Chevy y me alejo sin dar los buenos días. No tengo curiosidad por aprender sus apellidos ni hacer la vida civilizada de quien alguna vez puede necesitar una taza azúcar. Cuando no tuve con qué endulzar, aprendí a tomar el café tan solo como yo, tan auténtico y callado como mis entradas y salidas.

 

La mayoría de las veces no hablo porque estoy cansada de hacerlo para los estudiantes o porque un poema me sigue ganando los segundos. Muchas veces me harto de esta voz extraña y le doy paso a otras y otros escritores. Prefiero leer, buscar poetas valientes regando el camino de sus versos. Hoy fue un domingo inolvidable porque me asusté con la locura negra y preciosista de Marosa di Giorgio. También exploré un diario de principio a fin. Luego continué con la vida novelada de Alejandro Rossi y dormí porque en la reunión con unos estudiantes de ayer hablé hasta las tres de la madrugada.

 

A pesar de tantas compañías, de las que mis vecinos no se enteran porque no me gusta organizar nada en mi apartaestudio, lo mejor de todo son las horas tan propias como el cuarto. Sostengo una relación tirante con los libros que no he escrito ni leído, pero sé que están ahí, a la espera del valor, la disciplina o, en el más sincero de los casos, de que olvide este nombre, esta realidad egocéntrica.

 

Recuerdo a Montserrat Ordóñez diciendo que esta es una extraña forma de vivir. Sonrío y luego me preocupo otra vez. A los veinte luché por no resignarme, por ser algo más que una escritora de provincia, que una poeta precoz, que una intelectual prometedora. Quería quemar todos los caminos para obturar el enorme conjunto de voraces diferendos que me alejan de las rutas convencionales. Deseaba ser la buena, la más aplicada del parnaso, a quien no pueden dejar de apludirle por los premios donde las flores y las hadas; los papalotes y los perros, son trincheras con decorados brutalmente hermosos que dejan en claro la libertad y el talento. No lo conseguí por necia, porque entonces estaba leyendo a destiempo, amando mal, errando como el comején de un cuento de Rulfo.

 

Así que si no toda la culpa es mía, acepto ir pagando poco a poco la factura de esta identidad. Me duele esa palabra. Una poeta argentina lo sabe. Desayuno una tortilla caliente (que bien podría ser una arepa) con queso de rancho derretido, rajas verdes y un café todos los días antes de las ocho de la mañana. Me siento azteca entonces aunque por ahora traiga mechas un tanto anaranjadas colgando del cabello. Una azteca que no necesita usar suéter ni cargar sombrilla todo el tiempo. Una mujer que no sale a embriagarse con las diferencias de los otros en un país distinto. Será que me falta esa lucha cotidiana donde perdemos el acento y terminamos hablando como las personas que comienzan a necesitarnos. Muy probablemente mi felicidad sale de su cueva con menos miedo cuando respira aires de otros meridianos. Soy carne de viaje interior o exterior. Sin desplazamientos o desayunos que imagino exóticos más allá de la tortilla a la que le invento cara de arepa, me extravío.

 

Es cierto que no hay paz aún con el candado al otro lado de la entrada y algunas nostalgias como flores que se pudren. Pero tampoco conozco otra forma de ir sembrando lo que verdaderamente soy sin cortar aquellas corolas del jardín donde las niñas siniestras, pero aladas y finalmente divinas, encuentran el sabor verdadero de los frutos. Sé que no vine a ser solamente hermosa, a defender un cuerpo firme, unos ojos con las menos arrugas que se puedan. Entiendo que lo mío es conversar, responder, meter la duda, liberar al poema. Es imposible hacerlo sin adentrarme en los demás, sin obviar mucho en la fascinación que me producen. Un hombre al que seguiré queriendo profundamente dijo que la poesía es una carta sin fin. Miento, no lo expresó así, pero quiso decirme que un poema sin destinatario no es del todo una confesión que definitivamente en jueves nos haga llorar.

 

Aunque no es prerrogativa del campo del verso sacarnos líquido salado. Eso ocurre cuando la autenticidad y la emoción son la misma cosa. Cuando el artificio cae rendido ante las emociones que se expresan sin atropellamientos. Pero de esto ya han hablado muchos mejor que yo. Qué diablos voy a saber cómo edificar un gran poema si en toda arquitectura también me pierdo. No puedo resistir la tentación de vulnerar el tono, de romper los registros, de hacer una improvisación arbitraria con la cadencia. Sé que se nota en el verso y en la vida. He luchado por domar, por alejarme de la desconfiguración abstracta y concreta. Si lo hubiera logrado, sería ahora una bien planchada poeta oficial.

 

No tengo nada en contra de ellos. Pero el final de la aventura poética en México se limita a dos o tres premios gordos, a una beca jugosa, a un puesto alto en alguna dependencia o universidad. Pocos lo logran y con ello consiguen adormecer un poco a la fiera que nunca duerme y que los verdaderos poetas llevan dentro. No los culpo. En ocasiones es imposible vivir con ese monstruo devorando el instante que exige, además de todo, más asociaciones insólitas que justifiquen el hallazgo de cada día. Si los poetas no son de este mundo es porque su relación con aquello que se llama dios es una herida antropófaga.

 

La poesía es un asunto mucho más serio de lo que creen en nuestro país los que se encuentran en festivales o encuentros con todo pagado (me incluyo). Y es que es fácil componer según las convenciones de la época, de la tradición e incluso los cánones de lo que se llama originalidad. Escuche decir, a un jurado muy reconocido en los premios de poesía, que lo primero que busca es un poemario donde no se repita el "que" y la conjunción copulativa "y". Ignoro, lo confieso, si esto es un parámetro que depura la crítica en contra de un canón invencible. Pues bien, si lo logro, si aplaco mi sintaxis mutante y mis ques, si me pongo bonita por dentro y hablo de lo más terrible con poca fuerza, pero aliento penetrante aunque bien liso y perfumado, tal vez gane uno de esos reconocimientos que sí envidio, la verdad, porque con cincuenta o cien mil pesos viajaría a ver todos mis otros amigos poetas inconformes de Centroamérica, de Sudamérica y más allá donde no hay que legitimar los versos con diplomas.

 

Será por esa razón que los jóvenes poetas mexicanos no arriesgan. Le temen a la crítica, al paso en falso, a que les digan locos o marginados. Ah sí, los hay. Todavía hoy la gran mayoría no quiere admitir con bombo y platillo la presencia de la poesía infrarrealista, por ejemplo. Lo más gracioso y al tiempo triste es que a pesar de que gente como Juan Villoro reconozca el trabajo de Mario Santiago, pocos son quienes buscan una antorcha al cobijo de esa poética delirante.

 

Se le tiene poco respeto a las vanguardias. Una tarde en Bogotá, comiendo con Marco Antonio Campos y Juan Manuel Roca, el primero retó a la mesa diciendo que nadie podría recitar algún verso vanguardista. Declamé a Breton, Tzara y Apollinaire. No sé qué habrán pensado. Luego hablamos de la lírica moderna y no me atreví a decirles a los comensales que me siento incómoda ante la mayoría de las propuestas de mis contemporáneos en México. Hay quiebres sí, pero no hay verdad de fondo en la ruptura con una colonizadora tradición que sigue impuesta. No hay avance. Estamos perdidos porque caminamos circularmente alrededor de las fórmulas de nuestros amados abuelos.

 

No proponemos algo naturalmente distinto porque eso sería pérdida de tiempo. Imitamos. No alcanzamos a robar. Cada vez que me encuentro con una amiga o amigo poeta y me habla de lo que va su nuevo libro, prefiero reservarme la opinión. Ya lo había escuchado o leído en algún italiano, español, francés con Premio Nobel, por supuesto. Claro que no se puede escribir si no es aprendiendo a los grandes, lo sé. Claro que no hay quien parta de cero, sin un taller en sus venas, y se gane los cincuenta mil. Claro que para muchos la vanguardia envejeció y qué flojera resucitar muertos que no comieron ni viajaron a expensas de la poesía.

 

¿Qué más decir entonces? Quizá que apuesto por los rapsodas capaces de imaginar un mundo nuevo en cada poemario, sin repetirse, esto es, en los más poderosos por libres, delirantes e imaginativos. En los que llevan hasta el final las significaciones de sus espacios inéditos. Ellas y ellos son los que perduran. No se le puede pedir a la poesía belleza y nada más, sino un universo propio, particularísimo. Quien sea capaz de ver, de describir, de decirnos qué pasa y cómo sabe su planeta semántico, podrá interpretar la esencia del oficio poético. Los que se quedan negociando con retazos de galaxias ajenas, no merecen más que un paso olvidadizo en grises antologías.
En fin, que por eso cierro el candado de mi puerta.

 

 

 

 

3 comentarios

  1. Juan Jesús Aguilar