El peruano Sandoval nos envía este cuento que extrajo del baúl de los recuerdos.
La canción de la Pu
Renato Sandoval Bacigalupo
Ya era muy vieja en el primer recuerdo que tengo de ella, y de eso hace ya tantos años. La llamábamos Pu porque era sordomuda y el único sonido que su boca desdentada emitía era “pu”, y porque sus muertos oídos solo reaccionaban cuando alguien, burlón, se le aproximaba gritándole “pu, pu”. Cuando eso ocurría, ella cerraba fuertemente los ojos como si quisiera hacerlos añicos con sus párpados, y empezaba a girar y girar sobre sus pies, con los brazos extendidos esperando poder golpear sin ver a aquel que en esos momentos la injuriaba. No había, sin embargo, rabia ni dolor en su rostro; tal vez sí una insondable e inmensa tristeza que se asomaba por sus crispados labios, los que, cual diques de contención, evitaban que se desbordase causando quizás espanto y estupor general.
Yo no sé si amaba a la Pu y me sentía angustiado por ello, ya que después de todo se trataba de la madre de mi madre, y se suponía que debía tocarle al menos una parte del amor filial que, por lo general, todo hijo profesa por sus progenitores y ancestros. Eso sí, me daba tirria, creo, porque ella era el objeto de burla preferido del barrio, lo que inevitablemente conducía a que yo y mis dos hermanos mayores también lo fuéramos. Recuerdo, por ejemplo, que tan pronto como cualquiera de nosotros se asomaba por la ventana que daba a la esquina en donde los de la patota solían ubicarse, estos empezaban enseguida a arrojarnos piedras o cualquier otra cosa que se hallara a su alcance, y a cantar tonadas como: “La familia Pu no sabe ni la u, siempre hace la tutú y a los hijos les gusta el pingapú”, mientras que con sus manos hacían gestos obscenos y soltaban luego una estruendosa carcajada.
Era aún peor cuando la abuela misma decidía escapar subrepticiamente de la casa en busca de Marino, su primer amor, el que no obstante llevaba ya bastante tiempo enterrado en Arequipa, su tierra natal. Cuando mamá descubría que había fugado, salía en su búsqueda, mortificada y furiosísima, y de las orejas la traía de regreso, mientras que la abuela, casi enloquecida, gritaba “pu, pu, pu”, y la patota, salvajemente divertida, coreaba al unísono: “Pásame la pe, peee; pásame la u, uuu; pásame la te, teee; pásame la a, aaa. ¿Qué dice? ¡Puta! ¡No se oye! ¡Puta! ¡Más fuerte! ¡Puta, puta puta!”
Una vez en casa, mi madre le pegaba a la Pu y algunas veces hasta mi hermano mayor le daba una mano. Yo miraba aterrado toda la escena desde un rincón de mi cuarto, y lloraba de rabia por el escándalo que la abuela había provocado en vano, pero también de honda lástima por la Pu misma, cuyo desbocado dolor y salvaje desesperación, no sé cómo ni por qué, era captado involuntariamente por todo mi ser. Era como si de pronto su alma tomara posesión de la mía y le transmitiera hasta la más mínima sensación suya, hasta su último sentimiento. Acaso por eso ella tenía especial predilección por mí, lo que en apariencia no se justificaba, ya que siempre le rehuía por sentirme incómodo ante su mirada y, sobre todo, horrorizado por el amor que estaba seguro yo le inspiraba.
Había algo de infinitamente sobrecogedor pero también tierno cuando miraba llorar a la Pu. Era como un monstruoso animal herido, cuyas blancas greñas se empapaban con el profuso llanto de sus ojos que no se abrían nunca, mientras que los gemidos que acompasadamente profería iban creando una atmósfera enrarecida e inquietante que terminaban envolviendo al que los escuchaba en una maraña de intrincados sentimientos que iban de la repulsión y el espanto más completos a la compasión y la reconciliación más beatíficas.
Aunque, a decir verdad, no sabría decir qué era lo más chocante de estas escenas casi cotidianas: si las para mí absurdas huidas de la abuela, la grotesca chacota de la pandilla, los golpes de madre a la Pu o el sentimiento de culpa que asaltaba a aquella luego del castigo infligido. Mi madre lloraba con amargura porque decía que la Pu la obligaba a hacerlo, que tenía que aprender la lección de alguna manera, que no podía seguir haciéndonos pasar vergüenza, y así tantas razones más. Sea como fuere, cuando no le pegaba por haberse escapado, la regañaba permanentemente por no comer sus alimentos en la cantidad y forma que debía, por mojar todas las noches la cama o pasarse en los calzones, e incluso por roncar de modo excesivo cuando dormía. Pero no solo mi madre paraba recriminándola. También mi padre, mis hermanos y yo mismo la amonestábamos sin cesar, ya fuese porque hacía mucho ruido cuando comía, porque casi nunca se bañaba por lo que siempre olía bastante mal, porque no lavó bien los platos ese día o no nos cosió correctamente los pantalones.
Pero parecía que a la Pu no le importaba en lo más mínimo nuestras incesantes reprimendas, pues siempre estaba dispuesta a hacer todo lo que se le pedía y ordenaba. Lavaba y planchaba nuestra ropa, zurcía nuestros inmundos calcetines, nos hacía masajes y nos untaba con pomadas cuando nos lastimábamos jugando al fútbol, nos defendía cuando algún grandote quería zurrarnos en la calle, nos preparaba remedios caseros cuando padecíamos alguna enfermedad y vigilaba acuciosa nuestros febriles sueños.
Si hubo algo que siempre tuvimos que reconocer fue el hecho de que a pesar de todo la Pu nunca nos abandonó a nuestra suerte, y de que, para mi vergüenza, siempre nos amó aun sabiendo que para nosotros su existencia no solo era un verdadera pesadilla, sino también motivo de rechazo y repulsión. Nadie la quería consigo, empezando por los otros dos hijos que tenía y que la recusaban alegando que ella nunca los había criado, y terminando por sus hermanos -ahora personas de buena renta y de pronto dignificadas por el dinero-, para quienes la Pu era el baldón de la familia y que no merecía la menor de las consideraciones.
De cualquier modo, entre llantos y escándalos, la Pu se fue a vivir durante cuarenta años a casa de madre, con quien a lo mejor alguna vez fue feliz. Al menos eso quiero creer por la forma tan dulce en que murió a inicios de la pasada primavera. Todo fue tan rápido. Una mañana simplemente decidió quedarse un poco más en la cama, lo que no dejó de sorprendernos un tanto, ya que ella siempre madrugaba. Siguió durmiendo en su cuarto mientras los demás desayunábamos en el comedor. De pronto escuchamos a la Pu, como que cantaba. Mamá y yo nos dirigimos a donde estaba ellay vimos que si bien dormía profundamente, de sus labios, sin embargo, brotaba una suave melodía de quién sabe qué sueños que en esos momentos la envolvían. Nos encogimos de hombros y volvimos al comedor sin hacer mayores comentarios al respecto. Pero cuando llegó la hora del almuerzo y observamos que la Pu aún no se había levantado, decidimos entrar todos a su cuarto para despertarla. Solo que no pudimos hacerlo porque estaba muerta. Mi madre se abalanzó sobre ella y por horas lloró desconsolada. Le pedía perdón por todo lo que le había hecho, mientras le besaba el rostro yerto y le decía que siempre la había amado. Mis hermanos y yo asistimos desconcertados a toda la escena y, por lo menos en mi corazón, reinaba la tristeza y el dolor, no tanto por la muerte misma de la Pu, sino porque me apesadumbraba no sentir verdadera tristeza ni dolor por su partida definitiva.
Solo años más tarde creí sentir la bendición bienhechora que tales sentimientos humanos a veces nos confieren, y fue cuando mi madre me contó que la noche anterior había soñado con la Pu, que estaba viva y que podía hablar. Mi madre siente que una infinita alegría la desborda por verla de nuevo con ella, y entonces le dice mamá, le dice perdóname, la vuelve a abrazar, esta vez más fuerte mientras llora de felicidad, mamá te quiero, te quiero mami. Yo la escucho contar a mi madre, y me siento feliz porque creo que al fin hemos sido perdonados.
Lima, 1988