La poesía uruguaya nació en París

El escritor y crítico Víctor Sosa afirma que este hecho ocurrió antes de 1870, y que muchos uruguayos no se han enterado.

 

 

 

 

Víctor Sosa

 

La poesía uruguaya nació en París poco antes de 1870. Algunos uruguayos se enteraron de este hecho veinte años después, gracias al libro publicado por Rubén Darío, llamado Los raros. Sin embargo, la gran mayoría de los uruguayos -incluyendo a los poetas-, lo siguen ignorando. El hecho singular de que, Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, haya nacido y vivido hasta los 14 años en Montevideo, y después escribiera en París los Cantos de Maldoror, más la constatación de que el propio poeta se define como “montevideano”, no deja lugar a dudas del principio de identidad de esta escritura y su autor.

 

La poesía uruguaya, entonces, nació con Lautréamont porque fue el primer creador de ese país, inventor y hacedor de una lengua personal, de un mundo onírico proto-surrealista, de una desbocada metamorfosis nacida en un desenfreno de energía motriz. Como dice Gaston Bachelard: “Lautréamont sitúa a la poesía en los centros nerviosos. Proyecta a la poesía sin intermediarios. Se sirve del presente de las palabras.” Yo agregaría, nervios y músculos, ya que la tensión nerviosa se acompaña de una bien dotada masa muscular que toma cuerpo en el lenguaje. Se musculariza la escritura en la animalización y metamorfosis de sus enunciados.

 

Con ello intento marcar un voluntario deslinde con un género preexistente: la poesía gauchesca, que comienza con el oriental Bartolomé Hidalgo y seguirá su curso con los argentinos Ascasubi y José Hernández, entre otros.
La poesía gauchesca es creada por poetas letrados que imitan la anónima oralidad y el canto del gaucho rioplatense. Es un género que nace con la Independencia y que actúa como argamasa para fundar el sentido de patria, la noción de un nosotros aglutinante a través de una matriz literaria con raíz popular. Más tarde, en 1886, José Zorrilla de San Martín inventa en Tabaré -ese indio de ojos azules- la más idealizada imagen fundacional de la patria, de esa República Oriental del Uruguay que, paradójicamente, había exterminado a los últimos aborígenes en 1832.

 

Lautréamont no hace patria, hace poesía. No se recrea en los cielitos, se crea en los Cantos. Es un extraño, un raro, como lo llamó Darío, quien, a pesar de haberlo traducido y presentado por vez primera en América, todavía no alcanzaba a entenderlo: “Vivió desventurado y murió loco, escribió un libro que es único si no existiera la prosa de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso, un libro en que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la locura”. Y agrega más adelante: “Más aún, quien ha escrito Los cantos de Maldoror, puede haber sido muy bien un poseso.

 

Recordemos que ciertos casos de locura que hoy la ciencia clasifica con nombres técnicos en el catálogo de las enfermedades nerviosas, eran y son vistos por la Santa Madre Iglesia como casos de posesión para los cuales se hace preciso el exorcismo. El bajísimo lo poseyó penetrando en su ser por la tristeza. Se dejó caer. Aborreció al hombre y detestó a Dios. En las seis partes de su obra sembró una flor enferma, leprosa, envenenada.”

 

Darío no alcanzó a entender que ni un loco ni un poseso pueden haber escrito Los cantos de Maldoror. Hasta Mefistófeles necesita a Fausto para desarrollar un estilo y para escribir con algo de creatividad. El estilo y la creatividad de Lautréamont no provenían ni de la locura, ni mucho menos del diablo. Gómez de la Serna, con mayor lucidez que Darío, dijo: “Lautréamont es el único hombre que ha sobrepasado la locura. Todos nosotros no estamos locos, pero podemos estarlo. Él con este libro se sustrajo a esa posibilidad, la rebasó.”

 

Lautréamont se sustrajo de la locura, como se sustrajo del Montevideo natal, como se sustrajo de su nombre –Isidore Ducasse- para fundar un otro monte en Lautréamont y un mal (dorado) dolor en Maldoror. Esta suma de sustracciones va construyendo su poética que, además, se sustrae del tiempo histórico para establecerse en una zona atemporal, genésica, en donde el Bien y el Mal (Dios y Maldoror) ajustan cuentas en una lucha eterna, arquetípica, metamórfica, sobrehumana.

 

Sin embargo, la violencia intrínseca de los Cantos de Maldoror se puede rastrear en algunos datos importantes: Isidore Ducasse nace y pasa su infancia en el sitio de Montevideo -tal vez en contacto con los degüellos perpetrados por los gauchos y los no menos sanguinarios citadinos- y muere en el sitio de París, a finales de la guerra franco-prusiana. Un exilio, el suyo, signado por dos sitios; una vida breve enmarcada por la violencia de la especie y su pulsión destructiva. ¿Sustracción del tiempo histórico o sublimación ficcional? Al término del primer Canto, Lautréamont nos dice. “El final del siglo XIX tendrá su poeta (sin embargo, al principio no debe iniciarse con una obra maestra sino obedecer a la ley natural): nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, otrora rivales, se esfuerzan actualmente por superarse mediante el progreso material y moral. Buenos Aires la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha instalado su imperio destructor sobre los campos y cosecha con alegría numerosas víctimas”.

 

Lautréamont inaugura la desterritorialización de la poesía uruguaya que, como se sabe, va a tomar cuerpo en un múltiple exilio a todo lo largo del siglo XX, de carácter político, económico y cultural. Una suerte de bumerang que retrotrae a esa enorme emigración europea que pobló el Río de la Plata, nuevamente a sus núcleos –España, Francia, Italia, Europa- pero ahora desarraigados, parias de patria y matria, esquizoides metecos asignados al interfronterizo limbo de la identidad.

 

Si la poesía uruguaya nació en París con Lautréamont, Julio Herrera y Reissig continúa la desterritorialización, a comienzos del siglo XX, declarando que va a “escribir para París” e inscribiendo a la entrada de su buhardilla montevideana –llamada pomposamente La torre de los panoramas– este anuncio conminatorio: “Prohibida la entrada a los uruguayos”. Se inaugura así una larga tradición de autodesprecio en la literatura uruguaya, o de esquizofrenia cultural que Mario Benedetti dibujó de forma extraordinaria en Gracias por el fuego.

 

Julio Herrera, más que escribir para París, escribe contra los uruguayos. Ese gesto irónico es sucesor de la ironía lautréamontiana, asumiendo la desterritorialización de la escritura no sólo en el papel sino en el genio y la figura de su autor. Julio Herrera y Reissig acomete contra lo gauchesco, lo patrio, lo telúrico, contra el provincianismo que tomaba cuerpo como una manera de ser -y del ser- uruguayo. Simbolista, modernista, e incluso vanguardista avant-la-lettre, hace de la lengua un prismático carrusel donde el sentido se opaca o se pierde. Ante la transparente enunciación de la poesía gauchesca, Herrera contrapone un paisaje culterano, oscuro, cincelado en sonoridades a veces autosuficientes, como en el verso: “Úrsula punza la boyuna yunta”, de un poema que se va estructurando en movimientos musicales. La doliente, pero aún cristalina ironía de Lautréamont, se opaca y adensa en Herrera y alimenta ese extrañamiento de terruño (entendido como enrarecimiento y, a su vez, nostalgia) propio de algunas poéticas que vendrán después en el Uruguay.

 

Pero, tal vez por el deslumbrante marco político y racionalista del batllismo (José Batlle y Ordóñez sube al poder en 1904 e instaura un régimen liberal, democrático e ilustrado que es fundamento del Uruguay moderno) el desarrollo de la poesía y gran parte de la literatura uruguaya, se alejará de esos “siniestros cascabeles de la locura” de Lautréamont, así como del epiléptico barroco herreriano, y se irá encajonando en otros territorios discursivos: el tanático erotismo de Delmira Agustini; la modesta y doméstica simpleza poética de Juana de Ibarbourou, transformada por el Estado benefactor uruguayo en Juana de América –un símbolo de lo pusilánime y de la total carencia de riesgo en el lenguaje de creación. Sin embargo, tal vez siendo la menos propositiva de todas, Juana de Ibarbourou pertenece a una estirpe de mujeres poetas como pocas veces se dio en otro país latinoamericano: pensemos en María Eugenia Vaz Ferreira, en la ya citada Delmira Agustini, en Esther de Cáceres, Sara de Ibáñez, Idea Vilariño, Amanda Berenguer, Circe Maia, Ida Vitale y Marosa de Giorgio, entre otras.

 

Ya desterrados del interés oficial los dos grandes -Lautréamont y Julio Herrera-, pero también como mecanismo de defensa ante la poesía “poética” postmodernista, la balanza se inclina entonces hacia el prosaísmo y el lenguaje común, hacia la apropiación de una jerga callejera, no como lo hiciera el tango -al inventar un lenguaje cifrado: el lunfardo- sino como una manera de mancomunar poesía y prosa de la vida, redescubriendo el territorio, la identidad urbana y socialmente clasemediera del montevideano a través de un habla y una tonalidad común. En ese lugar encontramos a Líber Falco y, sobre todo, a Mario Benedetti, quien con sus Poemas de la oficina, aparecido en 1956, redefine identidades: reevalúa el origen popular de la poesía uruguaya (no la nacida en París sino la nacida en el degolladero de los gauchos) actualizándola a los tiempos que corren: ya no hay gauchos, hay aburridos burócratas, ya no hay cuchillos destazando enemigos, hay pequeños odios y amoríos y rencores y frustraciones detrás de las corbatas y el café con leche matutino. Benedetti tematiza la inoperancia y la medianía de una clase –la suya- que se adormila y vegeta en la acolchonada inercia de un Estado administrativo y burocrático condenado a desaparecer en el duro despertar de la guerrilla, la crisis económica y la barbarie militar desatada con el golpe de Estado en 1973.

 

Del coloquio oficinesco a la poesía política hay un paso, y de ahí, al retomar la fuente fundadora de la poesía gauchesca: la guitarra. La llamada “canción protesta” de los años 60 se alimenta de poesía y de panfleto, como antaño el cielito que interpretara Bartolomé Hidalgo en los albores de la Independencia. Benedetti deviene el poeta más popular del Uruguay, no sólo en su país sino en toda Hispanoamérica.

 

Nunca Lautréamont estuvo más lejos del Uruguay que cuando Benedetti se oía musicalizado en la radio y se tarareaba en las manifestaciones estudiantiles, para bien o para mal de la poesía uruguaya. Benedetti rebajó la enorme temperatura alcanzada en el eje Lautréamont/Herrera y Reissig con la intención –parecida a la de Hidalgo- de hacer patria chica, de hacer patria grande, de poner la poesía al servicio de la revolución, pero sin revolucionar el lenguaje, sustrayéndolo a toda experimentación y a toda ambigüedad connotativa. Se dirá que “la acción en el seno de la Historia” (Blanchot) imponía un impasse en la acción sobre el Lenguaje, pero recordemos a Maiakovski, o a los surrealistas, a todas las vanguardias comprometidas con ese “transformar el mundo” y “cambiar la vida” que tanto han inspirado, desde Marx y Rimbaud, a las generaciones exigentes.

 

La diáspora y desterritorialización de los poetas y narradores uruguayos –más allá y más acá de las circunstancias políticas- sigue siendo una constante: desde Lautréamont, Laforgue y Supervielle –esos tres poetas franco-uruguayos- pasando por Horacio Quiroga y Eduardo Acevedo Díaz, que murieron en Argentina, hasta Juan Carlos Onetti, que murió en España, la lista continúa extendiéndose hasta la actualidad. Algunos en México, otros en Europa o en Estados Unidos, hibridados, metamórficos como Maldoror, enriquecidos por mixturas y alianzas de lenguas, de identidades, de poligamias culturales, los poetas y la poesía uruguaya buscan ese presente de las palabras que rebasa y contiene, en su propia metamorfosis, a la experiencia histórica.

 

Hoy sería prudente preguntarnos si la poesía uruguaya –si acreditamos en su plural origen parisino y gauchesco- no es una piadosa ilusión para ocultar los vericuetos del lenguaje y ésas, sus circunstancias, que llamamos autores. Porque la patria, más que un territorio acotado en el mapamundi, es una lengua con sus declinaciones tonales, elípticos sobreentendidos, mitologías y maneras de expresarse ante el mundo. Pero este mundo -cada vez más pequeño- es una patria grande, multicultural y babélica que insemina nuevos sentidos y senderos. Y, en ese sentido –y en esos senderos- es que, hoy, la poesía uruguaya está naciendo en todas partes, en todas las laderas de sus signos y símbolos, en esa condición de nomadismo y deglución de mundo en devenir. La transterritorialización de la poesía uruguaya –y tal vez de la mexicana, la francesa o la china- es un hecho fundacional en progreso, pero es un progreso multidireccional que desmantela el territorio y desvía la lengua hacia otras lenguas y lares –otras casas del ser- abriéndose a nuevos contenidos latentes.

 

Ya no se fundan patrias a través de la poesía, se fundan lenguajes, discursos expresivos, comunidades virtuales donde una misma familia discursiva se reconoce. El territorio –como origen- hace mucho que desapareció, pero quedan los ecos genésicos de esas lindes. Ese extrañamiento de terruño que, por contraposición, prohibía la entrada a los uruguayos –en la aristocrática insularidad de Julio Herrera y Reissig- hoy no tiene sentido porque no tiene sendero -o Torre de los panoramas- en donde exponerse.

 

El mundo, en su metamórfica colisión consigo mismo, derribó las torres y dejó a la poesía carente de casa pero permeable a todos los vientos y bitácoras, a todas las navegaciones y periplos, en una condición de palabra mutable y transmigrante, de quieta crisálida que es -a la vez- ala alzando su vuelo.

 

 

Texto leído en la Feria del Libro de Michoacán, Morelia, 2009.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Amir Hamed. Uruguay a través de su poesía. Siglo XX. Editorial Graffiti, Montevideo, 1996.
Gaston Bachelard. Lautréamont. Fondo de Cultura Económica, México, 1997.
Enrique Pichon-Riviére. El proceso creador III. Nueva visión, Buenos Aires, 1978.
Julio Herrera y Reissig. Poesías. Porrúa, México, 1988.

        

 

Víctor Sosa
 Víctor Sosa (Uruguay, 1956) es poeta, ensayista, teórico de arte y de literatura, pintor y traductor de la lengua portuguesa. Desde 1983 vive en la Ciudad de México y en 1998 adquiere la nacionalidad mexicana.

 

Entre sus publicaciones se destacan Sunyata (1992, poesía); Gerundio (1996, poesía); La flecha y el bumerang (1997, ensayos); El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000, ensayo); Decir es Abisinia (2001, poesía); El impulso, inflexiones sobre la creación (2001, ensayo); Derivas del arte contemporáneo en México (2003, crítica de arte); Los animales furiosos (2003, poesía); Mansión Mabuse (2004, poesía); La saga del Sordo (2006, poesía); la antología Sunyata & outros poemas (2006, publicada en Brasil, edición bilingüe); está incluido en la antología Jardim de camaleoes, a poesía neobarroca na América Latina (2004), editada por el poeta brasileño Claudio Daniel.

 

Colaboró regularmente con la revista Vuelta en la década de los 90s. Ejerció la crítica de arte y de literatura en La Jornada Semanal, Milenio y Reforma, entre otros periódicos de México.Recibió el Premio Nacional Luis Cardoza y Aragón para Crítica de Arte (1998), y el Premio Nacional de Poesía Pancho Nácar (2000) así como Mención de Honor del Ministerio de Cultura del Uruguay y de la Intendencia de Montevideo por su libro Los animales furiosos. Es profesor de Literatura y Arte en diversas universidades y dirige Zona Uno, Seminario Permanente de Apreciación  Poética en la Casa Refugio Citlaltépetl.