A propósito de la edición de este libro, UAM-2010, ganador del Concurso de poesía para poetas jóvenes Jaime Reyes, Molinet aguza el sentido crítico y nos habla de este joven autor, a quien la diversidad y la sencillez le rinden frutos.
De todos lados las voces, de Christian Peña
Como su título sugiere, De todos lados las voces es un libro heterogéneo, que sacrifica una entelequia convencional, la unidad, a favor de la variedad y la textura que componen lo real y lo viviente.
Cabe decir también que se trata de un libro complejo hecho con poemas simples, y que esa y otras paradojas lo informan y sustentan. No obstante y a mi ver, la sencillez es su valor central y –arriesgo–, perdurable.
Hay una poesía que se propone algo similar a lo que Vincent Van Gogh se propuso cuando pintó esos zapatos o esa silla que bien conocemos.
Una poesía que busca llegar al hombre más visible y más audible, quiero decir al más precario y dolorido. No concibo poemas más difíciles que éstos, como los que a veces escriben Eugenio Montejo, Robert Frost o Salvatore Quasimodo. Poemas como los que Christian Peña se propone en este libro que casi podría llevar el mismo frontispicio que North of Boston, de Frost: “This Book of People.”
A la fecha, Peña ha publicado tres títulos: Lengua paterna, De todos lados las voces y El síndrome de Tourette. Los dos primeros son de composición prácticamente simultánea y por tanto están emparentados en más de un modo. El tercero inaugura un ciclo distinto.
Lengua paterna y De todos lados las voces guardan, sí, relación temática, pero son distintos en tono, en densidad y alcance. El enrarecido, ya febril Lengua paterna despliega unas indagaciones míticas y pesadillescas a medio camino entre la prosa poética y el largo aliento. Sin prescindir del todo de la atmósfera onírica, más bien asordinándola, De todos lados las voces es en cambio el más común y corriente de los libros de Peña; allí donde un poeta que investiga lo mismo mitos griegos que agujeros negros, declara: “Se trata de andar así, tocando / con una moneda de cincuenta centavos / las puertas familiares y las desconocidas.”
No se me ocurre, en poesía, tentativa más ambiciosa que negarse a enmascarar la realidad ordinaria sino enfrentarla tal cual es. Que correr el riesgo de plantarse en el sitio de todos, en el lugar común, y desde allí buscar lo otro.
Si hay simpleza hay modestia. Allí donde ambas se encuentran, hay también austeridad. Enunciados estos tres atributos, debe atajarse el equívoco: no se trata de un libro simplón ni falto de recursos ni apocado. Opera más bien una voluntad de dejar al lenguaje en un engañoso segundo plano para concentrarse en la experiencia, en unos hechos que alcanzan el estatuto de poesía mediante su enunciación más inmediata y económica. Hechos, digo, historias por cierto insignificantes, que son también retratos de sus protagonistas.
En poesía, pocos emprendimientos más simples que el de trazar retratos. Más simples, sí; luego entonces más riesgosos y demandantes. Allí está la SpoonRiverAnthology. Un poco más acá, un par de poemas de Antonio Machado, “El viajero” y el soneto que empieza: “Esta luz de Sevilla…”. Cerca también, Sabines con su tía Chofi. Excluyo los poemas de Borges para sus ancestros militares, puesto que son en primera instancia ejercicios de épica. Razones por las que excluyo también a cierto Darío y a cierto Mutis. En Edgar Lee Masters, en Antonio Machado, hasta en el lacrimoso “Tía Chofi”, leo la misma tentativa: capturar al hombre común y corriente, al commonman sin significación histórica ni resonancia cívica. Al que sólo fue notable para un puñado de amigos y parientes.
El primer problema que retratos así plantean es su proximidad. Más enigmático es quien conocemos de toda la vida y que no hace nada sino ser, que quien se recorta sobre un fondo de hazañas. Interrogar a nuestros héroes no es más que interrogar a nuestras ambiciones y convicciones. Interrogar a nuestra parentela, en cambio, es interrogarnos a nosotros mismos por la materia que nos conforma. Es enfrentar nuestros espejos más despiadados y pungentes.
José Luis Rosales Domínguez
Murió a los treinta y tres,
como Cristo,
y era en verdad
el redentor de la familia.
Un Mesías con uniforme,
con sobrepeso, calvo,
siempre dispuesto a servir,
a librarnos de las multas de tránsito,
a consolarnos las lágrimas.
Malhablado y feliz.
Tierno a su manera.
Fanático del baile y de sus hijos.
Me enseñó a defenderme con los puños,
a espejear en el coche,
a no patear a los perros,
a sostener una pistola,
a perdonar.
Algo se dijo en su entierro
de su desorden moral y alimenticio,
de su trabajo de policía,
de su malestar cardíaco,
de la marihuana.
Mi madre se arrojó sobre el ataúd,
en el hueco de tierra
que terminamos de cavar
minutos antes.
Lloré junto a ella la muerte de mi tío
y me sentí como debajo de una lluvia
que adelgazaba al aire
y le quitaba peso a mis pecados.
Otro problema de los retratos de familia fue ya enfrentado por la poesía estadounidense del segundo tercio del siglo XX: cómo hacer poemas con confidencias y confesiones que no sean meras confidencias y confesiones. Una Sharon Olds lo resuelve dotando de un sentido de género –un sentido ideológico– a sus textos: opera pues por adición. Peña prefiere resolver por sustracción: hechos escuetos, versos magros: al pan pan; al vino, vino. Tan simple en apariencia, “José Luis Rosales Domínguez” entraña un reto mayor de este libro: es dramático sin tremendismo y efusivo sin exceso. Entre Raúl Gómez Jattin y Tristán Corbière, Peña aprendió que, apenas tamizada a través de la sintaxis y las pausas, y si se hace en el punto preciso entre audacia y pudor, la enunciación cruda de lo crudo hace un poema.
No es extraño que a Peña le interese el neorrealismo italiano más o menos en la misma medida que los violentos garabatos de Jean Michel Basquiat. De hecho, el referente que hallo más útil para leer estos poemas no es literario sino plástico: arte povera. Una corriente italiana, vigente todavía a principios de los ochenta, que se proponía conferir a las cosas humildes –tierra, piedra, pedacería, hilacha–, vida y estatuto de arte. La apuesta está implícita en el propio título del libro: De todos lados las voces. No sólo de prestigiosos cielos ni de no menos prestigiosos infiernos. Según las leyes que el poemario formula, las voces vienen lo mismo de un pariente policía que de René Magritte, de un pozo que de una puerta. Leo:
TOCAN LA PUERTA.
Te levantas y al abrirla:
nadie.
Tal vez tus muertos
recordándote que aún vives.
Tal vez tu infancia se echó a correr.
Tal vez un hombre se equivocó de casa.
Tal vez el viento se hizo piedra.
Tal vez un vendedor arrepentido.
Son los versos inaugurales del único poema largo del libro, “Puertas (otra vez nadie)”; destaco no sólo ese arriesgado comenzar desde la incertidumbre, ni sólo ese tono ominoso establecido con particular economía, sino un recurso clave de este libro: la irrupción calculada de lo prosaico. Después de una conjetura de alto calibre lírico: “Tal vez el viento se hizo piedra”, el poeta desliza un anticlimático “Tal vez un vendedor arrepentido”. Resolver mediante anticlímax es una paradoja tan recurrente como eficaz, si bien es sólo formal, técnica, el lector encontrará otras de mayor calado, como las que proponen estas dos estrofas:
Nunca hará las paces con el reloj.
El tiempo de las cosas se le adelanta
y llega tarde a la piedra con la que tropieza,
a la nariz del payaso
que le ha arrancado una sonrisa.
Mi sobrina tiene el pulso sereno
de los que todavía no nacen.
Envejecerá en la infancia:
también su corazón es lento
y guarda con recelo sus latidos.
Ahora bien, de ciertos maliciosos asordinamientos no se sigue que Peña incurra en esa pose, tan de moda, de rechazar el registro lírico como si éste no fuera parte orgánica de lo que entendemos por leer y escribir poesía. Leo:
Tía Vero
Para Christopher y José Luis
Cada vez más delgada,
con el rostro cansado y amarillo,
con sus ojos pequeños de yegua adormecida,
llegó mi tía Verónica a los treinta y nueve
con un pedazo menos de intestino
y sin ovarios.
Fue la madrina a la que perseguíamos
la tropilla de pequeños potros;
nos enseñó el camino al establo
y a cabalgar sin silla.
Le debo el agua de alfalfa,
las historias de vaqueros,
la pasta dental para librarme del acné.
Me enseñó a atarme las agujetas,
y me limpiaba el alma
frotándome con un huevo y una mezcla
de leche con albahaca, ruda y santa maría.
Esa Verónica Reyes y su cola de caballo,
esa mujer viuda que una vez
tuvo en los brazos la fuerza de la tropilla,
hoy me deja y deja huérfanos dos hijos,
a los que me pidió hablarles del cielo.
Suena en el aire
el diáfano relincho de la muerte.
Abrazado a mis primos les confieso
que su madre es eterna
y que no se necesita el cielo
cuando del caballo se heredan las alas.
Pieza notable ésta que comienza como un collage de datos clínicos e instantáneas desvaídas para de súbito dispararse hasta un aire en donde suena, nada menos, “el diáfano relincho de la muerte”. El hipérbaton del verso final, tan raro en este libro, es revelador: Peña no es uno de esos poetas acrófobos que escriben a ras de banqueta porque el primer piso los hace tragar gordo. Es más bien pragmático: sus recursos y vocabulario responden a la necesidad de cada estrofa. Lejos de ciertos razonamientos convencionales, un poeta pragmático, utilitario, que sabe prescindir de consideraciones ideológicas, está más cerca de cumplir con el imperativo de servir a la poesía.
Advertí que leemos un libro complejo. He querido destacar sus múltiples episodios de sencillez y transparencia. Otro lector preferirá otros momentos, como este, en el que Peña se toma un café con David Lynch:
La puerta del infierno
es de aluminio
y tiene incrustaciones de diamante.
Pequeña como la puerta del perro,
debes arrodillarte para entrar.
Tiene tu nombre y tu rostro grabados.
Es una puerta fiel a tu deseo
y se abre cada que cierras los párpados
Otro lector preferirá las aventuras con Magritte. Otro más, cierto “Pozo” del que se extrae, “en vez de agua, oscuridad”.
En todo caso, cualquiera de esos lectores habrá de coincidir conmigo: un libro de poemas que ofrece lecturas tan distintas y conserva su integridad sólo puede ser producto de un esfuerzo sostenido y coherente de concentración. Palabra ésta que, en poesía, se encuentra frente a ambición. Entre la una y la otra, una tercera: tensión. El trabajo conjunto de las tres origina libros como éste, tan concentrado, tan tenso y tan ambicioso como para titular “Cosas” a una sección, subtitularla, entre paréntesis: “Lo eterno”, e incluir en ella un poema de una sola línea: “Otoño / El pájaro se deshoja.”
Christian Peña, De todos lados las voces, UACM, 2010.
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