DOS FÁBULAS DE MARCO TULIO AGUILERA
EL SUEÑO DEL GATO
Una mujer soñó que tiraba a un gato negro a un pozo y que se olvidaba de él. Seis semanas después soñó (en el mismo sueño) que regresaba al pozo y veía en en fondo, al gato, todavía vivo. El gato abría y cerraba el hocico, del cual no salía sonido alguno. La mujer pensó que había sido en extremo inhumana y que era necesario hacer algo. Pensó que tenía dos posibilidades. Tirarle una gran roca y aplastarlo, o meterse al pozo y sacar al gato para dedicarse a cuidarlo hasta que se recuperara. Estaba en esta encrucijada, cuando despertó. Por un instante pensó que había sido injusto dejar el gato allá en el fondo, pero luego recordó que todo había sido un sueño y que los gatos de sueños no sufren. Sin embargo durante todo el día la mujer siguió pensando en el gato, sabiendo que de alguna manera se sentía culpable, aunque no hubiera razón razonable alguna.
Cuando se acostó a dormir la noche siguiente pensó en el gato y rogó para que retornara la pesadilla, en la que estaba dispuesta a tomar alguna determinación con respecto al animal. No obstante, esa noche no soñó con el gato. Ni la noche siguiente, ni la siguiente. Y el sentimiento de culpa de la mujer crecía.
Al sexto día despertó con un dolor de cabeza terrible. Supo que se iba a volver loca si no hacía algo. Entró a la buhardilla donde su esposo yacía enfermo como siempre, abandonado ahora por la decisión de su esposa. El hombre apenas si tuvo fuerzas para abrir los ojos. Vio que su esposa se acercaba, que lo observaba con inexplicable expresión. Que se sentaba al borde de la cama, le acariciaba la frente y luego, tras darle un beso en la mejilla, colocaba sus manos sobre su cuello y presionaba hasta hacerle extraviar el último aliento. La mujer cerró dulcemente los ojos del cadáver de su esposo. Luego se acostó a su lado y pudo dormir como no lo había hecho en los años que duró la enfermedad del que ahora descansaba en santa paz.
LA MUJER Y EL PINTOR
Habiendo llegado a la madurez de su vida y a la plenitud de su arte, un pintor quiso pintar cuadros que sabía estaban en sus manos y en su imaginación. Serían cuadros diferentes a todos los anteriores, semejantes sólo a sí mismos, sorprendentes de tan sencillos y con profundidades que dejarían pasmados a los espectadores. Como si en esos cuadros no estuviera representada la vida, sino el mismo significado de la vida, como si esos cuadros no fueran la representación del mundo, sino el mismo origen de todo. El pintor estuvo toda una semana ante el lienzo, con el pincel en ristre y la paleta de los colores en la mano derecha. Durante siete días llegó el anochecer sin que el pintor se atreviera a seleccionar un solo color o a aventurar un triste trazo. Finalmente decidió abandonar la empresa y consolarse con las figuraciones de la noche.
Los cuadros que habían salido de sus manos eran agradables y a todo el mundo gustaban discretamente. Pero a él no. Reconocía que en ellos faltaba algo. Llegó un momento en que comenzó a aborrecerlos. Y tomó la decisión de destruirlos. Uno a uno fue cortando paisajes como espejismos, criaturas delicadas, cielos de colores insólitos, aguas que de tan prístinas invitaban a la santidad. Pero, ay, al pintor todo aquel espectáculo de colores y formas le causaba repugnancia. Le parecía vacío e inútil. Todo lo rompió, lo hizo trizas con silenciosa indiferencia.
Después de destruir sus cuadros y de permanecer otro mes ante el lienzo vacío decidió hacer un viaje. Llevaría consigo apenas lo básico para sobrevivir y la tranquila certeza de que en el camino encontraría la respuesta a sus angustias. Tras varios meses de recorrer el país le tocó alojarse en un hotel en medio del bosque y del silencio más impresionante. Se acostó cansado, dispuesto a dormir. Apenas estaba vislumbrando los primeros bordes del sueño comenzó a escuchar suspiros. Ay, ay, ay, suspiraba una mujer en la habitación vecina. Conocedor del mundo, el pintor no le prestó atención al asunto. Se metió bajo las cobijas y cerró los ojos. Durmió unos instantes y luego volvió a escuchar ay, ay, ay. Se removió inquieto y regreso al sueño.
A media noche volvió a despertar. Los suspiros continuaban. Ay, ay, ay.
El pintor se sentó en la cama y meditó. Aquello era algo poco usual. No había sufrimiento en aquellos suspiros, tampoco pena, sino algo como un suave gozo, como una añoranza o resignación por lo que no llegaba y un doloroso deleite de sospechar que quizás llegara o quizás no.
El pintor sonrió y volvió a la cama. La vida tiene sus pequeños msterios y hay que saber respetarlos. La curiosidad puede matar el cuadro, pensó.
A las cinco de la mañana de nuevo estuvo despierto. Los suspiros seguían. Ay, ay, ay.
El pintor, casi feliz, sabiéndose irresponsable y con una arista de culpa, decidió develar el misterio. Buscó la forma de observar lo que sucedía en el cuarto vecino. Con una navajita comenzó a rascar suavemente la leve pared al mismo tiempo que los suspiros acompasados como un batallón en marcha retumbaban en la catedral del bosque. Ay, ay, ay, ráscale, ráscale, ráscale. Hasta que al fin pudo ver lo que ya había imaginado, pero no comprendido.
Tendida sobre la cama había una mujer, una mujer como cualquier otra, con sus bellezas inobjetables y sus nimios defectos, pero que tenía en su rostro una expresión de espléndida felicidad, de paz, de gozo.
Al lado de ella estaba un hombre que la acariciaba con la lengua (el hombre tenía las manos unidas tras su cuerpo, mas no atadas, en un acto de voluntad que se le antojó al observador, heroico), la acariciaba con una paciencia de gota sobre la piedra de los siglos, de ola sobre la arena, de sombra bajo el árbol, la acariciaba con trazos levísimos y lo hacía con tal minucia, que uno pensaría que no deseaba dejar nada al azar y que del trabajo de aquel hombre dependía no sólo el placer, sino la belleza y la vida de aquella criatura que yacía sobre la cama suspirando.
A la mañana siguiente el pintor decidió abandonar sus vacaciones y regresar al trabajo. Volvió a su estudio y comenzó a pintar. Pintó exactamente lo mismo que había pintado antes del paseo, pero ahora lo hizo con un esplendor asombroso.
Cuando le preguntaron su secreto, el pintor no dijo ni una sola palabra. Solamente sonrió, mientras pensaba que la vida tiene sus secretos y que hay que saber respetarlos.
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