Este joven nacido en Guadalajara, Jalisco, incursiona en el relato. Uno de nuestros colaboradores lo recomienda, que opine el público.
Joaquín Rodríguez Beltrán (Guadalajara, México, 1985). Cursó la Licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Actualmente vive en la ciudad de México y estudia la Maestría en Letras Clásicas en la UNAM. Sus principales áreas de interés son los idiomas y la literatura neolatina de la Nueva España. Esta es su primera publicación.
Semblanza de un visionario
Joaquín Rodríguez B.
La vida de Arepo Benítez estuvo marcada por una idea originaria y sumamente fecunda. Después de años de estudio y anonimato, había llegado a la teoría de que la historia del pensamiento mantenía como eje articulatorio una técnica de encubrimiento: la enumeración de los aspectos que componen un objeto de estudio, lo cual siempre crea la impresión de estar abarcando su totalidad, cuando en realidad muchas veces se pasan por alto otros elementos. Todo, desde la antigüedad hasta el discurso académico actual de las humanidades, se reducía a una intensa afirmación, meramente textual, del dominio de un todo a través de su fragmentación. Ahí estaban las diez categorías aristotélicas, que estrujaban al ser sin dejarle salida alguna; la antiquísima clasificación de los tipos de personas a partir de sus humores, sus líquidos corporales; las partes de la oración, que siempre han dado esa sensación de poder y dominio a los gramáticos; en suma, las continuas divisiones y subdivisiones de conceptos que hacen que todo académico actual parezca abordar un tema con seriedad. Más que una mera bipartición de nociones, para Arepo se trataba de una tendencia esencial en el modo de conformar cualquier texto a través de la enumeración, ya sea en capítulos, en la presentación de listas o en la inclinación –evidente en muchos autores– a ordenar las ideas mediante un hay tres puntos que se tienen que mencionar al respecto; lo cual, según él, siempre se disfrazaba con el aura de estar agotando todas las posibilidades.Los esfuerzos taxonómicos se revelaban como el pilar inmarcesible del pensamiento, el tronco infatigable y al que inevitablemente se recurría cuando se intentaba hacer florecer un nuevo modo de comprender la realidad; la consigna divide y vencerás adquiría desde este punto de vista un nuevo sentido; conocer al hombre equivalía sencillamente a escindirlo, desgajarlo y hacer explícita cada una de sus partes. A Arepo le debemos, pues, el haber enunciado y desarrollado a fondo la idea de que el saber no es tanto un contenido, sino una técnica de presentación, una modalidad de distribución.
Sabemos que Arepo llegó incluso a experimentar con esto. Había notado que podía lograr ocultar al lector casi cualquier cosa, y así, en sus modestas –y malintencionadas– incursiones en la teoría literaria, escribió de este modo acerca de la literariedad, consiguiendo parecer casi un experto: “Es evidente que la palabra literario ha designado entre los diversos teóricos dos aspectos distintos de la literatura: por una parte, un deber ser, en el cual más bien parece que cada autor ha plasmado su propio ideal de la literatura formado a través de sus diversas lecturas; y por otra parte, el conjunto de rasgos y procedimientos discursivos distintivos del texto literario que lo hacen divergente de los otros”. Se percataba Arepo de que las oposiciones binarias eran las mejores para crear la ilusión de abarcar un todo, y así, la distinción entre deber ser y ser era una de las que empleaba más ágilmente, algo que escamoteaba invariablemente muchas otras posibilidades como parecer ser, luchar por ser e incluso lamentarse de ser o avergonzarse de ser. ¿Acaso no se podía también definir lo literario desde el punto de vista de luchar por ser?
Se trataba, en efecto, del principio rector de la práctica de la magia: hacer que la atención del espectador esté tan focalizada en un aspecto específico que pueda pasar por alto fácilmente otros distintos que igualmente están ocurriendo. Enfatizar algo era, por tanto, también una forma de ocultar algo más. Fue así como Arepo comenzó poco a poco a hacerse de un nombre en el medio académico, y ya no era sólo Arepo, sino Arepo Benítez, y después el doctor Benítez, reconocido por su meticulosidad y su notable profundidad de análisis.
Fue en este punto de su carrera cuando decidió emprender la obra que le costaría la vida: La humana escritura. Compendio histórico, filosófico y literario de la producción textual de la humanidad. En su afán de totalidad, Arepo –sigamos nosotros llamándolo así– había llegado a la idea descabellada de abarcar mediante un solo vistazo el cúmulo de cosas que se habían escrito hasta el momento, ello por supuesto utilizando su método, que ya había pulido y perfeccionado a niveles notables. En realidad –según podemos deducir del intenso análisis psicológico del que Arepo ha sido objeto tras su muerte–, más que búsqueda de totalidad, se trataba de la prueba final que se había impuesto a sí mismo, la última demostración que necesitaba hacer para poder concluir el carácter infalible de su hallazgo metodológico. Por supuesto, revelar su verdadero designio entrañaba anular sus posibilidades de éxito. Había que mantenerlo secreto. Y así, Arepo emprendió diligentemente su tarea, buscando frenéticamente cualquier resquicio en su apretada agenda académica, con la cual –suponemos– tenía que seguir cumpliendo para poder obtener al final el reconocimiento que tanto anhelaba.
De este periodo de su vida conservamos algunos manuscritos de carácter autobiográfico. Ahí se puede ver cómo trataba Arepo de organizar y segmentar su actividad mental. Por ejemplo, tenía una preferencia muy marcada mientras hacía las labores domésticas en su casa –nunca contrató personal de limpieza, pues prefería mantener su hogar libre de cualquier presencia humana que no fuera él–: repasar mentalmente todos los puntos que creía necesario mencionar en su libro. Al parecer, tender la cama era explorar las formas de encubrimiento textual; sacudir y desempolvar, una oportunidad para retrotraerse a obras oscuras por las que –según él– ya nadie se interesaba.
Así transcurrieron 10 años en su vida, aunque algunos biógrafos aún hoy en día, a pesar de la falta de datos que lo comprueben, afirman que 13. Lo que sí se sabe es que Arepo, contra lo que se podría suponer al pensar en la magnitud de la obra que había emprendido, logró concluir su libro. Tenía en aquel momento 65 años. El resultado fue un texto de enorme complejidad, que lograba conjuntar los elementos aparentemente más diversos acerca de la producción textual de la humanidad en 30 capítulos, cuya densidad puede apreciarse fácilmente al tener en cuenta que la extensión del libro fue de tan sólo 60 páginas.
Ahora bien, hay que explicar al amable lector cómo fue posible que tal obra le costara la vida. Para ello, puesto que se trata de uno de esos casos en la historia literaria en los que vida y obra se mantienen atadas de manera indisoluble y con mutuas implicaciones, tendremos que ahondar un poco primeramente en la magna obra de Arepo.
Algunos críticos, muy posteriores al tiempo en que vivió y con toda seguridad nutridos de la larga cadena de análisis de que ha sido objeto su obra en el ámbito académico, afirman que el punto nodal de dicha obra reposa en la aparente dislocación del adjetivo humana en su título. En efecto, cabe preguntarse por qué no prefirió Arepo decir sencillamente la escritura humana y optó por cambiar el orden de este sintagma nominal. Frente a esta interrogante, dichos críticos han respondido diciendo que en ello está la actitud que define toda la obra: decir escritura humana implica una disociación, como si hubiera otras escrituras no humanas y el adjetivo fuera imprescindible para determinar a cuál se está haciendo referencia; mientras que al poner humana escritura se da por supuesto que no hay escritura fuera de la humanidad, y la redundancia del adjetivo parece estar en correlación con cierta necesidad de englobar –digámoslo así– la totalidad de un tirón, de proyectar la idea de exhaustividad desde un inicio. Dicho de otro modo, la primera opción crea la idea inicial de una fragmentación; la segunda, una subsunción o reunión. Argumentan tales críticos que, aunque todo esto podría parecer una minucia carente de utilidad –puesto que en el fondo se está haciendo referencia a la misma cosa, esto es, la escritura–, es el mismísimo intríngulis del procedimiento discursivo arepiano. Enunciémoslo: ante un estado de cosas, es decir, ante la realidad, articular el lenguaje de tal modo que un conjunto enorme de ellas aparezca perfectamente abarcado y explicado, de tal modo que todas las relaciones posibles –o al menos pensables por el lector– queden englobadas mediante el lenguaje tal como se expresa en el libro.
La técnica de Arepo consistía, pues, en dar una primera impresión de un conjunto global como algo en sí mismo –que no admite oposición con otros conjuntos–, y después, en un segundo movimiento, descoyuntarlo y descomponerlo en sus elementos, todo ello sin tocar en ningún momento su objeto de análisis. Con tocar queremos decir que, en un momento dado –con toda probabilidad cuando llevaba muy poco tiempo de haber concebido su obra–, dejó de estudiar “la escritura” tratando de desentrañar sus múltiples posibilidades y comenzó más bien a imaginarlas. Al parecer, partiendo de la idea de que siempre hay diversas maneras de expresar, mediante el lenguaje humano, un mismo hecho de la realidad, lo cual es fácilmente constatable al comparar lenguas entre sí e incluso dentro de una misma, se dio cuenta de que el lenguaje podía llegar a prescindir en un momento dado de su referente, el mundo; y que, si lograba hallar todas las posibles expresiones acerca de algo, en realidad abarcaba al objeto en todos sus modos, trascendiendo su pesada inmediatez. El lenguaje, entonces, se convertía en algo capaz de crear su propia realidad, su propia morada.
Sin duda, esto quedará más claro cuando entremos de lleno al análisis de la obra arepiana, por ahora tan sólo sépase que utilizó la misma técnica en sus relaciones personales. De ello quedan algunos testimonios fehacientes, como es el caso de las Memorias recién publicadas de su hijo Eleuterio Benítez. Cuentan que cuando tenía un poco más de 50 años –es decir, un poco antes de que comenzara a escribir La humana escritura–, tuvo un cambio abrupto de comportamiento. En la universidad, la imagen que muchos de sus alumnos tenían antes de él era la de un maestro muy bien preparado y bonachón, que a veces no podía controlar sus ojos y se le escapaban por los pliegues de algunas faldas mientras explicaba casi con devoción la subrepticia y aún así determinante aportación de Scheleimacher al romanticismo, pero alguien que en el fondo era incapaz de cruzar cabalmente los límites de la pudicia. El rigor con el que separaba los asuntos personales de los académicos era bien conocido, a tal grado que, cuando se pensaba en ello y se aceptaban sus cualidades como profesor, casi se le perdonaban aquellas travesuras oculares, por lo demás bien conocidas.
Pero en un momento dado hubo un viraje perceptible en su manera de relacionarse con los demás, que ahora podemos comprender –hasta cierto punto– sólo gracias a que lo podemos ver en retrospectiva y teniendo en mente su magna obra. Arepo comenzó a analizar de una manera un tanto atrevida a cuantas personas se le pusieran enfrente. Se dice que primero emitía juicios como Ah, es que tú eres muy conformista, ¿verdad? o Tú sí eres una persona independiente, con personas que en realidad había conocido hacía unos cuantos minutos. En la universidad, cada inicio de semestre generaba innumerables apuestas entre los alumnos para saber quién podría predecir lo que el maestro diría al conocer a cada uno. Aunque a veces parecía que tenía frases hechas para juzgar a alguien, se dice que casi siempre encontraba algo diferente con lo cual definir a las personas. Junto con esta nueva tendencia, Arepo se distanció aun más de cualquier contacto de tipo personal. Si hemos de creer a la tesis del doctor Juan Ignacio Godoy, uno de los primeros arepistas y alguien que ha hurgado infatigablemente en la vida y obra de nuestro personaje, lo que ocurría era que el medio académico se había convertido para Arepo en su propio laboratorio. Según dicho estudioso, estos juicios apresurados y de tintes absolutos cumplían, en el fondo, el mismo papel que el título de su obra: lanzar en una primera instancia la idea totalizante. Podemos imaginar que después de hacer esto sometía a un examen meticuloso el comportamiento de cada estudiante para evaluar su respuesta ante lo que se había dicho de él. Tal vez con base en tales respuestas emitía sus siguientes juicios, que según las fuentes de Godoy casi invariablemente tendían a efectuar biparticiones o triparticiones en las personalidades de sus interlocutores, como un Ay, Anita, a veces tan atenta y a veces tan ensimismada. Y ante un estudiante que contestara desafiante que no se consideraba en absoluto una persona tal como la definía Arepo, éste no hacía más que decir Que nos queramos ver de tal modo no significa que seamos de tal modo.
En fin, podemos imaginar que su vida habría proseguido de esta manera hasta que por vejez se viera imposibilitado para el trabajo escolar, de no ser por uno de sus alumnos, que en un rapto lunático de furia y psicotrópicos lo mató instantáneamente al abrir fuego en el campus frente a maestros y compañeros, en una de las primeras y más tristes tragedias de esta índole que se generarían con el paso de los años. Ahora es más o menos unánime la opinión, basada en ciertos indicios del diario del muchacho y de los contenidos de las clases de nuestro ínclito personaje, de que el asesinato fue hasta cierto punto motivado por la súbita comprensión del muchacho de que experimentaban con él. De ahí que ocurriera poco tiempo después de que vio la luz el libro de Arepo, es decir, en el momento en que el joven pudo constatar ciertos paralelismos entre el texto y las costumbres del maestro en el trato con las personas. Sin duda, esto no explica por sí mismo el ignominioso acto de violencia de un joven estudiante frente a sus congéneres, mucho menos frente a alguien como Arepo, pero se puede ver como una de las causas.
De cualquier modo, vale la pena recordar a este insigne e intrigante personaje por una cosa en especial: su idea revolucionaria de la movilidad de los sujetos-objetos eidéticos, con la cual cierra su famoso libro. Sin duda tomando como inspiración el famoso principio de incertidumbre de Heisenberg y también partiendo de la observación a la que sometía a los que lo rodeaban, se dio cuenta Arepo que, en el fondo, las ideas se comportan como personas. Dejemos que él mismo lo explique:
Así como el “alguien más” es para el “yo” siempre un ente escurridizo y simultáneamente definido, la idea, que nunca podrá ser yo, sino sólo algo ajeno y más o menos atrapado, justo cuando comienza a existir es desafiada por la forma en que la definimos. Ante esto, sólo tiene dos escapatorias: o escucharnos atentamente y comenzar el lento e interminable trabajo de ajustársenos y desarrollarse –en una transformación a profundidad, vertical–, o rehusar nuestras delimitaciones y descripciones de ella e iniciar el vertiginoso camino hacia algo distinto –una transformación hacia el horizonte. Es esta última opción la que define a nuestra última forma de escritura, que en el fondo es un diálogo con la idea; nunca un acto de tomarla y verterla en palabras, sino un crearse a través de ellas, un continuo ir y venir de opciones eternamente distintas. Una palabra llama a la siguiente, y ésta elige como guía a otra más, y ésta recurre a otra… En suma, la última posibilidad a la que hemos llegado de la humana escritura, de las 30 que hemos revisado, consiste ella misma en todas las posibilidades, en la apertura infinita a la gran cadena del ser escritural. Su gran paradoja consiste en que deja de ser tal al momento en que aparece completa en un texto. Compra su existencia mediante la pérdida de su esencia.
1.- Benítez, Arepo, “Lo literario”, Actas del III Congreso de Teoría Literaria, no. 8, UKMS, Caracas, Venezuela, 1995, p. 215.
2.- Benítez, Arepo, La humana escritura. Compendio histórico, filosófico y literario de la producción textual de la humanidad, FCI, México, 2009, 4ª ed., pp. 59-60.
2 comentarios