Escritor vasco asentado en Hermosillo, Sonora, desde hace casi dos décadas, es sin duda un narrador norteño: mexicano y español.
El pequeño Superman
Imanol Caneyada
¿Trini, te cogiste alguna vez al enano? Me mira desde sus ojos claros como una sentencia. Me besa el pezón derecho. Hace una pausa antes de contestar: No. ¿Por qué la pensaste tanto?, le pregunto sin celos, con curiosidad genuina. Una vez lo intentamos pero no funcionó. Sentí que me estaba tirando a mi hijo. No digo nada. Ella tampoco. Hemos fornicado toda la tarde para llenar este vacío sin tiempo. En silencio. Un sexo sin exclamaciones. Al menos hacía medio año que no nos acostábamos. Seguimos callados. Entonces, con una vulgaridad incomprensible, suena el teléfono. Con el mismo timbre de hace unos días, cuando me anunciaron la muerte de Richie. Con el mismo timbre, con el mismo, igual, idéntico timbre. Y es la misma puta voz de hace unos días. Y me pide que vaya al Ministerio Público, como me pidió que fuera al hotel hace unos días. Y me levanto al igual que hace unos días, me visto de la misma forma y salgo a la calle. Y detengo un taxi, aunque no es el mismo de hace unos días. Es otro muy parecido. Y recorre otras calles, porque el Ministerio Público está en el norte y el hotel en el centro de la ciudad, que sí es la misma. Pero al igual que hace unos días, no hablo con el taxista que propone una charla, cualquier charla, como todos los taxistas. Y observo los bulevares, los paseos y las avenidas que no son los de hace unos días pero se parecen. Y no pienso en nada, como tampoco pensaba en nada hace unos días cuando me anunciaron que habían encontrado a Richie muerto. Tal vez porque entonces no me lo creí del todo y ahora que lo sé con certeza, no me apetece creérmelo.
Jamás me había puesto a pensar en la verga de los enanos: la tienen enorme. La de Richie, al menos, es de muy buen tamaño. Flácida y todo como está, sería la envidia de mucha de la gente normal. Gente normal que ahora pulula alrededor del pequeño cadáver acostado como un muñeco sobre la cama y lanza miradas esquivas al miembro de Richie. Violáceo ya, un gusano exhausto. El enano tiene los brazos en cruz y una sonrisa recóndita. Sus rasgos de Clark Kent se acentúan con el rigor de la muerte. Con la dulzura de la muerte. No deja de parecerme cómico el entallado traje azul y rojo, con la capita imbécil de sudario, la minúscula s en el pecho, los calzones rojos a medio muslo y el pene de negro aflorando en medio del mito. Ahora que lo pienso, Superman, el verdadero, carecía de sexo, como los ángeles.
Los peritos trabajan con diligencia entorno del cuerpo, recopilan huellas dactilares. Un mundo de huellas dactilares. El trabajo de Richie consistía en volar hacia un colchón impulsado por personas mucho más altas. Todos los fines de semana era manoseado por cientos de sujetos ebrios que lo agarraban de un arnés adaptado a su diminuto cuerpo y lo aventaban lo más lejos posible. El lanzamiento del enano es muy popular en el antro de Trini. Junto con las mellizas lesbianas que luchan en lodo. Las mellizas adoraban a Richie. Sobre todo, desde aquella vez que montaron un trío en un hotel del centro. Al día siguiente comenzaron a propagar la fama de semental del enano por todo el antro. Desde entonces, a Richie le brotaban las mujeres en la cama. Yo no entendía que aquellas damas altas, de pechos operados y caderas al trote quisieran coger con alguien que les llegaba al ombligo. Pero tengo que reconocer que mis mejores conquistas se las debo al enano. Ahora está muerto. En esa cama de una inmensidad espectral. El espejo del techo retiene la imagen de Richie que parece gastarnos una broma. Uno cree que todos los enanos mueren viejos. Uno los ve en el circo, en las luchas, en las plazas de toros y no piensa que pueden morir en la habitación de un hotel de paso. ¿Quién querría matar a un enano? Uno cree que los enanos tienen bastante con ser enanos.
Me hablaron hace una hora. Dormitaba en mi casa, en el sillón de la sala frente a la tele prendida. Eran las cinco de la mañana. A las tres habíamos salido del antro. Al contestar, una voz sin tacto me preguntó si conocía a Ricardo Maldonado Garrido. Sí, le respondí. ¿Qué es de usted?, me preguntó. Mi socio, hice una pausa, mi amigo. No sé por qué hice esa pausa que ahora, ante el cadáver de Supermancito, me parece una traición. Lo encontraron muerto en un hotel, ¿puede venir? Y fui.
Las mellizas lloran en primera fila. Gimotean con una teatralidad de alberca de lodo. Hace dos horas que velamos a Richie. Ya no está vestido de Superman. Un elegante traje que las mellizas compraron en una boutique para niños le da un aspecto de primera comunión. No había ataúdes de su tamaño, así que yace en uno para gente normal. La mitad vacía parece aguardar otro cadáver. Su sonrisa recóndita no ha desaparecido. Las mellizas, por intervalos, gimen, moquean y se abrazan. Los hombres presentes no alcanzan a ver el dolor de las dos mujeres. Los vestidos negros (entallados como un guante en sus cuerpos), tan cortos, tan escotados, tan putones, les impiden tener compasión o lo que sea que se tenga en estos casos. La mayoría está poniéndose caliente y supongo que eso les hace sentir mal. Hay otras damas más discretas. Compruebo que han acudido más mujeres que hombres al velorio. Y recuerdo a Richie muerto en la cama del hotel con el pene como una erupción callada surgiendo del traje de Superman y me digo que por eso se cuenta tanta hembra entre los dolientes. No han acudido enanos. Como si Richie no hubiera conocido a ninguno en vida. Creo que nunca se vio como uno, al menos no con esas mujeres que se le acercaban cada noche después del show. El cantinero, el tipo de seguridad, el portero del antro de Trini le guardaban un rencor disfrazado de burla. Una envidia escéptica que los sublevaba. ¿Cómo desear ser un enano vestido de Superman? ¿Cómo querer estar en la piel de un cabrón que medía un metro con treinta centímetros?
Los tres están en primera fila. Cuchichean como viejas arpías a cuatro metros del ataúd. Cuando llegaron me dieron el pésame. Casi todos lo hacen a falta de un familiar a la mano. Creo que una vez Richie mencionó a unos padres de estatura normal que vivían en otra ciudad, y a unos hermanos de estatura normal que también vivían en otra ciudad. No recuerdo si en la misma. Normalmente no hablábamos de nuestras vidas. Normalmente no hablábamos. Richie era un tipo reservado. Reía poco, abría poco la boca y miraba el mundo desde abajo con un constante asomo de duda y desconfianza, como si le costara comprender la lógica de las cosas. Richie era un bello enano hormonal que se parecía a Clark Kent. Su enanismo no era óseo, me explicó la vez que se nos ocurrió la idea. Le dije: Oye, güey, te pareces a Superman. Y así fue que nos hicimos socios y dejamos los circuitos provincianos de lucha libre.
Richie había trabajado en un circo y de extra en un par de películas. Se incorporó a la compañía de lucha de la que yo formaba parte pero no tuvo éxito. Sus rasgos varoniles, su cuerpo musculoso y bien proporcionado desconcertaban al público de los pueblos a los que llegábamos. La gente prefería ver a los enanos zambos, paticortos y cabezones correr por el cuadrilátero escapando de mi cómica ira: un gigante rudo de uno noventa y cinco y 120 kilos. Al final, entre cuatro enanos me daban una paliza y el público se volvía loco. Richie, a pesar de su pequeñez, no encajaba en el cuadro. Un verano coincidimos en un pueblo con una feria ambulante. Le explicamos al encargado en qué consistía nuestro negocio y le pedimos una oportunidad. Nos hizo un hueco entre el juego de derribar de un balonazo tres botes apilados frente a una pequeña portería y el tradicional tiro al blanco. La primera noche se nos amontonó la gente alrededor del puesto y juntamos bastante más lana de lo que nos pagaban semanalmente en la lucha libre. El juego era simple: un pasillo de goma espuma de treinta centímetros de grosor, diez metros de largo y tres de ancho, dividido a los costados en tramos de 50 centímetros con un burdo marcador rojo. Al inicio del corredor acolchonado, Richie, trepado en un banco, se exhibía vestido de Superman. Su parecido era extraordinario. La gente lo rodeaba y no se cansaba de observarlo con peregrina ingenuidad. Habíamos adaptado un arnés a su espalda de forma que fuera fácil cargarlo de los omoplatos y la cadera. Cuando había suficiente público agolpado por el asombro, hacía mi aparición vestido con una maya plateada y el torso desnudo. Lo tomaba del arnés, lo balanceaba un instante y lo aventaba por los aires. Richie ponía el cuerpo duro, estiraba el brazo derecho y encogía el izquierdo bajo su pecho. Aterrizaba con una perfecta maroma y terminaba en pie, los brazos en cruz, los talones unidos como los de un gimnasta. A veces, el aplauso era precedido por un silencio boquiabierto, un silencio interrumpido por el incansable vendedor de cobijas. Después irrumpía la pequeña ovación que atraía más gente. Se formaba una larga fila de hombres y mujeres que por veinte pesos ponían a Richie a volar. Con el tiempo, introdujimos una variante: si lograban enviarlo más allá de cuatro metros, se llevaban un oso de peluche o cualquier otra cosa igual de estúpida. Pero el verdadero dinero, lo que comenzó a cambiarnos la vida, estaba en los retos que los rancheros ebrios me lanzaban. Solían llegar al puesto siguiendo el rumor que se soltaba en cada pueblo. Se parecían tanto unos a otros que creíamos que siempre eran el mismo. Les precedía una fama mítica de forzudos. Habían levantado un tractor o tumbado un toro o empujado un arado ellos solos. Se aparecían borrachos, con dinero fresco en la cartera y un coro de admiradores que los jalonaban con resabios de cantina; envalentonados, lanzaban el desafío. Nos apostaban quinientos, mil, incluso dos mil pesos. Teníamos una estrategia. En mi turno, Richie tensaba los músculos y se ponía duro como una roca. Cuando le tocaba al retador arrojarlo, el enano únicamente simulaba la pose voladora de Superman, pero todo su cuerpo era una madeja flácida de piel y huesos que azotaba sin gracia no más allá de seis metros. Juntamos una buena lana en esos pueblos del desierto. El camino nos gustaba más que el destino. Si no hubiésemos dejado de caminar, tal vez Richie estaría vivo.
Por fin Trini se ha aparecido. Me abraza como me ha abrazado el resto de los presentes y me da el pésame. No sé qué debo hacer con sus palabras. Son un susurro empapado en lágrimas. Un atisbo articulado. Trini no finge. Me dan ganas de preguntarle si a ella también se la tiró el enano. Se deshace del abrazo y camina hacia el féretro. Es como caminar hacia un abismo. A cada instante se acercan las paredes del ataúd que logran ocultar su contenido lo que dura cada paso. Luego te asomas y ¡madres!: Richie muerto. En un trajecito de niño pulcro, con el rostro abierto como un pozo oscuro e interminable. Trini se toma de la baranda del féretro para no salir corriendo. Ella no piensa mucho en la muerte. Las luces de neón y los gritos de los clientes no se lo permiten. Para Trini, la muerte es algo que pasa en el callejón de la basura. Pero con el enano, por alguna razón que no alcanzo a entender, es diferente. Trini está llorando en silencio.
Desde el primer momento, a aquella mujer de ambigua vulgaridad le fascinó nuestro espectáculo. Había ido a visitar a unos parientes que vivían en ese pueblo. Acudió a la feria de la mano de un sobrino. En cuanto se asomó al círculo de curiosos, tanto Richie como yo nos fijamos en la señora pelirroja, de rostro ajado, venas saltonas y violáceas en los antebrazos, senos adolescentes, talle espigado y caderas de muchacho. Se quedó hasta la hora del cierre. Cuando recogíamos los bártulos, se me acercó juguetona y caliente, al tiempo que su sobrino, un niño de 12 años, se aproximaba a Richie para tentarle la capa. Podía escuchar el latido de las paredes de su vagina. Podía oler las promesas de su vientre. Podía montarla como a una yegua bronca y complaciente, gritona, dócil, implacable. Sellamos el acuerdo en la habitación 108 del único hotel de paso del pueblo. Al enano le encantó la idea de abandonar el camino y establecerse en una gran ciudad. A mí, una vez que el sexo con Trini se convirtió en la parodia de aquella primera noche, la nostalgia por la carretera empezó a corroerme. El día que mataron a Richie, había tomado la decisión de proponerle regresar a los caminos.
En la asfixiante oficina del agente del Ministerio Público huele a ajo. Huele a perro. A refrito, a sudor. Los objetos personales de Richie, incluido el traje de superman, reposan en envueltos en una bolsa de plástico transparente sobre el escritorio del funcionario. El tipo tiene cara de pajero. Tiene también un estómago de animal gigante. Respira con dificultad. A su amigo lo asesinaron, dice. Ya tenemos a las culpables, ya confesaron, dice. Culpables, pienso, en plural. ¿Mujeres?, pregunto. Sí, dos, dice, hermanas. Valeria e Ivette Samaniego, dice después de consultar un documento que también reposa sobre el escritorio, como los objetos personales de Richie. Con esos nombres es normal que sean putas, pienso. ¿Las mellizas?, pregunto. ¿Las conoce?, me pregunta. Trabajan con nosotros, hago una pausa porque el enano está muerto y no sé si debo decir trabajaban. Mientras una sujetaba su cuerpo la otra lo asfixió con una almohada, me ilustra el agente. Pero si lo adoraban, exclamo sin mucha convicción. Así es, fue un crimen pasional. Ya se giró la orden de aprehensión. En estos momentos están ingresando al reclusorio, me informa. Qué chistoso hablan todos los policías, como si estuvieran redactando un parte, me digo. Las mellizas, repito en voz alta. El agente del Ministerio Público empuja la bolsa de plástico hacia mí y me invita a revisar que estén todas las pertenencias de Richie. Revuelvo los objetos dentro de la bolsa en un inventario que desconozco, aparte del traje de superman. Un manojo de llaves, una cartera con dinero, una gorra negra que extraigo y reviso a detalle. Esta gorra no es de Richie, le digo al funcionario. Arquea las cejas y la ve como si lo hiciera por primera vez. Estaba en la habitación del hotel, me dice. Tal vez, pero no es del enano, insisto. El policía la toma de la visera y la estudia en silencio. Yo lo observo estudiarla también en silencio. ¿Seguro?, me pregunta. Nunca usaba gorra, le confirmo. Ha de ser de algún empleado del hotel, me dice mientras la guarda en el cajón superior derecho del escritorio y se pone en pie. Lo mantendremos al tanto de lo que ocurre en el proceso. Me pongo en pie yo también y doy media vuelta. No se le olviden las cosas de su amigo, me dice el agente. Regreso sobre mis pasos, tomo la bolsa y abandono la oficina. El olor a ajo se cuela conmigo al pasillo que me lleva a la calle.
Imanol Caneyada, San Sebastián, España, 1968. Periodista y narrador, hace 20 años que radica en México. Autor de las novelas Un camello en el ojo de a aguja (UdeG, 2003), Tiempo de conejos (ISC, 2006) y Tardarás un rato en morir (ISC, 2009) y los libros de cuentos Historias de la gaya ciencia ficción (ISC, 2002), Las voces de la arena y La ciudad antes del alba, ambos títulos próximos a publicarse. Ha resultado ganador en diferentes certámenes literarios, tanto regionales como nacionales.
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