EL ODIOSO SALVAJE
GUILERMO FERNÁNDEZ
La lluvia se inició de golpe y continuó recia durante todo un mes. Odió los zapatos húmedos y los cigarrillos asimilados en los cafés próximos a la Facultad. Algo le indicaba que pasaría muchas horas en la biblioteca. Las conversaciones se tornaron insoportables. Los rostros, predecibles. Asumió un incipiente asco por la tertulia que se demoraba sobre las zonas verdes, mientras se acercaba la hora de clase. En los intermedios, se metía en algún libro para evitar la tentación al diálogo. De lejos escuchaba la palabrería.
Este distanciamiento, sin embargo, no se dilató por muchos días. Enajenándose a un impulso que a veces lo hacía actuar con imprudencia, aprovechó un instante durante el curso de ética profesional, previo al inicio de la clase, para hablar con Ilse, una estudiante de derecho.
—¿No se hace tanta lluvia contra la felicidad?
—¿Cómo dijo?
—Los cielos encapotados, la humedad espantosa que precede a un aguacero, los grises y verdes, como si viviésemos en un antro de musgo, ¿no la deprimen a usted?
—Me es indiferente. Para este curso, haga sol o lluvia es lo mismo.
—Si me disculpa, casi todos viven en lo mismo. Las gentes se encierran en sus propios caparazones, pero solo esta galaxia tiene trillones de estrellas que nos destruye por completo el sentido de aislamiento, de monotonía.
—Mo-no-to-ní-a… –repitió la mujer en un acto mecánico.
—No invento estas cosas. El ser humano está estructurado por máquinas que lo impulsan a realizar labores tan complejas como peinarse. Pero si hablamos del fuego que debe existir en él, de la gran hoguera que debe acompañar a toda vida, me temo…
—¿Disculpe?
—Lo que trato de decirle es que la proximidad es importante. Por ejemplo, usted siempre está seria. No me lo tome a mal. Puedo sentir que los interminables días de lluvia de este valle solo benefician a cierta clase de tristeza, que muchos parecen haber aceptado. La selva tropical es lo único que puede vivir aquí, y su fantasma nos aniquila. ¿Ha visto el aumento en las alergias últimamente? La gente debe tener más cosas en común. Un rostro bello como el suyo no debería apagarse…
—Hay cosas en qué pensar. A esta hora siempre ando con hambre. Pienso en comida.
—Bueno, sí. Comida. ¡No! ¡No! No es eso lo que quiero decirle. Mire, podríamos hacer algo raro en este momento. No se asuste. Algo trivial, pero fantástico. Sólo para dar un salto más allá de esta noche.
—¿Qué?
—Si me dejara besarla, sólo por conjurar este aburrimiento…
El exabrupto tuvo que ser explicado meticulosamente. Y aunque la mujer adujo comprensión a la tropelía, las miradas que le lanzó durante la clase le parecieron por momentos de indignación y de cuidado. Una sudoración lenta y ardorosa le bajó por las patillas y la nuca. Sólo cuando estuvo en su casa se rió de sí mismo con toda libertad.
A la mañana siguiente se dirigió a la plaza con el fin de recorrer los cuatro kilómetros de rigor. El sol le daba en plena frente. Los pájaros, turbulentos, discutían en las copas de los árboles. El sonido de vida del vecindario le dio humor. A su paso, el césped rezumaba el olor previo a la lluvia vespertina. Las enredaderas de los muros se extendían amarillas, rojas. Todo su cuerpo fue penetrado del ritmo mañanero. Hasta pudo volver a sonreír cuando rememoró lo sucedido en el curso de ética profesional. La cara de asombro de la estudiante de derecho se le presentó con todo su apuro. La vergüenza, ya muy disminuida, le rasguñó un poco las tripas.
De nuevo en la Facultad, escuchó que uno de los estudiantes había desesperado de las letras, la filosofía y la seguridad de haber nacido en el seno de una familia adinerada, y había tomado al toro por los cuernos. Armado con ametralladoras UZI, junto con otros reconocidos prosélitos de izquierda, había sido arrestado en Panamá en un intento por asaltar una sucursal bancaria. En este acto murieron dos de sus compañeros. Supuestamente, el fin del atraco era reunir dinero para formar un movimiento subversivo.
Tomó la noticia, al principio, con cierto desenfado. Paulino, el estudiante al que muchos recordaron por su manera de devorar cigarrillos, era considerado ahora con horror y respeto. Por algo fumaba así. Algunos hacían gestiones para su liberación y el día que un grupo de estudiantes lo detuvo con un listado de firmas en apoyo a la intervención del gobierno, se excusó desde la base de temores justificados, que los demás vieron como puras majaderías. Había que pensar, según su modo de ver, que todo intento subversivo podría estar controlado desde las raíces. ¿No podría ser reconocida su firma desde las alturas remotas de un satélite?
Luego de revisar su indolencia hacia la suerte de Paulino, las chácharas al respecto lo hacían sentir desvalido. Paulino había hecho algo, erróneo o no; pero había hecho algo. La violencia implícita pudo desmerecer su acción, pero ¿no era la violencia acaso el motor de la historia? ¿No cacareaban esto muchos hombres inteligentes?
Paulino empezó a convertirse en un tema por tratar bajo cualquier circunstancia. Unos consideraban que había descalabrado su existencia. Otros sentían simpatía por su coraje. Había pasado algo en su cotidianidad. Una ruptura.
—Imagináte a Paulino con una UZI.
—Y en Panamá. ¿Cómo pudo decidirse?
—Pero no aportó una solución, una mínima solución, ustedes parecen que admiran esa locura.
—Yo no lo admiro.
—Tampoco yo. Se trata de descubrir sus móviles. Era un estudiante como todos nosotros. Imagínense, hablaba y bebía cerveza con nosotros. ¡Qué terrible! Pude también haber sido yo, o vos, Ramírez.
Ramírez sonrió moviendo negativamente la cabeza y dio las espaldas al grupo, que ahora podía dispensarse de hablar de la última película de calidad o de los aburridos cursos de latín. La palabra “móviles” se desfondó en espiral hasta su cerebro y hasta la repetía muy bajo en la barra de un bar.
“Móviles, sí, sí, me faltan los móviles”, espetó.
—¿Otra cerveza?
—No, gracias.
La estación húmeda adquirió a los ojos de Ramírez un brillo nuevo. No dejaba de pensar en los “móviles” y hasta el efecto de pronunciar esta palabra le parecía mágico. No escamoteaba cualquier oportunidad para sacar la palabreja. Había que tener fervor, pensaba, ese es el móvil, del latín mobilis, que por sí puede moverse (…) Lo que mueve material o moralmente a una cosa.
El fervor, sin embargo, fue disminuyendo conforme el episodio de Paulino perdió vigencia. Volvió al cauce anterior y cuando se le preguntaba sobre el particular, simplemente aducía que no estaba enterado. En verdad, el caso de Paulino se había presentado simultáneamente a la invasión de Panamá y eso pesó a su favor. Su llegada al país era inminente. El caso de Paulino había dejado un espacio vacante. En la biblioteca alimentaba su impaciencia leyendo grandes novelas como La guerra y la paz, o reuniendo material para una próxima investigación. No se hizo esperar, sin embargo, una nueva noticia que puso en alerta a todos: En las proximidades de la universidad varias mujeres habían sido violadas. Como presunto responsable se tenía a un hombre que se enmascaraba con una media de nylon. Este, antes de ser un pervertido ordinario, sugería caballerosamente a sus víctimas dejarse ultrajar, enfrentándolas con un enorme cuchillo de cocina.
Una noticia así desalentaba a los hombres y ponía difusas y desconfiadas a las mujeres. No podía ser de otra manera.
Ramírez, a través de las ventanas de los buses y desde su silla en algún café, inspeccionaba el rostro de las jóvenes universitarias. ¿Cómo expresaban el hecho tan reciente del violador, cuyo número de víctimas ascendía a cinco? ¿Qué clase de hombre era, si hasta según la misma versión de algunas de las agredidas, no tenía ni siquiera mala apariencia? ¿Era el deseo el único móvil? Un gran deseo que lo empezaba a perseguir desde su cama apenas abría los ojos. El deseo perruno. La sed callejera. Y todo en un perímetro como el de la universidad.
—El problema es que vos sos normal, Ramírez –le explicó una estudiante avanzada que creía poseer ideas geniales–, y no ves el mundo como una selva. El violador, el transgresor en general, no ha salido de ese ámbito. Vive bajo el yugo de los dioses previos a la sociedad. Está regido por ananké.
—No me considero tan normal. A veces me asusto de lo que pienso.
—Pero tu actitud es cálida… digo, por no decir fría. No podés entender ese reino. Algunas mujeres como yo tal vez entendemos una cosa así. Es terrible, pero así es. La mujer entiende al transgresor. Ella también convive en una zona oculta con seres más viejos que la sociedad. Ella sabe por qué un hombre viola. Pero no es solo por saciedad y sexo. Es también por venganza y deseo de fusión.
La sensación de ser normal lo acompañó quizás una semana. Bajaba del bus, discretamente. Sintiéndose algo así como un hombre incapaz de matar una mosca, de quebrar un vaso. No había nada peligroso en él. Nada sería excesivo en su vida. Sacaría la licencia. Impartiría clases, quizás en esa misma universidad. Se pondría años más tarde unos anteojos que demostrarían su zafia aplicación al estudio. Hablaría de Borges a los estudiantes agitando una mano temblorosa.
—En este cuento Borges utiliza magistralmente la paradoja de Heráclito como si fuese un tema de anécdota…
Despertaría cada mañana al lado de una señora sumamente respetable, capaz de sostener con él una conversación inteligente durante el desayuno:
—¿Qué dice el periódico esta mañana?
—Lo mismo que encontraste ayer: más material deportivo para médicos, abogados y siquiatras.
—Ja, ja… muy ingenioso, amor… ja, ja, pasame el café.
La risa ronca invadió cada una de sus neuronas. Sintió un escalofrío letal: ese sentimiento de ser alguien inocuo se fue haciendo un peso excesivo sobre sus hombros.
Al ingresar a otra clase de ética profesional se sentó a un pupitre esquinero y sus ojos se extraviaron. Toda su persona se le representaba como un animalito más o menos amaestrado, expuesto a intermitentes caídas de ansiedad, que podían ser salvadas con aspirina y cerveza. ¿Dónde estaba su salvaje?
—El justo medio para Aristóteles era una medida dada por la razón. Pero también podría considerarse una medida que ofrece cada persona. ¿Cómo podrían entenderse, entonces, términos como “excesivo” y “defectuoso”?
–—¿Qué piensan ustedes de lo que dice Ramírez? ¿Será el justo medio una ilusión, una mentira, un piélago inútil? ¿Está desnudo el ser humano agarrándose a un hermoso código, sólo por el horror que le causa su mirada en los espejos?
Ilse lo volvió a mirar con astucia. Ya sabía algo de él. Algo más importante que todas las conjeturas y los libros. Algo fresco como la superficie lunar, totalmente inhóspito y puro. Pronto pareció inquieta. Su desnudo talón se balanceó como el signo de que había entendido. Sus antebrazos resplandecieron. Una fuerza superior lo obligó a mirarla con más decisión. Era solo el alargamiento de dos potentes estambres que la polinizaban. El ejercicio mental le agradó: sus extremidades crecieron como palmeras impúdicas. “Yo no soy un hombre inocuo, mi amor, soy un bicho que llora en la selva y que quiere destrozarte.” La imagen, más que la ilación verbal, se comunicó como un relámpago. La mujer erizó los globos cafés de sus ojos, como si hubiera oído una impertinencia. “Ya sé –pareció comunicarle–, quizá sea usted ese cortés violador del que todos hablan. Un violador que polemiza sobre Aristóteles. ¡Mosca muerta!” La última expresión fue un leve golpe de abanico, pero en ningún momento un portazo. Esto le encendió una hoguera en las puntas de los dedos. De prisa tomó un bolígrafo y lo intercaló de un dedo a otro. ¡Ardía de juventud!
Terminada la lección, la estudiante salió rápidamente de la clase. Ramírez pudo apenas distinguir su bolso cuando giró hacia las escaleras. Un poco de su cabello se suspendió en medio de un corredor vacío. Era innegable que ella había tenido una especie de iluminación y que, por unas pautas que él había sabido mostrar, ¡ahora lo confundía quizá hasta con el mismo violador!
Casi se sintió apenado al final de la noche. Hasta llegó a pensar en la policía; pero no había pruebas. El verdadero animal velaba ahora detrás de algún matorral. Su olfato perito esperaba el botín. Él solo podía imitarlo poéticamente, pero, al fin y al cabo, lo comenzaba a sentir muy próximo a su corazón. Su espantosa sed quizás estaba fuera de la ley. Como la suya.
Los días ardieron lentamente y esperó con deseo la próxima clase de ética profesional. En el intervalo, su amigo el violador había consumado otro delito. Las inmediaciones de la universidad fueron custodiadas. Parecía inasible. Una especie de araña en alguna viscosa y maloliente dimensión, de donde salía a la luz para alimentarse con la tibieza de terrestres y luminosas mosquitas. Por no ocasionar daño a las damas con el cuchillo que relucía a la par de una retórica sutil (como de camarero de gran restaurante), no fue fácil ponerle un apodo popular, de esos que abundan para los infractores de la ley. Se le denominó chacal, que ya había sido empleado en otro crimen, pero demasiado evocador de saña y sangre. La ambivalencia en la denominación de un nombre justo hacían del individuo algo así como un monstruo invulnerable. Una vez que el nombre diera en el clavo, de seguro caería. Por lo pronto, se hablaba de violador a secas, cuando, si se quiere, ejercía la violencia con amabilidad, por así decirlo.
Ramírez se documentó acerca del asunto. Se animó a pasearse por los sitios donde se habían consumado las violaciones. Y a veces tuvo que contener el asombro por el carácter público de las zonas sobre las cuales se realizaban las expediciones del agresor. Para aderezar el caso, los diarios habían aportado un componente nuevo en la actuación del sujeto, que implicaba el uso de su cuchillo de cocina para cortar las bragas de las asustadas mujeres. La entrada de un elemento de Hollywood amplió el ángulo de expectativas que se habían esgrimido hasta ahora. Este componente de manoseado suspense realzaba la mentalidad estereotipada del infame. Pero no había que olvidar que el hombre actuaba contra el tiempo. Digno de un atleta es lograr sus fines con la elegancia debida, sincronizando toda su dinámica con el poder de dominio que ha demandado su técnica. Una sola pifia, un movimiento discordante, hace que el atleta se desplome bajo una ola de silbidos.
Imaginar tan solo el detenimiento y la atención que establecía en cortar las prendas íntimas de una mujer jadeante y horrorizada, estando todo en su contra, como en una carrera de relevos o en una crispante competencia de autos, no podía más que deberse a un logro de resuelta pericia innata.
El mismo Ramírez empezó a sentir, además de una velada admiración, cierto complejo de inferioridad ante el maleante. Con Paulino había pasado el drama de sentirse descomunalmente eximido de auténtica actividad. Pero fue superándolo poco a poco. Un día llegaron con el cuento de que se encontraba en la cárcel. La UPD lo acusaba de subversión y le achacaba varios atentados terroristas que habían quedado sin resolver en el pasado. El hombre estaba verdaderamente en un lío.
No fue sino unos pocos días después, que se encontró a Paulino en uno de los bares cercanos a la universidad. Había llegado a desarrollar una fisonomía en constante transpiración. Su ojo izquierdo vigilaba al derecho y este se paseaba raudo sobre el entorno, esperando de seguro reconocer a alguno de sus perseguidores.
—Mirá, hermano, ya no quiero nada con la violencia. Cometí un gran error: no soy un Mesías. No tengo una misión especial o algo así. Pagaría cualquier cosa por un momento de tranquilidad. Por volver a mis cursos en la U, por entrar con una novia libremente a cualquier café. Ahora soy un hombre fichado. Con esto quiero decir que todo lo hediondo lo relacionarán conmigo. Si hubiese venido un poco antes, quizás me hubieran cargado las famosas violaciones que ahora están de moda en la U.
—Ah, ¿te parece bajo el violador ese? Yo lo he estudiado un poco. No es tan… digámoslo así, vulgar. O mejor dicho, nada fácil de imprimirle un membrete.
—Unos tienen el deseo de servir y otros se sirven de los demás. Quizá yo no encontré un método adecuado. Pero ese violador, ¿qué está dando al mundo? Yo no podría mirar a alguna de sus víctimas, me rompería el alma.
Era un hecho que Paulino estaba en un nivel moral superior, si es que hay alguien que se encuentra en alguna escala por encima de los otros en asuntos éticos. Sin embargo, se había puesto débil y aburrido. Ahora sólo quería un diámetro burgués de privacidad. Lejos del infortunio de haber soñado con redimir a otros, sólo soñaba con beber un trago junto a la sombra de unos amigos y leer la poesía maya que le había enseñado un poeta incendiario, cuando estuvo en el reclusorio de San Sebastián.
—Un poema, sí. Un poema es mejor que un arma.
Las palabras de Paulino dejaron una turbia resaca en su mente. El había querido servir; el violador se servía de los demás. Pero esto solo era una forma de justificarse. Ese hombre que tenía enfrente, fumando un cigarro tras otro, no parecía un digno servidor de la raza, más bien se había esforzado en servirse para ser admirado y acogido por los salidos del sistema. Todo había sido un medio para que los demás dijeran: “Con lo que hiciste, definitivamente te creemos, sos de nuestro equipo, no creés en esta sociedad”.
El cansancio de esas pasiones idealistas hizo que Ramírez se actualizase constantemente sobre el caso del violador. Hasta el momento, sólo sabía que se trataba de un hombre joven, de tez blanca y pómulos firmes. Tenía el pelo corto y olía unas veces a colonia cara y otras a sudor. Su pecho era erguido, como el de una paloma macho. Y carecía de cicatrices que lo pudieran identificar. Alguien dijo que poseía una apariencia de levantador de pesas. Pero, a lo sumo, podría tratarse de un hombre que realizara trabajos pesados. Por la factura de la conversación del violador con sus víctimas, un sicólogo reconocido advirtió que no era un simple trabajador de construcción, sino alguien que podría haber llegado al inicio de una carrera universitaria.
Con todo este acervo de información, Ramírez volvió a aparecer en la clase de ética profesional. Quería, al fin, más tranquilo que de costumbre, beber la reacción de Ilse, porque ella de seguro también había estado hurgando en el tema, desde una distancia que, por su vida absolutamente pueril, apenas podía intuir en todo su maravilloso esplendor. Daban ganas de vivir manteniendo un secreto. Un secreto que se podía comunicar a una muchacha sin zonas ardientes en la vida, solo mediante un gesto o una mirada. Ese día, sin embargo, para su gran decepción, Ilse no vino a clase.
La ausencia de la mujer esa noche distorsionó todo lo que había planeado. ¿Le habría cogido miedo de verdad? ¿Habría avisado a la policía? Considerando que él era solo un admirador estético del violador, alguien que también hubiera querido explotar su propia oscuridad a la luz del más completo gusto, no podía temer verdaderamente la acción organizada de la policía ni de los sistemas represivos del país. Pero había sido muy explícito con Ilse en la última clase. Y hasta le había tanteado un beso en una situación fuera de contexto. A decir verdad, él reunía algunos componentes que pudieron haber detonado en la joven una actitud analítica. Quizá ella pudo revisar estos días todo lo concerniente al violador y formular sus propias correlaciones. Aunque la mujer parecía haber reaccionado con su intuición desde un ángulo novedoso, quizás él sólo había proyectado sobre ella ese deseo de hallar a una hermana en una exploración de sensibilidad y emoción aún no vividas.
Defraudado, salió de la clase con rumbo desconocido. Había llovido en la noche y las calles estaban cubiertas de esa humedad que es como la piel viscosa de una rana. Un taxista hizo señal de detenerse y al mirar su desinterés, aceleró de nuevo y desapareció.
En algún lugar, pensó, el acosador nocturno, lleno de aburrimiento y angustia, pasaba de una acera a otra, dejando tras de sí un olor a colonia cara. Oculto entre hilos de sauce, tensaría con deleite la media de nylon.
Ilse, que decidió no volver al curso de ética profesional, bostezaba sobre su última monografía. Embotada por el zumbido del salón, recogió sus cosas y salió de la biblioteca en busca de aire fresco. La noche, en esa parte de la universidad, estaba clara. Los pasillos y las veredas se veían seguros.
Desde el extremo de un edificio con fachada de ajedrez, Ramírez tuvo el temor de ser vigilado por dos agentes desde la entrada de una pizzería. ¿Ambos se hacían pasar por universitarios sencillos? Antes de sentirse asustado, Ramírez probó unos segundos de inédito gozo. La noche no iba a pasar en balde. Precavido, sin embargo, quiso perder a sus perseguidores por un corredor resbaloso sobre el que hizo un equilibrio de malabarista. Algunos advirtieron su pirueta y sonrieron.
Mientras tanto, Ilse, seducida por la silueta apresurada de un hombre que se le asemejó al extravagante del curso de ética, salvó una zona verde con sus incómodas botas de cuero, quizá con el ánimo de abordarlo. Pronta a saltar sobre la próxima calle, fue asida por una fuerza sorprendente. Su grito de inmediato fue ahogado por el reflejo de un cuchillo. Una voz, suave y rumorosa le indicó que se mantuviera quieta.
El joven que pudo haberla escuchado esquivaba una charca, precisando que nadie viniera detrás de él. Cuando respiraba, las ganas se le iban sobre pegasos invisibles. Se sentía grande, ardiente de juventud.
Guillermo Fernández nació en el año 1962, San José Costa Rica.
Poeta y narador.
Se graduó de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Sus libros publicados: La mar entre las islas. Editorial Costa Rica, 1983; Atrios, Editorial Costa Rica, 1994; Estocada final, Editorial Costa Rica. 1997; Para días posibles, Editorial de la Universidad Nacional, 1997; Danzas. Editorial de la UNED, Universidad Estatal a Distancia. 2002. En cuento: Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001; Hagamos un ángel (Editorial EUNA; 2002).
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