Un espacio cultural autogestivo, como cientos en la Ciudad de México, obligan a pensar en otras vías para reactivar la creatividad y el quehacer cultural, más allá de las instituciones.
La Quiñonera: entre el gozo y el placer
Carlos Cuarón
La primera vez que fui a la Quiñonera, hace ya muchos años, los gemelos Héctor y Néstor Quiñones vivían solos en la enorme casa, totalmente vacía, creo que sin luz, rodeados de perros (el legendario Tuercas), de cacas de perro, de basura, de un jardín caótico y salvaje, y por supuesto, de su arte. El par de adolescentes dedicaban sus días y sus noches a pintar donde fuera: en papel, en bastidores, en las paredes. Era como si a través de su talento innato hubieran querido preservar el espíritu artístico y cultural que sus padres les impartieron en casa.
Con los años, las visitas se volvieron cada vez más frecuentes. Los artistas, pintores, pachecos, hippies, seudopunks, escultores, chemos, peyoteros, músicos, rockanroleros, alcohólicos, literatos, musarañas y vividores que la habitaron y visitaban fue en aumento. Era, por un lado, una población estable (las amistades entrañables) y, por otro lado, una población variable (las amistades efímeras). Se formó una comuna sui generis, perfectamente anárquica. Algunos llegaron a vivir en lugares y rincones insospechados, en condiciones francamente infrahumanas. Y es que la casa parece ser infinita. Cada día se desdobla y permite que le descubran una nueva guarida, un ángulo desconocido pero nunca se deja ser conquistada totalmente.
En esa época, ir a la Quiñonera equivalía a entrar al Domo del Placer, o a jugar Turista en tres dimensiones. Entre tragos, jalones, y gajos, uno podía pasar de casillero en casillero (de estudio en estudio) y ver el progreso de la obra de quien ocupara el espacio (en especial de los gemelos) y tener pláticas y discusiones sobre arte, estética, drogas, el fango social, filosofía, literatura, cine, espiritualidad y fútbol. Si los perros dejaba viva alguna pelota y si alguien removía las minas de caca que dejaban, se armaban trepidantes cáscaras con sus retadores. La mesa de ping-pong se erigía en la sala como un altar sagrado. Se jugaban torneos interminables, con varias botellas de tequila de por medio, los jugadores poseídos por los dioses chinos. Alguna vez llegamos a inventar la difícil modalidad del ping-pong con obstáculos, poniendo objetos diversos sobre la mesa. No recuerdo quién logró el campeonato.
Las fiestas y los conciertos se volvieron leyenda. Quienes fueron, recuerdan alguna anécdota o alguna banda desaparecida o la extrañeza y exuberancia de la casa misma. En mí quedó grabada la botella de Bacardí que me rompieron en la cabeza y la caída en la alberca vacía de quien me la rompió. Movimientos artísticos nacieron, se desarrollaron y murieron. Exposiciones diversas invadieron el jardín y las paredes de la casa. El Andorra FC vivió sus mejores años cobijado por un lugar donde celebrar los campeonatos no logrados. Y durante el tiempo que pasó, el pueblo de la Candelaria respetó y agradeció el impacto cultural que la Quiñonera le proveía.
Por años me aleje de Quñotlán. Cuando regresé, poco quedaba del hedonismo de antaño. El jardín, por vez primera, lucía como debe: maduro, bello, bien cuidado, como metáfora de un futuro prometedor. La casa, en cambio, estaba casi abandonada, decadente. Los pocos seres que la habitaban o trabajaban en ella parecían fantasmas en pena. La población de perro0s había disminuido dramáticamente y, gracias a Dios, la moda por los xoloizcuintles ya había terminado. No se veía fácil la posibilidad de volver a jugar turista. Y me gustó. Porque ahora lo que me atraía era la búsqueda de un lugar para otro tipo de placer: para trabajar. Ahora me tocaba a mí ser dueño de un casillero para hacer lo que hago. Y los Quiñones y su casa me aceptaron sin reparos.
Remodelé mi estudio, al igual que los nuevos pobladores que han entrado, dándole un segundo aire a la casa. Los perros se extinguieron, con excepción de Feliciano, el perro ciego, condenado al patio trasero. Los fantasmas en pena desaparecieron, aparecieron bebés y niños, y la convivencia con los nuevos inquilinos, siempre creadores, es esporádica y fructífera: cada quien está en lo suyo. Escasean los tragos, los jalones y los gajos, e impera la sobriedad. ¿Será que ya estamos viejos? Y en mi espacio -mi santuario- he podido imaginar, proyectar y escribir proyectos, tener juntas creativas de diversa índole (son muchos los que llegan y dicen perplejos “yo ya había estado aquí” y cuentan alguna anécdota increíble), y pude preparar, ensayar, producir y editar mi primer largometraje.
La Quiñonera es un lugar de confluencia y divergencia, de amores y desamores, de amistades y odios, de trabajo y ocio. Es un espacio de creación y recreación. Existe para y por el Arte. Siempre se ha brindado generosamente como si deseara ser de todos. Y lo será, mientras los Quiñones sigan compartiéndola con el mundo.
Texto publicado en la revista Generación
Año XIX, No. 75.
2008
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