El autor uruguayo, avecindado en Brasil, repasa el carácter cosmopolita de la literatura uruguaya; nacida de exilios se mueve en las fronteras de sí misma y sus orígenes.
LAS FRONTERAS Y LAS MUSAS
Puede ser un fenómeno más sociológico que estrictamente literario, pero entre las características de la literatura uruguaya debería ser siempre recordada la de su cosmopolitismo. Nacido bajo el signo de las fronteras móviles, poco definidas en sus inicios, el Uruguay literario siempre se reveló mayor que sus límites geográficos. Puede parecer un hecho banal -de hecho es una característica de muchas literaturas nacionales- pero no es banal. Recuérdese la literatura brasileña, tan cerrada sobre sí misma, frecuentemente atada a ciertos códigos y ciertos mitos que los modernistas locales elevaron a la categoría de iconos deflagradores de la nacionalidad. Del Sací Pereré (el negrito de una sola pierna), o de la Mula-sin-Cabeza, hasta Macunaíma, el héroe sin ningún carácter, el Brasil se busca a sí mismo muchas veces de espaldas al mundo, como sin tomar demasiada conciencia de que habla una lengua ibérica, latina, universal y a esta altura milenaria. Cuando se compara a sí mismo con algo, el término de la comparación viene de los centros hegemónicos, desde Francia tradicionalmente o, últimamente, desde Nueva York. Es la actitud melancólica de parte de la academia local y de muchos suplementos culturales.
Es cierto que las cosas están cambiando en Brasil (y la enseñanza en masa del español no puede ser ajena a este fenómeno que viene “aireando” la literatura local), pero para los uruguayos la vocación cosmopolita, abierta, generosa de su literatura es un hecho comprobable. Los propios autores nacionales construyeron sus obras muchas veces fuera de fronteras. No pende la espada filosa de la exclusión sobre la obra de Acevedo Díaz ni sobre la de Florencio Sánchez, ni nuestro Horacio Quiroga corre riesgo de exilio literario. No se entendería qué favor les haría a las letras nacionales un corte –doloroso, inútil- que separara la obra de Juan Carlos Onetti, por mero ejemplo, entre aquella que el autor redactó en territorio nacional y –lo que en la práctica es la mayor parte de su obra- la redactada en Buenos Aires o en Madrid.
Y un crítico acometido de vigilancia de fronteras, ¿qué haría frente a textos que los autores conciben en un avión –es un decir-, o redactan en parte en Madrid, digamos, y corrigen en Montevideo? Hasta este pobre cronista, modesto autor de una obra poética que -imagina él- debe inscribirse en la literatura uruguaya, escribió muchos de sus poemas en Montevideo, otros los escribió en Brasil, otros los concibió en París y los volcó en papel en su Montevideo natal. ¿Y entonces?
De hecho, nunca ha habido tentativas serias de hacer ese corte en la carne literaria nacional. Incluso en Brasil, un país de cultura tradicionalmente “autorreferida”, no se imagina que un autor como Murilo Mendes deba ser excluido de cualquier muestra de poesía local (oh las muestras, oh los panoramas, oh las antologías) por el hecho de haber vivido casi toda su vida en Roma, ni se extirparía a un poeta central como João Cabral de Melo Neto por haber escrito una parte muy considerable de su obra entre Barcelona y su amada Sevilla. En Uruguay, semejante deslinde (¿el autor vive dentro de fronteras, vive fuera?) es, agradezcamos a las Musas, totalmente inimaginable.
Creo que esta sabia, razonada y razonable libertad de puertos que signa nuestra literatura estuvo siempre en diálogo con esa condena al exilio que constituye a la aventura humana, desde Caín. Cuando Caín comete el crimen contra su hermano, Yahvéh lo condena a vagar, a errar por el mundo: “Vagabundo y errante serás en la tierra” (Gén., IV-12). Y es lo que determina la profesión que pasará a ejercer Caín: será un constructor de ciudades. La arquitectura es la primera respuesta del hombre frente a su desamparo. Y la errancia es nuestra “marca de Caín”, nuestro destino humano.
Escribir ha de ser la segunda respuesta frente al desamparo del tiempo. La literatura uruguaya es vigorosa porque estuvo siempre en diálogo con los exilios, el de los abuelos que venían de Europa (o del África, una forma aún más cruel de exilio), porque todo uruguayo se siente exiliado de un país que ”estaba para él” y que fracasó en su proyecto, y, más obvio, porque todos asistimos desde hace décadas a una diáspora frente a la cual nadie parece saber (o querer) reaccionar. Por lo menos mi generación, la de los nacidos en los años ´40, tuvo que conocer el Paraíso perdido, la caída.
Son demasiados exilios como para inventar deslindes extraliterarios (¿vive dentro de fronteras?, ¿vive fuera?), cortes indigentes en una materia rica y generosa. ¿Un huevo de la serpiente? Sí, puede llegar a existir. Confieso que me asusto cuando verifico que los uruguayos “del exterior” no pueden (no podemos) votar, y votar es un derecho definitorio de la ciudadanía. Me espanta saber que, si vuelvo a vivir en mi país, podré seguir votando en las elecciones brasileñas… (y prometo que ejerceré ese derecho, porque pienso que debemos ejercerlos todos). Pero que mientras tanto, no puedo hacerlo en las elecciones de mi patria. Admito que voy mucho a Uruguay (¿vivo dentro de fronteras?, ¿vivo fuera?) y que podría ir personalmente a votar a cada elección. Pero conozco a demasiados uruguayos por el mundo, que tantas veces mandan sus economías mes a mes para que sus familias vivan, y contemplan en silencio a los ciudadanos de primera categoría votando en la fiesta de la democracia, la ñata contra el vidrio, la parte de Caín.