Colombia vota
Poeta con una bala en la cabeza
José Ángel Leyva
El domingo 20 los colombianos decidirán el curso de su democracia. Ese mismo día La Jornada Semanal, del diario mexicano La Jornada, publica una entrevista que me concedió el senador del Polo Democrático Alternativo Jorge Enrique Robledo: «Las causas del sufrimiento». Expone sus razones para decir no a la alianza con Antanas Mockus y no al voto.
En su crónica sobre el Festival de Poesía de Bogotá, el poeta mexicano Marco Antonio Campos, se refiere a mí como un colombo-mexicano o a la inversa un mexicolombiano. Tiene razón, entre los paisajes y paisanajes más cercanos a mis afectos, Colombia ocupa un lugar privilegiado. La fuerza de la amistad, diría yo, y esa energía que emana del pueblo colombiano tan vital, tan festiva, que, como el pueblo mexicano, hace de la tragedia un inventario de razones para ponerle otro rostro al horror, no obstante que el crimen desdice este deseo.
Hace siete años escribí un poema que titulé “El poeta lleva un tiro en la cabeza”, dedicado a un joven poeta colombiano a quien conocí en el 2002, gracias a Rafael del Castillo, director del Festival de Poesía de Bogotá. Luego de ocho años de haberlo visto por primera y única vez, muy temprano, a las 7.30 de la mañana, escuché esa voz que reconocí de inmediato. Hicimos planes para que, a mi vuelta de Valledupar, fuera a la lectura en la Universidad Nacional, organizada por Fabio Jurado en Viernes de Poesía y ahora en el marco del Festival.
Fausto, amante de las letras, desesperado por la falta de empleo, aceptó un trabajo como escolta, guardaespaldas, en una empresa de pollos. Días después, cuando custodiaba un camión de carga, sufrió un asalto y un disparo en la cabeza. Sobrevivió, pero la bala quedó en el cerebro junto con esquirlas de metal y astillas del cráneo. Le destruyó el área del lenguaje y desde entonces no escribe ni lee, pero se expresa con soltura y precisión notables, que dan muestras de su luminoso sentido del humor. Se burla y hace bromas de su estado, no obstante que todo se ha vuelto contra él. La epilepsia lo obliga a permanecer encerrado en casa de sus padres. Consume fuertes dosis de medicamentos psiquiátricos y neurológicos de los cuales sabe sus nombres y sus efectos, resume sus propiedades. Dice que la memoria le falla, pero luce memorioso a la hora de asignar a cada fármaco su utilidad y la posología exacta. Su mujer de entonces y sus hijos de siempre no viven con él. Ella decidió no sólo abandonarlo sino prohibirle ver a sus “chinos” (niños). Eso, dice, lo hace sufrir más que el dolor en los días fríos cuando la prótesis de platino le congela la cabeza.
Fausto pinta. Nunca tuvo lecciones de pintura ni tuvo en apariencia inquietudes por las artes plásticas. La “sustitución de habilidad paradójica”, le dijo la neuropsicóloga, te abre otra puerta a la creación, a la comunicación, al arte. “No me gustan mis cuadros, pero hay mucha gente que me los compra y me los elogia. Si hay a quien le agraden, existe un motivo más para hacerlos. A mí me gusta pintar y siento alivio, una liberación al dar forma y color a mis impulsos”, dice Fausto por teléfono.
Hace tiempo que me llegaban sus señales y en diversas ocasiones gente del público me buscó para comentarme acerca de su situación o sólo para manifestarme que lo conocían. Le mandé alguna vez un libro y tiempo después me enteré que le hicieron un reportaje en la televisión y en una revista.
Regresamos de Valledupar donde el vallenatófilo Marco Antonio Campos desplegó el panteón de los cantantes, los acordeoneros y sobre todo de los compositores originarios del Valle del Cesar. Tocó las aguas raudas del Guatapurí y las miró cristalinas allí donde la tierra revolvía su transparencia, nombró una y otra vez las biografías de Escalona, Alejo Durán, Juancho Polo Valencia, Poncho Cote, Miguel Canales, Carlos Huertas, Gustavo Gutiérrez, Adolfo Pacheco y una larga lista de ilustres personajes de la música del acordeón, la tabla y la guacharaca. Evocó al jalisciense Mike Laure con el “Cero 39”, vallenato que recorrió las pistas y los cuadrantes de la radio de esa época en peluquerías, cantinas, mercados y en las costas del Pacífico entre mariscos y cerveza, hasta Celso Piña y el festival regiomontano de vallenato donde se alzaban grandes anuncios: “Todos somos colombianos”. Razones de peso para sospechar que más allá de nuestros políticos y los narcos hay fibras comunes que nos dignifican, nos empatan, nos hacen cantar y bailar sin demagogias. Campos, por cierto, recibe el Premio Iberoamericano López Velarde por su contribución a la difusión de la obra del vate de Zacatecas. Algún día recibirá otro reconocimiento por su labor difusora de la cultura colombiana.
El campus universitario fue cerrado y la lectura se trasladó a la librería-cafetería Luvina. Su hermana lo disculpó. “La salud, sabes, no le permite ir a sitios públicos”. Me entregó una pintura de Fausto, una revista y un recorte de prensa que hablan de su tragedia y de su talento pictórico. El domingo de las elecciones, de la primera vuelta, cuando miles de colombianos suponían una contienda cerrada entre Antanas Mockus y Juan Manuel Santos, recibí una llamada más de Fausto para explicarme las razones de su ausencia en la lectura. Mientras hablaba con él, observaba las figuras violentas de su obra, los colores rojos y negros acuchillando la atmósfera amarilla de la escena.
“Como le dije, maestro, ya no leo porque se me olvida todo. Leo diez páginas y no recuerdo nada. Gracias a que fui un lector voraz, pues me leía entre siete y ocho libros por semana, ahora puedo pintar. Gracias a ello puedo hablar con coherencia. Hay un muchacho como yo, con un disparo en la cabeza, que nunca leyó y no puede aprender a hacer otras cosas. La lectura me salvó, poeta, la poesía me da otra oportunidad. Luego de hablar con usted por teléfono, el otro día, he vuelto a abrir los libros. Se me olvida lo que leo, cierto, pero no se me olvida la causa. Voy a leer, José Ángel, poco a poco, con esfuerzos, me niego a ser un colombiano más sin memoria.”
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