Nuestro amigo y colaborador grecochipriota, Charálambos Hatzilambis, aborda de manera crítica una biografía novelada sobre este personaje: Ioannis Apóstolos Fokás Valerianós, mejor conocido como Juan de Fuca.
LA QUIMÉRICA BIOGRAFÍA DE JUAN DE FUCA
Charálambos S. Hatzilambís
Sin duda alguna, una de las ofertas editoriales más tentadoras es la novela histórica. La oportunidad de adentrarse el lector en épocas que despiertan el interés por su especial complejidad puede resultar una experiencia fascinante y puede serlo más todavía si de lo que se trata es de reconstruir la vida de un personaje polémico.
Por desgracia, muchos de los libros que circulan como una promesa que al final no se cumple, han encontrado en el argumento de que “al fin y al cabo de trata de una ficción” la mejor justificación de lo que, en el último de los casos, no es sino falta de pericia para utilizar el material disponible. La imaginación sin el principio de verosimilitud, la reconstrucción sin apego a los hechos bien documentados, no funciona en el caso de la novela histórica y, menos, si se trata de una biografía novelada. Στα Στενά της χίμαιρας. Οι περιπέτειες του Έλληνα θαλασσοπόρoυ Χουάν ντε Φούκα [Trad.: En el estrecho de la Quimera. Las aventuras del navegante griego Juan de Fuca] (edit. Kedros, Atenas, 2007, 519 pp.) es un ejemplo de esto.
Cierto es que se conoce poco sobre el atractivo y misterioso personaje Ioannis Apóstolos Fokás Valerianós, mejor conocido por su versión española Juan de Fuca, pero la presencia de una amplia bibliografía, los anexos y la cantidad apabullante de notas a pie de página que acompañan a esta edición de Kedros, hacen alimentar la idea de que se trata de una investigación rigurosa, agotadora y profunda, pero presentada literariamente. Por desgracia la novela, en su mayor parte, responde a la pura imaginación de la autora.
Más aún, pronto se comprueba que el libro falla en la investigación, pues cita como fuentes archivos que en realidad nunca fueron consultados, además de que se cometen innumerables anacronismos en el manejo de la información. Una segunda ojeada a la bibliografía delata que el libro está elaborado a base de una información generalizada de la época, encontrada en enciclopedias, diccionarios, libros de pintura, guías turísticas, además de relatos de mitos y costumbres, navegación por la Red, etc., pero no por la compleja documentación impresa que ha ocupado la vida de muchos investigadores imprescindibles en la historiografía helena, pero ausentes en esta reconstrucción.
Ausentes están, por ejemplo, los estudios de Ioannis Hassiotis, Ilías Anagnostakis, X. Lazos, Aléxandros Langadás, por citar sólo algunos nombres conocidos. Esto explica que Livadá-Douka se centre en la exhaustiva descripción de lugares y paisajes, costumbres y creencias, barcos y vestimentas, festejos y ceremonias, pero falle totalmente cuando del funcionamiento de las instituciones fundamentales para el desarrollo de su historia se trata. Así, dedica párrafos -y hasta páginas enteras- a enumerar detalladamente objetos, lugares, partes de un barco, flora y fauna, ingredientes que componen una comida o una vestimenta, instrumentos musicales presentes en una fiesta, antecedentes en la historia de dicha fiesta, etc., con la consiguiente lluvia de notas a pie de página. Esto a la larga cansa y distrae del verdadero objetivo, que es la vida de Juan de Fuca.
Por otro lado, y esto es lo paradójico en contraste con el despliegue de erudición del que nos hace objeto a lo largo del texto, la autora afirma en su página introductoria que se trata de uno de los pocos griegos (dos, afirma más adelante, mencionando como el otro únicamente a Pedro de Candia) que tuvieron participación activa en la época de los descubrimientos, algo que innumerables estudios desmienten. Asimismo, la autora añade que para reconstruir esta vida en forma novelada “consultó los archivos de Sevilla, de México y de Canadá, además de haber localizado nuevos datos que incorporó en su narración”.
Sin embargo, no dice qué archivos de dichos países consultó ni qué fue lo que encontró, si es que encontró algo que otros historiadores especializados no han tenido la suerte de hallar. Aquí las notas serían más que pertinentes pero brillan por su ausencia. En ningún momento, pese a que aparentemente reproduce documentos de la época, como cartas, contratos, páginas de diarios de navegación y actas, advierte al lector si se trata de documentos verídicos o del mero producto de su imaginación, como parece que es. Sólo aporta datos cuando reproduce fragmentos del relato de Michael Lock, pero dicha fuente es la misma que citan todos los estudiosos de De Fuca, porque es el punto de partida de todo investigador.
Una parte interesante del libro es aquella que remite a la historia de los Fokás y su presencia en la isla de Cefalonia en los archivos locales, datos a los que Livadá regresa después en los Anexos, aunque informa de lo que se sabía y es suficiente para la novela: que el origen del apellido Fokás es noble y de raíces bizantinas. Pero no es esto lo que lleva al lector a interesarse en la historia de Juan de Fuca, sino que lo que se busca es que se nos diga cómo empleó el navegante este bagaje para abrirse paso en una sociedad donde el apellido contaba y cuáles fueron los hechos meritorios con los que consiguió ganar un lugar como explorador, además de ingresar a la historia del país que lo adoptó en un siglo complejo y apasionante.
Lo que se busca con afán en la novela es que se nos descubra al personaje que desempeñó durante casi cuarenta años el puesto de piloto de la Real Armada Española en el siglo XVI, la personalidad y los hechos que hicieron que en la severa corte hispana se le confiara a un extranjero un papel tan activo en los proyectos expansionistas de la gran potencia “donde no se ponía el Sol”, que se le encomendara la campaña para descubrir el ansiado Paso que unía al Pacífico con el Atlántico.
Pero se busca en vano. ¿Para qué cita, por ejemplo, el probable árbol genealógico de De Fuca si, después, estos datos no parecen repercutir en las razones del personaje para lanzarse a la vida del mar y abandonar su tierra natal en donde nada parecía hacerle falta y donde los problemas que aquejaban al pueblo llano no parecían afectarle? Aquí, como en otros momentos críticos, la autora opta por la vía fácil: un amor imposible lo arroja a la aventura y la necesidad de olvidar lo empuja a ir cada vez más lejos. Si no conociéramos las hazañas de sus compatriotas allende los mares -el caso más característico el de Pedro de Candia- tal vez creeríamos esta cándida versión, pero en una época tan compleja marcada por las luchas sociales y el hundimiento y la emergencia de imperios sólo despierta el escepticismo, si no la sonrisa.
Resulta, así, extraño -ya que la autora afirma haber consultado, por ejemplo, “el Archivo General de Indias y otros archivos”- que personajes reales con los que el protagonista de este relato debió necesariamente haberse relacionado, y que están documentados con sus nombres y los cargos que desempeñaban, no aparezcan en la novela. Tal es el caso de los funcionarios de la famosa Casa de Contratación en la época en que De Fuca adquiere el título de piloto, además de la forma en que esta institución funcionaba. Nada de lo que narra la novela de Livadá se ajusta a la información documentada, esto y no la descripción de la flora o los encuentros imaginarios con gitanos providenciales es lo que se busca en esta obra en particular, porque lo que nos han prometido es una biografía novelada y no una historia de piratas.
Probablemente no sabremos jamás si Juan de Fuca entró al servicio de la corona española por la puerta trasera, sobornando o con ayuda de un protector, aprovechándose de funcionarios corruptos o gracias a un carisma del cual no quedan testimonios, aunque así lo asegure la autora. Lo que sí es seguro es que el piloto mayor de la Casa de Contratación ante el cual De Fuca debió haber realizado algún tipo de trámite fue probablemente don Alonso de Chaves y no “Lope da Balbaio”, personaje fantástico y providencial que le abre al Juan de Livadá-Douka las puertas de la navegación nombrándolo además ¡médico!.. Y todo esto pese a no saber de navegación más que lo aprendido en un par de viajes, el primero como pasajero y el segundo como galeoto, y de medicina lo que aprendió en casa, sumado a lo que le enseñó una imaginaria gitana.
Asimismo, debió de haber presentado examenes de conocimientos de navegación, utilización de instrumentos náuticos y lectura de mapas, para poder obtener el título de piloto, ante Jerónimo de Cháves -hijo de Alonso-, quien desde 1552 desempeñaba el puesto de catedrático cosmógrafo de la Casa de Contratación. Y es que para la autora en la vida de su novelado Juan de Fuca gitanos, hadas, curanderos y amuletos resuelven todos los tropiezos que una investigación deficiente presenta para el desarrollo de su historia. Estos recursos y la capacidad de su personaje para salir triunfante de todo tipo de circunstancias adversas, simplemente porque la suerte está de su lado, bastan para que teja su historia.
El Juan Griego de Livadá recorre los siete mares en cuestión de días o pocas semanas, dueño de su propio itinerario, desempeñando él mismo los puestos de piloto, almirante, escribano o médico; realiza viajes de Sevilla a Veracruz y de Veracruz a Acapulco o al Callao por el estrecho de Magallanes en las fechas que él desea, sin flotillas, sin atracar en los puertos de rigor, sin dar cuenta a nadie de sus entradas y salidas y en pocos meses está de regreso en Puerto de Palos o en Sevilla, de donde en ocasiones puede salir furtivamente. Viaja en época de tifones por el Caribe y durante los monzones por Filipinas, cuando otros barcos no se aventuraban, y desembarca el oro y la plata él mismo, caballos, arcones llenos de ducados y cruza a pie Panamá para ir por más carga, con un puñado de hombres o se desplaza a caballo de Acapulco a la ciudad de México y no se pierde; no necesita ajustarse a normativas u ordenanzas, sino que se basta a sí mismo, etc. Pasa por todo tipo de peripecias y sale siempre triunfante. Pero la autora no nos dice sus fuentes para esta reconstrucción “basada en hechos históricos”, no nos dice siquiera cuáles de los barcos nombrados son reales y están documentados y cuáles son imaginarios.
Al terminar la lectura queda claro que si el libro se lee pasando por alto las incontables y en general innecesarias notas a pie de página, lo único que se ha leído es una novela de aventuras para niños o adolescentes. No aporta nada en la seria investigación en torno a un personaje histórico de esta envergadura y de sus circunstancias. No puede de ninguna manera considerarse la biografía novelada de un personaje de cuya existencia muchos historiadores dudan y de cuya autenticidad el desatinado desarrollo de la novela no consigue convencer.
Afirma Livadá que De Fuca, prófugo de la justicia, sin aclarar si hay bases para esta teoría, se dedicó diez años a la piratería, junto con un grupo de incondicionales con los que azotó las costas americanas, primero a bordo de un barco regalo de su protector Balbaio y luego de un barco inglés robado, usando el sobrenombre de “Hijo de las islas”, para cubrirse con el anonimato. El producto de estas andanzas fueron los miles de ducados de oro que, una vez reivindicado su nombre por diligencias -nuevamente- de su protector imaginario, llevó escondidos bajo falsos entarimados de un barco en otro cuando desempeñó el puesto de piloto real. Fue ese mismo dinero, nos dice más adelante Livadá, el que supuestamente le robó Thomas Cavendish, hecho éste último sí ampliamente documentado. Una vez que la autora aventura esa teoría no se comprende que lleve a su personaje a acusar a la corte española de engaño y robo, ya que el dinero obtenido por sustracción había sido, en rigor, robado a la misma España y uno de los barcos vendidos, obtenido del robo a los ingleses, simplemente volvió a manos de sus dueños originales convertido en monedas. Se trataría, evidentemente, de un acto de justicia divina propio de la tónica de la novela, en la que abundan los simbolismos y las casualidades. ¿Por qué extraña, entonces, que la corte española no reconociera una “deuda” no registrada? El piloto real debía haber conocido los reglamentos estrictos de la Casa para la cual prestaba sus servicios, así como que no podía reclamar un dinero no registrado y, menos, el de súbditos fallecidos, si no era él el legítimo heredero. Por cierto, menciona la existencia de un hijo del cual De Fuca acabó renegando, ¿es parte de la ficción o existen bases históricas para sostener esto?
Resulta asimismo extraño que luego de haber consultado estudios ya clásicos sobre la época, como El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernad Braudel, insista en la escasa participación de los griegos en el complejo mapa marítimo de la época. Los comerciantes, transportistas, marineros, mercenarios, artistas, piratas y aventureros griegos eran ampliamente conocidos en toda la zona. Livadá-Duka, por ejemplo, no mencionada nada de esto y también se olvida de los famosos mercenarios cefalonios -los conocidos stradioti-. ¿No pudo Juan de Fuca ser uno de éstos? Por el contrario, opta por la versión de los griegos víctimas de todas las potencias, igual que opta por un De Fuca que odia calladamente todo lo relacionado con el imperio al que sirve pero al que fatídicamente no abandona en cuarenta años. Las peores impresiones acerca de sus patrones salen continuamente de su boca. Pero es obvio que, según la autora que algo sabe de esto, si de Fuca resultó timado, es porque prestó sus servicios a estafadores. ¿No es ésta la conclusión que ofrece, junto con la teoría de que los españoles destruyeron todos los documentos relacionados con el navegante porque no le perdonaron su traición al intentar ponerse al servicio de los ingleses? Acorde con su propia versión, Livadá hace que su personaje se apropie de documentos que en rigor pertenecían a la corona y que en un acto de revanchismo pero también de simbólica ofrenda los arroje a las olas, al hada marina que lleva toda la vida apareciéndosele. Es decir, Livadá relata que el mismo De Fuca destruyó su memoria y no explica a qué responde empeño del navegante en relatar a Lock su vida y en mostrarse dispuesto a emprender de nuevo la aventura, aún traicionando a España, si con esto lograba la recompensa material que creía merecer?
El Juan de Fuca de Livadá-Douka (más bien, el Juan de Douka…) parte adolescente de su isla llevando en el bolsillo de la camisa un trozo de tela y una rama machacada de esparto -únicos recuerdos de la amada imposible- que lo acompañarán a lo largo de decenios de aventuras y desventuras. Los naufragios, los peligros, los viajes, el sudor, las heridas, las batallas, la mar salada no hacen mella sobre esos souvenirs que una y otra vez acaricia y vuelve a guardarse en el bolsillo y que, al final, una avecilla toma en su pico y se eleva con el amuleto improvisado a los cielos, en una escena que pretende resultar enternecedor epílogo del amor frustrado. El libro rebosa de clichés, de sucesos e imágenes que pretenden el efecto instantáneo, la simpatía para el personaje, pero carece de profundidad y sobre todo de rigor histórico.
Es plausible el esfuerzo de la autora por reconstruir la época en todos sus detalles, pero el manejo de las fuentes y los resultados ponen en evidencia su impericia para manejar la información. La personalidad y las verdaderas motivaciones del Juan de Fuca histórico probablemente no las conoceremos jamás. Los pocos datos que se conocen proceden de fuentes indirectas, publicadas muchos años después de su muerte, aunque basados en su propio testimonio, según se dice. Es seguro, sin embargo, si tomamos como ejemplo las vidas de otros compatriotas suyos con historias paralelas, como Pedro de Candia o Nicolás de Rodas -de artera y cruel actuación en las conquistas de Perú y México, respectivamente-, de Manousos Theotokópoulos -en la piratería mediterránea- o de Aléxandros Mavrokefalas -tan sorprendentemente semejante en detalles este contemporáneo de De Fuca que sus vidas parecen calcadas-, que no estuvo rodeada de tanto lirismo. Una cosa, sin embargo, es verdad: el enigmático y atractivo personaje Juan de Fuca no encontró en Livadá-Douka una pluma a la altura de su leyenda.