Adriano Corrales |
Jessica Clarke |
Alexander Obando |
Alfonso Chase |
Caída libre
ALEXÁNDER OBANDO
Una burbuja en el limbo
Fabián Dobles
Buba: tumor blando, comúnmente
doloroso y con pus que se presenta de
ordinario en la zona inguinal, en las
axilas y en el cuello. Debido a la
abundancia de bubas en todo el cuerpo
es que la peste bubónica llevó tal
nombre.
Diccionario de la Lengua Española
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La pared azul empieza a desarrollar bubas, excrecencias, pelotas azules que tan pronto se desprenden comienzan a flotar. Se van por los riachuelos de aire de la habitación hasta alcanzar alguna rendija en la puerta o en las ventanas. Toman, por así decirlo, el “Expreso Mary-Jean”, suben hasta el balconcillo de los carros y abren las ventanas para disfrutar más el paisaje. Otras bubitas, las más pequeñas de todas, se hunden en el guindo, en el quicio de la puerta y de ahí son succionadas hasta el exterior. Son los abultamientos acusadores. Más tarde, dentro de muchos segundos, llegarán a los vellos de las fosas nasales y la madre pegará el grito al cielo. Se limpiará las manos con un pulpo rosado que siempre tiene en la cocina y se vendrá soplada hasta la habitación de este vuestro discreto narrador. Ya no me importa que las bubas o bolitas azules de la pared sigan saliendo. Tampoco me importa ver al pez ángel flotando en la pecera en medio de molotes y molotes de comida descompuesta que le he ido echando hora tras hora. El muy glotón se ha jamado todo lo que le eché hasta que casi estalla. Algo pesado y grande se le atravesó en la arteria cardiaca y hasta ahí llegó la zebra de los mares, el caballito de palo pintado como un frugal almuerzo de león. Pero ya siento que la madre ha dejado al pobre pulpo en paz y la verdad es que dura tanto en llegar que se lo debe haber pasado hasta por el pubis pro nobis del alma, es decir, el puente, la caverna de donde todos saltamos a la vida. ¡Mierda que solo nos da bubas azules en la pared y peces ángel muertos de cabanga!, o lo que sea (una vez le eché cabada en la pecera a ver si se la comía y el muy rabanito se alimentó con ella hasta mandársela toda, igual que Marcela, igual que Fabián, igual que Patricia, igual que Jazmín, igual que todas las perras que en esta vida me he ganado para suave restregada de cuerpos hasta el amanecer). La vara es que las burbujas azules ya no salen sólo de la pared. Acabo de ver una salirme de la oreja derecha, o mejor, del huequito del oído. Hizo ¡plop! al salir y luego se fue flotando por el aire del cuarto hasta aposentarse debajo de la cama. Ahí flirtea con el viento y parece moverse según los compases y designios de un piano. Las otras bubas, las del tren verde —¿o era azul?— siguen viajando el viaje de la muerte. Se pegan a las paredes del clóset y muy pronto hacen ¡plop plis sssisssisss! por todo el cuarto hasta que la fragancia de su pequeña supernova me acaricia las pestañas y los pelillos de la cara. Un mundo se acaba y la madre por fin entra y deja caer el pulpo rosa que siempre la acompaña cuando entra a mi cuarto. Me agarra con la torre enhiesta a punto de darle de comer, una vez más, al pececito muerto. Pero lo único que escupe es mi pez, mi pescis penículus, méntula mea, pescis penículus, y se me sube por la espalda la tarántula del Catulli Cármina y no siento como golpes los pequeños caracoles de puño cerrado que la madre me propina. Más bien la tomo del brazo. La lanzo contra la cama y la obligo; no, le suplico; no, la obligo a que pruebe el almuerzo del pececito ángel que flota cubierto de nieve en la pecera. La madre grita, grita, grita, grita, grita, grita, hasta formar bubas rojas en la pared y demás superficies de la casa. No la obligo más. Ella sale corriendo despedazando decenas de bubitas en el aire y yo, ya más calmado y desnutrido, me llevo a la boca mi propia cabada.
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Entra la china que me tiene ahí desde el martes o desde otro día. Ya no sé cuántos días son de papeles, escritorios, lápices nerviosamente mordidos, basureros, vomitadas, amenazas de fuego eterno sin derecho a teflón y los maes de negro (no necesariamente Will Smith) que se meten la mano dentro de la sotana cuando les cuento mis masturbaciones con mis amigos y las cogidas con Marcela, Patricia, Fabián, Jazmín etc, etc, etc, ad bubiam. Pero entra la china, como ya les dije, y me insulta de una manera solapada. Me llama mal hijo, mal alumno, mala cama,etc. Yo me quejo de esto último y ella decide probármelo. Los hombres de negro salen del cuarto luchando con su propio pez ángel y la china me entra en su bosque de añil.
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Las piernas como dos montañas de Shangri-Ra. El palacio dorado y blanco que se extiende al sol después de meses de buscar entre las nieves perpetuas. La china me lleva de la mano y caemos por una fuente, una montaña rusa hecha con su piel y llena de vellitos vaginales. Este tren sí que no se detiene. Las pestañas de sus labios estiran y encojen, chupan y acarician para darnos la fuerza de empuje, la electricidad necesaria que nos lleva al palacio dorado; al mundo de las bubas azules, rojas y verdes de la fantasía de Oz. No hay más fricción que el placer de rozarla y ella, como gigantesca flor de loto en primavera, se abre a la mañana de nieve y nos muestra todas las burbujas, todas las bubas donde en cada una va insertada la cara de un amor, el gesto de un robo, la finalización de un orgasmo, el cierre de un libro, la antorcha de una quema de jueces y padres, la guitarra maniática de Reznor o la nariz violentamente coqueada de Robert Plant. Salen millones de burbujas a conquistar el universo conocido mientras la china, una y otra vez sobre mí, grita el abecedario de su idioma en otros siete o nueve lenguas que le sueltan el pelo. Las tetas de la china en el bosque de la china, un magritte de bubas amarillas y blancas flotando en el aire de la mañana, como los peregrinos a Roma con antorchas en la neblina de los bosques medievales. La crema de la china frotando mi estandarte hasta que Reznor nos toca March of the Pigs y la hermosa doctora china se cae de mi palo por falta de destreza en eso de jinetear machos. Ella, furiosa, pega gritos de horror mientras la créme de la créme salta por los aires en busca del orificio de una virgen de las grutas que la pueda acunar los próximos nueve meses; y la china vuelve a gritar mientras el semen viaja cuesta arriba hasta los golosos labios de su vagina. Una vez terminado su orgasmo, la china grita furiosamente y pide auxilio.
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La madre está echando palabras de color rojo bermejo por la boca. Sigue sin soltar el inseparable pulpo rosado que la acompaña a todas partes. Dice que soy un fariseo, un amonita y un filisteo. Que creo en sacrificar víctimas humanas a Baal en lo alto de las montañas y toco a las mujeres cuando están bañadas en su propia regla. Mi padre dice lo mismo, pero en otro tono: que soy un antipatriota, que no creo en el destino manifiesto que dios nos otorga y que a veces, aunque solo sea a veces, cojo con hombres. La mayor parte del tiempo, según su testimonio, estoy en la cama fumándome a María-Juana, inhalando perico y tomando guaro. Nada de esto me preocupa. El celador ya me ve con mugrosa lascivia y lo que es mi mama, tal vez quiere que la fuerce una vez más, por eso se opone al encierro y me defiende, pese a que fue la que estuvo más de acuerdo en que yo no la merecía como madre.
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El padre pidió tan solo cinco minutos a solas conmigo. Las bubas, grandes y negras, saltan de mi cara, de mi boca, de mi cuello al estrellarse ruidosamente contra las paredes. El color rojo y negro lo mancha todo mientras mi tata me mete dos dedos por la nariz y me la fractura desde adentro. Luego me patea en el suelo, me daña la columna y yo me cago de tanto dolor. Las bubas color café apestan el cuarto y entran los hombres de negro, una vez más a masturbarse sobre lo que queda de mi cadáver. Yo levito y pongo cara de Sor Juana mientras los monjes bañan mi hábito en grotescas marejadas blancas que cuelgan de mi cuerpo. Ya no soporto tanta carga, tanto dolor y caigo estrepitosamente al suelo.
Pause ||
Paso un mes en el hospital. Las bubas y globos de color celeste o amarillo acompañan mi sueño en forma constante.
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El televisor pasa fotos del lunar de Madonna a escala tres mil. Es un grotesco montículo de mierda en medio del paisaje lunar. Madonna da un beso y de repente es Marilyn Manson posando de Marilyn Monroe. Y Manson, hay que reconocerlo, tiene mejores piernas que cualquiera de las otras dos. El celador de las tres trae la misma caca de todas las tardes: un budín lleno de moscas negras (pasas, según él) sobre el desvaído paisaje de tres o más barbitúricos con avena y azúcar. Mi problema no es la caca sino el celador. Es playo y dice que tengo cara de chiquita. Una noche se me mete a la cama y siento que me voy por un túnel de cacao hasta desembocar en no sé que glándula hiperroja y muy nerviosa. La tal glándula mide la proporción de mi desdicha o mi felicidad. Su dictamen es felicidad moderada o no cognociente. Sigo cayendo por el túnel y de paso me topo a la china con unas enormes tijeras en forma de anteojos de gato. Me circuncida durante el coito y luego me manda a seguir el viaje por el húmedo túnel de postres de cacao y chocolate. Pienso en mi pececito ángel ya muy inflado y a punto de disolverse en la pecera de mi cuarto. Los padres probablemente le han alquilado la habitación a un maje de buenos modales y malos pasos, con lo miopes que son. Pero eso me recuerda la herida del padre: mordisco en el cachete que me ha dejado desfigurado (a pesar de lo que el celador diga) la nariz quebrada y los ojos muertos de tanto llorar pensando en mi pececito méntula méntula mea penis penículus penis méntula mea… … yea… yea… yea. Sigo la caída de altazor y cuando todo ya es oscuro y nieva en la avenida central de Costa Rasca, siento como las agujas ya no permean ni la piel de libélula que he desarrollado. Mis ojos son un gigantesco mar de espejos y la proboscis con que me alimento me hace vomitar todos los sábados la Big Mac que nos meten por tubos de alegría inocularia. Una orden de papitas, una coca grande y dos Monday de uva. ¡Pero, cómo que no hay Monday! Y la proboscis se ve obligada a succionar treintaidós sundaes de cada sabor imposible; aguacate, cola de buey, cangrejo, mondongo, hígado de carnero y ojos de mono tití con una cereza encima. El lunar de Madonna ya parece el mar de las lluvias y poco a poco nos vamos alejando en caravana a una vida alterna, una muestra de que todo es posible cuando se trata de viajes en el tiempo y cambios de cuerpo; transmutaciones indelebles que, sin embargo, dejan algo de los otros en nosotros. Yo decido ser un adolescente de Sinus Iridum, gran metrópolis lunar de nuestro siglo, y recojo plata, recojo a mis amigos y a mi cabra y me voy “moon diving”, deporte que se mide ya no en metros sino en kilómetros. Llego hasta la cúspide marciana de Mons Nix y desde ahí dejo que la débil atmósfera de Marte me lleve lentamente a los próximos treinta años de paraíso. La caída dura para siempre. El viento sobre un rostro inmortal es indescriptible. Pasa de serlo todo a no ser nada y, sin embargo, sigue siendo todo.
Toco con las manos el ojo del universo.
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Al celador es al que culpan de haber dejado mi ventana abierta.
Stop
Alexánder Obando, San José, Costa Rica, 1958. Ha publicado las novelas El más violento paraíso (2001), Canciones a la muerte de los niños (2008)
y la antología La gruta y el arcoíris – Antología de narrativa gay/lésbica costarricense (2008).