Conmovido hasta las lágrimas, un grupo de poetas visita la tumba de Rubén Darío. Esta es la crónica.
CRÓNICA DE UN DÍA EN LEÓN, NICARAGUA
VIAJE A LA TUMBA DE RUBÉN DARÍO
Alfredo Fressia
Fui a dar frente a la tumba de Rubén Darío junto a un grupo de poetas, como era de suponerse. Estaba en Nicaragua, era febrero del 2010, participando del VI Festival Internacional de Poesía de la ciudad de Granada, el magnífico encuentro que año a año reúne poetas del mundo entero en esa bella ciudad sobre el lago de Nicaragua. Y estábamos a dos o tres horas de la ciudad de León, donde Darío pasó sus años más tiernos y adonde volvió para morir.
Fuimos cinco los poetas que nos organizamos para ir: la puertorriqueña Vanessa Droz, la paraguaya Susy Delgado, el chileno Carlos López Degregori, la brasileña Maria Lúcia Dal Farra y yo, el uruguayo. Era sólo cuestión de alquilar el servicio de un chofer con su furgoneta y enfrentar la carretera, pasar un rato en Managua, contemplar los volcanes sobre el lago Xolotlán (o “de Managua”), el Momotombo y el Momotombito, y permanecer algunas horas en León.
El chofer resultó ser mexicano, de Jalisco, casado con una nicaragüense. “¿Y dónde conoció a su mujer?, ¿aquí en Nicaragua o en México?”, indagué. “En California”, fue la respuesta, que contaba parte de una biografía. Pero nadie hizo más preguntas, tal vez por discreción, o porque a nadie le interesó, o porque el microbús ya era demasiado internacional, interamericano al menos.
A cierta altura pasamos frente a un cementerio, y el jaliscense anunció: “Llegamos a León”. Sabía que sólo queríamos conocer la casa de Darío y su tumba en la Catedral, pero fue mostrando algunos lugares interesantes mientras buscaba dónde estacionar. León es un pueblo criollo, de 130.000 habitantes (lo leo ahora en un folleto, pero yo le hubiera dado menos). Su arquitectura colonial está bastante deteriorada. Y eso que ni siquiera es tan viejo. León se mudó en 1610 a causa de un terremoto y de una peligrosa erupción del volcán. Las ruinas del León Viejo pueden ser visitadas, pero a nosotros nos interesaba el León de Darío, el que tiene por nombre oficial “Santiago de los Caballeros de León”.
El casco viejo, es decir, la Catedral y algunas construcciones que la rodean, se presenta un poco estropeado. Es posible que en tiempos de Darío ya estuviera en ese estado algo precario. Traté de imaginar al niño Félix Rubén García mirando las montañas que cercan a la ciudad, algunas aceras altas del centro (son estrechas y resulta peligroso caer hacia la calzada), las casas coloniales. Pero no vi nada que me sirviera de indicio, no tuve ninguna de esas revelaciones que se esperan de un lugar natal, o casi natal, como fue León para Darío (lo trajeron a la ciudad con un mes de vida). Para el forastero, era un noble pueblo criollo, cargado de historia, lleno de iglesias muy hermosas, y por cierto, cuna de poetas importantes en la poesía hispanoamericana (Salomón de la Selva, Alfonso Cortés, Azarías H. Pallais), pero uno casi hubiera preferido que Darío hubiera pasado su infancia en la bella y entrañable Granada. Como sé que esto no me será perdonado por los amigos leoneses, cambio la frase: creo que Darío no se explica por la histórica, universitaria León.
LA CASA DE LA INFANCIA
La “Casa de Darío” tampoco explica mucho. La casa de sus tíos, donde el poeta vivió tantos años, no revela una familia rica, pero tampoco podían ser pobres los dueños de ese solar céntrico, con varias habitaciones y un patio muy grande. “¿Ve la casa lindera?”, me preguntó el muchacho que enseña la Casa a los relativamente pocos visitantes. Pues ese terreno vecino pertenecía a la Casa de Darío, pero un pariente vendió esa parcela, y ahora es de un particular.
Impresiona, sin duda, ver la cama donde el poeta agonizó y murió, ver la foto que le tomaron mientras agonizaba (golpea la belleza recuperada al casi morir, a los 49 años), ver esos objetos de uso personal que sólo cobran un significado mayor por metonimia, por haber pertenecido a Darío. Le expliqué al joven guía que quería ver la espada robada, sobre la que yo había escrito una crónica. Sabía que la habían encontrado, estaba ansioso por verla. Me llevó hasta ella. Es realmente una espada, y no un mero espadín como digo erróneamente en aquella crónica. Y no sorprende que la hayan robado. No por su valor, por cierto, sino por lo fácil que debe de haber sido el robo. Me pregunto cómo no han robado más cosas de esa Casa donde todo está un poco descuidado. Alguien preguntó si los escritos y los libros de Darío que se encuentran en algunos estantes expuestos tenían aire climatizado. Era evidente que no, ni los objetos de Darío, ni la casa ni los visitantes gozan de ese privilegio. Los nicaragüenses, que le dan a Darío la importancia nacional que sin duda tiene, no cuidan mucho su recuerdo, al menos el lado material de esos objetos. El joven guía estaba solo con los cinco poetas y su chofer jaliscense: mientras daba explicaciones a uno de ellos, otro podía perfectamente adueñarse de varios objetos. Policía había sólo una, una guardia-civil en el patio, abrumada por el calor, como todos nosotros, pero sin ganas ni necesidad de apreciar los objetos del Poeta. Tampoco se paga entrada, es cierto, pero el guía avisa desde que el visitante llega que puede dejar una propina en una cajita puesta cerca de la puerta de acceso.
Como desde la entrada yo le había dado una buena propina al muchacho, en manos, y no en la cajita, me permití pedirle que me contara la historia del cerebro, de la que ya me habían hablado en Granada. Poco pudo agregarme, pero vi que los relatos, por más fantasiosos que parecieran algunos, coinciden básicamente, al menos en los hechos principales. Que el médico de Darío le sacó el cerebro durante la autopsia, para medirlo, dicen unos, para venderlo, dicen otros (y van más lejos: venderlo a un tal Sanders que lo llevaría a Chicago: hay que recordar que en 1916, cuando el poeta muere, Nicaragua estaba bajo la larga intervención norteamericana de 1909 a 1925), que el médico se habría peleado con Andrés Murillo, hermano de Rosario, la esposa “oficial” de Darío, que el cerebro habría caído al piso y que, final siempre inconcluso de los relatos, no se sabe en definitiva qué destino tuvo (lo que lleva a algunos a imaginar que podría existir todavía, conservado en formol o sustancia parecida). En la foto del vate muerto, y aun considerando que las exequias duraron siete días, no se ven cicatrices, pero me dicen que el cerebro se retira sin que necesariamente queden marcas en el rostro.
En la crónica sobre la espada robada de Darío, yo decía que los objetos de los poetas, conservados por museos o academias, son de valor muy relativo, casi nulo. Más bien son sólo patéticos, justamente como estos museos y como las academias, esas que Darío hacía rimar con epidemias y blasfemias (“de las academias/ ¡líbranos, señor!”, pedía el panida). Confirmé mi sentimiento al salir de la que fue su casa. Y quien se emocione en ese cuarto donde está la cama en que el poeta agonizó y murió, debe ser advertido de otro detalle: Darío murió en esa cama, es cierto, pero no en esa casa. Murió en casa de un amigo, a unas diez cuadras. Fuimos a conocer esa residencia pero hoy es una propiedad particular y no se visita. Los interesados pueden conocerla sin embargo. A derecha de la puerta hay una placa de bronce que informa que “En esta casa” “el 6 de febrero de 1916” falleció Rubén Darío, el Príncipe de las letras castellanas, y a la izquierda de la misma puerta, un prolijo cartel en cartulina avisa: “Se rentan cuartos”.
UNA TUMBA EN LA CATEDRAL
La emoción nos esperó frente a la tumba del poeta. La Catedral, de fachada deteriorada, es hermosa en su interior y exhibe un buen estado. La tumba de Darío se encuentra contra un pilar, bajo la imagen del apóstol San Pablo, cubierta por la estatua inconsolable de un león que parece llorar, y protegida por un enrejado bajo. El epitafio no podía ser más adecuado que los versos de su admirador Antonio Machado: “Si era toda en tu verso la armonía del mundo,/ ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?”.
Nos quedamos en silencio. Aquellos cinco poetas que tanto comentaban cuanto veían, de pronto no tuvieron nada para decir. Era evidente que una vez más la palabra era del Poeta, y fue por mi voz que vinieron los versos de “Lo fatal”, el célebre poema, tan breve y tan definitivo, que comienza con “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente.” Cuando mi voz llegó a “Y el espanto seguro de estar mañana muerto” tuve seguridad: no era yo quien hablaba, no era yo quien escandía lentamente esos vesos. Y concluimos, los cinco presentes en lágrimas, aquella especie de oración pronunciada para la incertidumbre.
Salimos del casi trance con algún chiste que podía ayudarnos (algo como: “Bueno, ¿qué, a la vejez viruelas?, ¿nos vamos a poner a llorar ahora de viejos?”), pero la emoción había ido muy lejos. Lo que nos había tocado hasta el llanto no fue ningún objeto del poeta –que no fueran sus versos, claro. En cambio, era su muerte entera, sola, pobre, despojada, instalada frente a nosotros, después de tanto fasto con el que las embajadas y las torpes academias lo persiguieron –sin impedir que conociera demasiadas veces la indigencia-. Lo que nos emocionaba era el poder de la poesía: Darío, como lo hacen todos los grandes poetas, seguía hablando después de muerto, y hablaba de sí, es decir, de todos los seres humanos.
Es claro que, como se lo habíamos anunciado al chofer, después de la tumba y la Casa de Darío, no teníamos más nada que hacer en León. No visitaríamos el importante museo de Arte de la ciudad. Al aproximarnos otra vez al cementerio tuvimos que hacer un desvío: una procesión venía a enterrar a un difunto. Hicimos el viaje de regreso a la bella Granada bastante callados. Sería el calor, el cansancio. Seguramente no teníamos nada para decir.