Relatos de esta dominicana que publicó recientemente su libro “Historias para morderte los labios”.
Yolanda Arroyo Pizarro
Potomac
Hay labios tan finos que en vez de besar cortan.
(Paul Charles Bourget)
Descubrió que girando sobre sus pies en un círculo perfecto, encontraba charcos que luego se congelaban sobre la hierba cubierta. Los contó. Esa misma cantidad de veces él había jurado venir a buscarla. Nunca llegó. Se lo impedían los visados, los pasaportes, las fronteras y embajadas llenas de funcionarios desdeñosos de historias de amor. Siguió girando y el vuelo del traje de novia, blanco y de encajes, jugueteó con la fría brisa. Corrió por el puente y se quitó el velo. Apretó los labios. Cerró los ojos e imaginó su tacto, su roce en las pestañas. Plantar al novio, eso haría. No casarse. Fugarse con el otro, con el de más años. Y vivir a su lado en un país extraño hasta que la muerte los separase. Esos votos tenían más sentido ahora que antes.
Debajo del puente, el Potomac abría las fauces con las orillas llenas de nieve. La corriente le susurraba a la muchacha que siempre aparecen luceros rosados en el cielo, y que reclamaban como suyo aquel cuerpo pintado de agave azul. El río quiso tragarla, y ella no se resistió. El afluente seminal y viscoso le pareció incitante, provocativo. El novio y su familia no les dejarían ser felices en ninguna parte del mundo, por más que se escondieran. A final de cuentas, hundirse era mejor que vivir con su ausencia, que vivir sobreviviéndolo, porque sabía, y bien que lo sabía, que su historia de amor duraría muy poco y jamás nadie habría de contarla.
Se lanzó a las aguas.
En el otro país, antes de que un puñal se hundiera sobre un quebrado corazón de hombre viejo, apareció una imagen sobre la superficie de un lago olvidado en el valle. Él logró verla desde la ventana, antes de extinguir su vida. Dejó caer el puñal con la esperanza resucitada. Una mujer vestida de blanco y sin velo emergía de la platea celeste. La figura comenzó a girar sobre sus pies, en un círculo perfecto y cristalino.
Después de martillar
(del libro ‘Historias para morderte los labios’)
Diana mira el cielo de su habitación y decide abrazarse. No hay lagartos ni tortugas. Ignora, por unos segundos, al cuerpo femenino a su lado. Coloca las palmas de las manos sobre sus hombros, tuerce las piernas para enroscarse, oprime los muslos con el fervor de una trenza. Reconoce ese momento. Se da cuenta de que una vez, cuando era chica, se prometió regresar en el tiempo y abrazar a la niña que lloraba. Hay un hombre que usa un martillo. La niña se extrae del dolor que siente y libera el karma. Dolor en el punto de encuentro de cada pierna. Botón que late. La curva que une su osamenta y que la punza quiere rajarse. El hombre que espera a que la madre salga al trabajo martilla como si Diana fuera de madera. También taladra al dejarlo al cuidado de la nena mientras mamá va a la farmacia. Mamá busca medicinas para la fiebre de Diana. Diana se aterra. El martilleo la desquicia. Sabe que es demasiado chica para soportar tanto peso sobre ella. Suda. Intuye que desarrollará fobias, traumas de la conducta, desconfianza excesiva con todas y cada una de sus parejas. Nadie podrá jamás penetrarla, tratarla con seductor anhelo. Cierra los ojos y mira hacia la pared del lado derecho por donde ve arañas deslizándose. Se promete que cuando sea grande, retrocederá en el tiempo. Diana Grande llegará justo en ese punto de la historia. Se acercará a su oído. Jurará proteger a la pequeña, cuidarla del inicuo. No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal. Quebrará el cuello del hombre del martillo. Disfrutará su agonizante salivar. Contará cada glándula de su lengua colgada y asqueante mientras atestigua su asfixia. Diana va a tomar clases de defensa personal en la adolescencia. Más tarde, a sus veintipico, practicará la lucha olímpica. Sabe cómo concentrarse y partir, de un manotazo, pedazos de tablas. Sabe movimientos de jiu-jitsu y llaves de karate. Regresa como su bushido único y personal para susurrar a Diana Pequeña una plegaria de protección en donde jura que nada ni nadie va a hacerle más daño. Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria. Con sus propias manos alojadas de pasión enfermiza, sostiene el cuello del padrastro muchos minutos después de que éste ya no se mueve. Durante la investigación del homicidio se hace imposible establecer un asesino, detectar un sospechoso. Diana Pequeña no cuenta con los años, ni la fuerza, ni la constitución física. La curvatura que une su osamenta y que late punzante ahora descansa relajada. Ahora ya hay más memorias felices. Ahora se han rescatado de la niñez recuerdos de una playa, de una lluvia de meteoros, de un baño de luna con las Pléyades en el manto del cielo. A partir de este nuevo reinicio, encontrará noches en que no ha tenido que empujar con las piernas, en que no ha tenido quien le parta el centro del alma, en que ha podido dormir sin interrupción toda una noche. Diana se toca los labios y mira el cielo de su habitación. Decide abrazarse. Se escurre, por unos segundos, sobre las sábanas, para llegar hasta el cuerpo femenino que la acompaña y que despide feromonas. Resurgir entre los lagartos. Desovar los huevos de tortugas. Desembarcar, por fin, en un orgasmo que no se estrangula.
La vida desde los labios: Reflexiones sobre ‘Historias para morderte los labios’ de Yolanda Arroyo Pizarro
por: María de Lourdes Javier Rivera
El título del libro sugiere que sus páginas encierran cuentos coquetos, que seducen y besan. Ciertamente los personajes y palabras de la autora seducen y el lector recorre las páginas con ganas de devorar cada letra, de consumir cada historia. Sin embargo, nada en esta antología de cuentos es tan sencillo, Yolanda Arroyo Pizarro no es una escritora obvia y al pasar la página del primer cuento descubrimos que estas mordidas no son meramente las que colman de placer, sino que también son heridas que duelen. Los protagonistas del libro se tocan los labios, los aprietan y los muerden, cada uno por razones distintas, pequeñas manifestaciones exteriores de la psique profunda que los animan. Nos mordemos los labios cuando deseamos, cuando pensamos, cuando la pasión estremece la piel pero también cuando sufrimos, cuando sentimos miedo, debilidad o cuando no podemos hablar. Y es entonces que se nos revela el segundo motivo del libro: las cicatrices, las marcas que deja la vida sobre la piel, huellas ineludibles de todo quien ha padecido, amado y vivido. Son pequeñas grietas que abren nuestros cuerpos y exteriorizan todo lo que queda bajo la superficie. Grietas que con el tiempo sanan pero con facilidad vuelven a abrirse. Y es que los labios, todos los labios posibles, al igual que las cicatrices, implican una apertura, una puerta que transgrede las barreras que separan un cuerpo de otro. Un beso nunca es sólo un beso, es un puente hacia otros terrenos, un penetrar el universo desconocido de la otredad. El abrirse a la vida y a los demás es siempre abrirse a la posibilidad del dolor. Los personajes de Yolanda Arroyo Pizarro viven desde esa contingencia ineludible: niños abandonados por los padres, jóvenes y adultos que no saben enfrentar la enfermedad/muerte, hombres y mujeres que han amado y sangrado con intensidad, cuerpos que son violentados, ignorados, trasgredidos, celebrados y olvidados. Seres cotidianos, históricos y míticos, reales e imaginados, que sienten y padecen de forma humana, demasiado humana. Estos relatos nos enseñan los aspectos más viscerales de la existencia misma y a la vez, no deja de ser un canto a la infinita complejidad que encierra el ser humano. En el cuento “Alguna vez seré Marte” la autora nos dice que las lunas aman de una manera particular: se enamoran de enamorados, de la forma en que se besan, acarician y profesan sus afectos. Daría la impresión que la autora fuese ella misma una luna, eterna enamorada del amor, la pasión y el erotismo en todas sus manifestaciones, aún cuando desemboca al desamor y que lo único que redime la humanidad es esa capacidad trasgresora de amar.
La autora, con su inagotable talento como narradora, nos hace vivir desde la propia piel, el placer y dolor, las vivencias de estos personajes a tal grado que resulta imposible asumir la distancia tan cómoda del lector: cada historia, cual mordida, deja su marca en nosotros. Leer estos cuentos nos obliga a asumir la vida desde los labios, desde esa grieta que se abre y se cierra en la medida que se vive y ama.
Maria de Lourdes Javier Rivera
Escritora puertorriqueña (San Juan, 1981)
Estudiante de doctorado en historia del arte en la Universidad de Salamanca (Usal, España).
Ha escrito para las revistas Letralia.com y es tallerista de prosa y poesía.