Joumana Haddad y Alberto Ruy Sánchez

joumana-alberto-ruyDe la mano del poeta venezolano, Enrique Hernández D´Jesús, recibimos esta charla en torno al erotismo y la literatura entre dos figuras internacionales, de Líbano y México.

 

 

A DOS TINTAS
LA AVENTURA DEL CUERPO

Diálogo entre Joumana Haddad y Alberto Ruy Sánchez
Traducción de Guadalupe Nettel

Joumana Haddad

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Joumana Haddad
Nació el 6 de diciembre de 1970, año en el que su ciudad natal, Beirut, alcanzó el millón de habitantes. Ser mujer, escritora, poeta y editora en una ciudad de cinco mil años de edad, en cuya piel descansan los restos del imperio otomano, los cuarteles de los cruzados, los palacios de los omeyas y los restos de los periodos mameluco, abatista, romano, persa, fenicio y cananeo, la convierten en una suerte de Juana de Arco cuya defensa y conquista está en el reestablecimiento de la relación dada entre el cuerpo y la ciudad. Situada desde su puerto en la costa mediterranea, Joumana se ha convertido en la voz que reivindica a la piel descubierta como plaza defendida.

Su trabajo literario representa un llamado a la civilización.
No sólo a que las mujeres caminen con empatía hacia el espacio de lo público, sino que los hombres también sean capaces de caminar hacia la reivindicación de lo íntimo como un acto de soberana libertad.
Es desde aquí que la autora dialoga con Alberto Ruy Sánchez, en una colección de guiños y aventuras del cuerpo donde sólo los sonámbulos pueden reconocerse.

 

Alberto Ruy Sánchez
Nace en 1951 cuando la Ciudad de México tenía poco más de tres millones de habitantes y aún no afloraban a la superficie los sueños
y cicatrices del Templo Mayor. En su novela En los labios del agua,
Ruy Sánchez habla de una especie de casta o casi cofradía a la que
llama “Los sonámbulos”. Se trata de hombres y mujeres cuyo linaje
se reconoce en el deseo como religión y el placer como ritual.
Es desde la capital de México, pero también desde su Mogador de la
costa Atlántica, que el autor de la tetralogía de los elementos,
penetra el Mediterraneo para encontrarse con otra sonámbula y
conspirar con ella (conspirar quiere decir respirar juntos) la materia
de su especialidad: el cuerpo como mapa y la seducción como
arte digno aflorar a la superficie.

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Joumana Haddad-Alberto Ruy Sánchez
Este diálogo comenzó hace casi medio año con un cruce de miradas que se dicen mucho sin decir todavía palabras. Ya Cristina Fuentes Laroche, directora del Hay Festival, me había dicho que le parecía imposible que no conociera a Joumana Haddad. “Tienen mucho en común”, me dijo, “la misma electricidad, el mismo lenguaje corporal”.
En el puerto amurallado de Cartagena, durante el Hay Festival de 2009, entre decenas de escritores y viajeros, nos reconocimos al vernos. Y la conexión fue inmediata, instintiva. Y me quedé con la impresión positiva de que el tiempo fue demasiado breve esos días. Editora, periodista, traductora y poeta, hablar con ella es un placer sin fronteras.
El diálogo continuó ya lejos, con algunos de sus libros. Tiene una decena de títulos en árabe y traducciones a varias lenguas. Tres de ellos al español. Dirige el suplemento cultural del principal diario árabe de Líbano, An Nahar. Recibir la invitación de Número 0 para dialogar con Joumana para esta edición de la revista sobre la aventura fue una enorme alegría. Como si continuáramos lo que dejamos interrumpido. Se imponía claramente la necesidad de ocuparnos de la aventura del cuerpo.

Le propuse decirme antes que nada cómo pensaba ella que la idea de aventura se podría aplicar al cuerpo. Para mí cada cuerpo amado es un territorio desconocido que necesita la meticulosidad curiosa del amante. Desde el punto de vista del amante, se trata de un territorio inexplorado, tanto desde la ciencia como del amor siempre hay dimensiones que descubrir. En el mismo impulso le expreso mi curiosidad. Quiero saber cómo nació en Joumana no sólo el interés sino la verdadera reivindicación del cuerpo que ejerce tanto como poeta que como periodista y editora de una revista que se llama precisamente Cuerpo.
vidrio roto, hasta los puntos de sutura en el bajo vientre, resultado de las dos cesáreas que me hicieron para convertirme en mamá. Mi
cuerpo dice lo que soy: desde el tulipán tatuado en mi nalga derecha, hasta las arrugas alrededor de los ojos que ahora acompañan cada una de mis sonrisas. Mi cuerpo me ha costado caro. Lo formo, lo reformo y deformo a mi gusto. Lo reinvento y me reinvento. Me descascaro con mis propias uñas, hasta encontrar bajo la piel una nueva epidermis, una nueva Joumana. Y salgo del sombrero del mago, en apariencia nueva, contenta de mi astucia. Mi cuerpo me revela; mi cuerpo también me oculta. A menudo lo miro, lo examino, lo toco, y le pregunto: “¿En dónde están inscritos esos miedos terribles que tuviste durante la guerra? ¿Dónde están las marcas de tus deberes y “Yo tengo un cuerpo esperando en el fondo del océano. Tengo un cuerpo que es como un volcán, cuyo cráter el agua lame, para que no emita placer antes de que llegue el amor.” ¿Aventura del cuerpo entonces, Joumana? ¿De todos los cuerpos y del tuyo? Joumana Haddad: El cuerpo, esta declaración de vida, instrumento de vida, prueba de vida, grito de vida, aprendizaje de vida, fisura de vida… El cuerpo, nuestro cuerpo, mi cuerpo, ¿es acaso, o puede ser algo más que una exploración incesante, insaciable, inacabada, una auto exploración, así como una exploración del Otro? Lo que esconde mi lenguaje, mi cuerpo lo dice (Roland Barthes). Mi cuerpo me cuenta: desde la pequeña cicatriz en el labio inferior que me hice a los dos años al caer sobre un pedazo de de tus desilusiones? ¿De tus historias de amores frustrados? ¿De tus cobardías? ¿De tus victorias?
¿De tus éxtasis? ¿De tus sueños?”. Están ahí. Sé que si los busco bien, los encontraré a todos. Grabados sobre la piel de este pequeño cuerpo. En su conciencia. En su comportamiento. En sus necesidades. En su hambre. Es como la teoría de Lavoisier sobre la química: “Nada se pierde, nada se crea: todo se transforma”. Mi interés carnal, orgánico, por el cuerpo ha estado siempre allí. Desde la primera bofetada, el primer grito. El primer acto sadomasoquista lo vivimos al salir de las vaginas de nuestras madres. Piénsalo: ¡es una nalgada lo que nos produce el placer de estar en vida!
En cuanto a mi interés “intelectual”, o mejor dicho “conceptual” por el cuerpo, nació con mi primera exploración sexual. Y mi primera exploración sexual fue por supuesto la masturbación. No me refiero a la masturbación animal, casi automática, que muchos bebés practican de manera espontánea, sino de la masturbación lúcida, post-instintiva: es decir no sólo corporal, sino la que también involucra a las fantasías del deseo. Yo fui una “fantaseadora” precoz. Desde la edad de siete, ocho años, me daba gusto imaginando situaciones lúbricas, acariciándome y descubriendo los efectos de esas caricias sobre mi cuerpo. ¿Dónde puede encontrar fantasías eróticas una chiquilla de ocho años? ¿De qué conciencia anterior? ¿De qué potencial de vicio futuro? Habrá que descubrirlo (¡Freud se hubiera divertido con mi caso!). Pero sé que yo no me masturbaba “inocentemente”.
Yo me masturbaba, no sólo para obtener placer, lo que constituye la dimensión más “banal”, me atrevo a decir, de ese arte, sino sobre todo para experimentar, probar, aprender, desafiar, imaginar… Eso es lo que yo llamo la dimensión cerebral de la masturbación.
Así, mi cuerpo me convierte cada día en mi propio amante. Mi propia madre, mi propia hija. Mi propio Dios también.
¿Y tú, Alberto?

 

Alberto Ruy Sánchez: Mientras te leo, Joumana, en tus palabras vienen pausadas las imágenes que guardo de tu cuerpo. Tus ojos penetrantes, tus ideas afiladas dichas con una sonrisa igualmente aguda. Tu rostro enmarcado por las ondulaciones de tu cabello. De un lado al otro del puerto, en cinco días, tus rápidos movimientos.
Me doy cuenta de que siento y pienso tus palabras como partes de tu cuerpo. Palabras piel, palabras miembros: tanto las palabras que recuerdo en tu voz inconfundible como las que ahora leo. Y sin duda las que antes leí en tus poemas. En tu libro Cuando me hice fruta, ritual implacable del deseo, como en El retorno de Lilith, excepcional composición de una nueva mitología radical que nos ilumina. Tu poesía es francamente corporal. Pero corporal a fondo: no descripción poética del cuerpo sino cuerpo invocado y de pronto presente, cuerpo múltiple y multiforme. Aparición de un cuerpo siempre sorprendente. Y de nuevo aparece lúcido y con el movimiento hipnotizante de una llama en esta respuesta y reflexión que haces sobre el cuerpo.
Citas la frase certera de Roland Barthes: “Lo que esconde mi lenguaje mi cuerpo lo dice”. Y fue justamente él quien trató de llevar a sus últimas consecuencias la frase complementaria que te describe plenamente: “En el lenguaje está el cuerpo de quien lo formula”. Cuando hay verdadera escritura y no sólo escribanía, afirmaba RB, podemos detectar en cada frase escrita las marcas del cuerpo que escribe. Y él llamó a esas marcas corporales con un concepto de lingüista sensible: “la enunciación”. El cuerpo en la lengua. Yo gozo y me sorprendo al descubrir tu cuerpo lúcido en tus inquietantes palabras. O más bien tus cuerpos. Porque mientras te leo, la memoria de tu cuerpo se mezcla con la imaginación para mirar detenidamente tus cicatrices cuando eran nuevas, las líneas de tu tatuaje en flor que se me hace presente en movimiento, y me dejo invadir por la avalancha de sentimientos profundos, de verdaderas conmociones aparentemente incorpóreas que tú buscas y descubres en tu cuerpo: la biografía del río invisible que te navega por dentro. Y esa búsqueda toma consistencia en la niña de siete años que se descubre y se explora y se pregunta y no deja de preguntarse sobre el sentido desafiante del cuerpo placentero, el cuerpo habitado como casa embrujada por esas creaciones del deseo que hemos aprendido a llamar “fantasmas”. Pero que son cuerpos, una legión de cuerpos poderosos, imaginantes, experimentales, gozosos.
Y así me voy dejando habitar por el bravo río de metamorfosis que es tu cuerpo, tu cuerpo en tu boca, en tus palabras, que al leerlas se vuelven mías.
Mi cuerpo quisiera con frecuencia ser todo oídos: tocar a otros cuerpos con la escucha, acariciar desde muy adentro pero entrando por el aliento de quien habla y pronuncia algo muy hondo. Las manos como oídos que saben detectar la agitación de la piel como una superficie de agua levemente conmovidas, el sexo como oído que de pronto también canta con la voz escuchada. Para mí la aventura del cuerpo es sobre todo el desafío de escuchar al cuerpo.
Al de los otros y al mío, al más cercano y a veces más desconocido.
Siempre fui un niño demasiado grande para su edad, hostigado por ello. Y sin embargo a mí nunca me molestó serlo. Sentirme bien dentro de mi piel era mi cinismo y mi fuerza. Sigue siéndolo. Cuando a los diez u once años las monjas del colegio decidieron que para frenar erecciones y masturbaciones el triple remedio era culpa, cansancio físico y distracción, me obligaron a jugar futbol a todas horas sin otra actividad posible. Paradójicamente, lograron multiplicar mis energías físicas para masturbarme, mi imaginación y mi espíritu desafiante (además de que el futbol ya nunca me pareciera emocionante). Así lograron también que nunca pudiera sentirme culpable de explorar a fondo nuevos placeres íntimos, gozos cada vez más ilimitados y muy poco después compartibles con la persona amada. Lo que a otros parecía oscuro me llevaba a un mundo de lucidez vital. Al placer de tratar de comprender. La aventura del cuerpo gozoso y pensante a la vez y su relación con los demás está llena de paradojas, de contradicciones, de caprichos inesperados. Conocí la soledad radical donde el cuerpo es el camino más amplio hacia uno mismo y después hacia los otros.
Donde la aventura del cuerpo es sinónimo de afirmación de la vida. Es sed de conocimiento y búsqueda ritual. Es provocar la aparición de una belleza excepcional y atípica en el acto. Tiempo después me doy cuenta de que todo lo que intente escribir, contar, invocar, analizar editar se construye implícita o explícitamente sobre el sustrato de esa aventura corporal originaria.

 

JH: Ayer, el viernes 25 de septiembre de 2009, a las cuatro y quince de la tarde, me mandé hacer un nuevo tatuaje: la letra J, inicial de mi nombre, caligrafiada en árabe sobre mi hombro derecho. Mientras el artista desempeñaba su trabajo sobre mi piel, y mientras yo vivía este dolor agudo pero delicioso que vivimos siempre que sabemos que estamos cometiendo lo “irreparable”, meditaba sobre nuestro diálogo vital, fundamental, que quisiera interminable, Alberto, y pensaba, como un mantra, en esta palabra: irreversibilidad. I-rre-ver-si-bi-li-dad.
Sufría, gozaba, y pensaba en la irreversibilidad de mi cuerpo. En la del cuerpo en general.
Irreversibles nuestras lágrimas, nuestros sangrados, nuestros orgasmos, nuestras arrugas, nuestras cicatrices… La vida es un estigma corporal ininterrumpido e irrevocable. Es una evidencia, dirás tú. Sí, pero, como todas las evidencias, tenemos tendencia a olvidarla.
Mi cuerpo es un camino de un solo sentido, meditaba, mientras la aguja perforaba mi epidermis. Imposible dar la media vuelta, imposible dar marcha atrás. Por lo tanto qué magnifico peligro, este cuerpo, qué riesgo tomado y vuelto a tomar a cada segundo, qué admirable bomba de tiempo. Sobre todo cuando comprendemos que al final de este camino de un solo sentido, hay inevitablemente un abismo sin fondo. Y que sin falta caeremos en él. Todos, sin excepción. Y sin embargo caminamos, a velocidades distintas, según nuestro propio ritmo y nuestro propio carácter, pero de todas formas avanzamos: una carrera apasionada hacia la caída…
El cuerpo es irreversible, me dice la aguja del tatuador, me dice la aventura del mundo, me dicen tus palabras mágicas, Alberto, esas palabras que tuve la fortuna de descubrir en mi librería parisina preferida, L’Ecume des pages, hace algunos años. El cuerpo es irreversible, y esto lo vuelve aún más preciado. Se trata de una irreversibilidad bio-geológica fatal, donde todos los estratos (los estratos de la edad, los estratos de la experiencia, los estratos de las pruebas, los estratos de los placeres, etc.) coexisten uno sobre otro, dando testimonio de la historia de esta carne, de estos huesos, de esta sangre, de este esperma, de estos nervios, de esta saliva, de estos músculos… Es como la Tierra: más de cuatro mil quinientos millones de años vividos, de los cuales no puede esconder ningún secreto a los hombres de ciencia pacientes y curiosos que la estudian. Cada capa revela un recuerdo, cada sedimento divulga una era, cada grano de arena denuncia un incidente.
Cuántas veces he deseado, a lo largo de mi vida amorosa, poseer las técnicas de radiometría y de investigación que dominan los geólogos, para poder leer los “anales” de un cuerpo que amo y deseo. Por cierto, ésta es la razón por la que prefiero el erotismo vertical, envolvente, oscuro, al erotismo horizontal, alegre, esparcido.
La Tierra, así como nuestro cuerpo, es incapaz de mentir cuando la sondeamos en profundidad. Nada tiene el poder de metamorfosearla, o de invertir su curso, o de esconder sus rastros…
Nada, salvo, quizás, un verdadero terremoto.
Y yo, en este momento de mi vida, te lo confieso, estoy esperando un verdadero terremoto, como se espera un hijo. Estoy gestando un sismo de nueve grados en la escala de Richter.
Acecho la sacudida, la solicito, la invoco: una vibración cósmica. Mi cuerpo la necesita. Mi cuerpo, esta matriochka interminable e injustamente inexplorada, este explosivo que me aterra por sus “tic-tac” persistentes, esta historia de amor hechizante y siempre renovada, mi cuerpo debe abandonar su cascarón actual y emerger distinto: más resistente, más “dispuesto”, menos vulnerable. Ha llegado el momento de mutar. Lo siento. Si no, no podré durar mucho tiempo… pero ésta es otra historia.
Tu cuerpo se quiere “oído”, me cuentas, querido cómplice. El mío se quiere “tacto”. Lengua, labios, dedos, uñas, piel… todo lo que genera un frotamiento, todo lo que produce una chispa es sinónimo de saber para mí. Por eso pensaba en la androginia, esta mañana. La androginia como sistema generador y autosuficiente en frotamientos. El macho y la hembra, el ying y el yang coexistiendo, se friccionan incesantemente en un circuito cerrado, y generan la electricidad de la existencia.
Pensaba también en esta androginia, porque la noche anterior tuve el mismo sueño recurrente que de cuando en cuando me visita. Un sueño en el cual despierto en el alba en mi cama, y al tocarme de inmediato, como hago siempre que despierto, siento un pequeño pene, como un brote, creciendo entre mis muslos, justo en medio de mi sexo de mujer. Entonces empiezo a regarlo, a acariciarlo, a amasarlo, a cantarle canciones, y crece día tras día, hasta volverse enorme. No anula mi sexo sino que lo completa. Un sueño muy extraño y muy poderoso, que inspiró uno de mis cuentos, y que acabó en un acto de amor interminable entre yo y yo, una interpenetración infinita…
Este sueño es más que nada extraño, y me perturba particularmente, pues soy una mujer con un cuerpo muy de mujer. Una mujer de pies a cabeza, como se dice. Pero, más allá de ese cuerpo de mujer y de sus reflejos, más allá de mis dos senos, de mi clítoris, de mis lunares, de mis nalgas redondas, de mi vagina fecunda, de mis cabellos largos, de mi piel sensible; más allá de este cuerpo-receptáculo, como es casi todo cuerpo femenino –y me atrevo aquí a pronunciar la palabra “destino”, bajo riesgo de generalizar–, más allá de todos mis  instintos asimiladores y clasificadores, siento también una identidad masculina muy fuerte en mí: dispongo igualmente de un cuerpo-vaciador, de un cuerpo-flecha, como es el cuerpo macho.
El hecho de que esta “virilidad” del carácter sea invisible físicamente, no la hace menos presente, ni menos palpable. Ni menos auténtica sobre todo. A menudo, por ejemplo, utilizo la palabra “erección” para designar excitación. Y la utilizo porque es así como la siento, aun si no se trata de una erección detectable orgánicamente.
Sin embargo, no tengo ninguna duda acerca de mi identidad sexual, ninguna homosexualidad negada, ninguna transexualidad reprimida. Y lo afirmo basándome en experimentos efectuados en ese campo.
Así que soy andrógina. Mi parte femenina se expresa plenamente a través de mi cuerpo material y de sus pertenencias reales, mientras que mi parte masculina constituye la materia de una exploración más subterránea, más tenebrosa: la de un cuerpo para imaginar. “Para mí, el cuerpo se compone de un pequeño porcentaje de materia, y de un gran porcentaje de imaginación”, dices tú, Alberto, en uno de tus textos sublimes. Y bien, pues, yo soy andrógina. No materialmente. Sino “imaginariamente”. Y por lo tanto “existencialmente”. ¿Es más, cuál es la diferencia? Yo no comprendo a esa gente que separa “cuerpo y alma”, “carne y espíritu”, que necesitan todas esas categorizaciones, todas esas dualidades bien definidas, para sentirse tranquilizados, al abrigo de lo desconocido, de lo inesperado. Yo quiero que lo desconocido me haga una paja sin que yo lo sepa.
Yo quiero esta pulsión ambigua, sorprendente, violenta; la quiero sin cesar, sin descanso. Pues lo desconocido es sinónimo de Vida. Si no, ¡qué aburrimiento!, ¿verdad?

 

ARS: Con la punta del dedo anular, ningún otro, recorro lenta y suavemente la letra de tinta que has mandado poner en tu piel. El dedo de los vínculos, el que siente más, no sé por qué, en mi mano derecha.
La descripción precisa del ritual de tu nuevo tatuaje anuló la distancia: escribes tu cuerpo escrito a su vez por la aguja de tinta y al hacerlo me acercas a él. Lo ofreces sin remedio a mis sentidos. Que se excitan mientras se mezclan.
En tus palabras pasé instantáneamente a ver tu cuerpo y dejarme guiar por ellas. Muevo aún la mano por donde parece que me indicas. Por donde se construye en mi cuerpo la ilusión de que me indicas. Y al tocarte escucho el ritmo de tu sangre y atrás de ella identifico tu voz: el sonido dual de lo escrito piel afuera y piel adentro.
Te oigo manifestando, con la respiración alterada, el placer y el dolor del tatuaje. Te escucho también pronunciar claramente la letra que la aguja hunde y pinta. Tocar es escuchar. Haces de la letra tatuada una nota musical al aire.
Te escucho con las manos que son mis ojos.
Que miran nítidamente lo que imaginan. Mis sentidos hierven al confluir en esa letra que has vuelto clave mágica de tu mundo: la letra árabe jim: Con la que comienza tu nombre, Joumana. Con la que comienza también el nombre de la revista que creaste y que editas, Jasad. Palabra que significa precisamente Cuerpo.
Tres realidades en una, grabadas irrevocablemente en ti desde antes. Como si al elegir esa letra hicieras brotar lo que ya llevabas dentro.
¿Pero no hace eso todo tatuaje? Un cuerpo tatuado es, algunas veces, un ser que florece. Y que hace florecer algo en quien con complicidad sensorial lo mira.
Tal vez no sea por azar que normalmente (en la caligrafía Naskh) esta letra se dibuja con tres movimientos. El copete o cabeza estable, la curva que baja adelgazándose y la misma que se sostiene engrosándose y terminando en punta.
Tres pases mágicos sobre tu piel que a) te invocan, b) invocan tu oficio de escritora y c) tu saber corporal. Lo que eres, lo que haces, lo que sabes. O debería mejor decir, lo que vas siendo, lo que vas haciendo, lo que vas explorando y sabiendo: todo distinto y todo lo mismo.
Todo unificado en un signo polifónico. Una llave de tu cuerpo.
Con esa letra de curva implacable aceleras el vértigo de la aventura del cuerpo. Haces irreversiblemente evidentes algunos de los estigmas radicales que llevas dentro. Pero también, al hacerlos visibles, la complicidad codificada a la que invitas. Que cada quien leerá, experimentará, desde las claves y estigmas, leves o profundos, de su propio cuerpo. Así, huelo mientras reescribo tu letra saboreándola en ti. Y tiene inevitablemente la sal del aire de mar de Cartagena. ¿Son estas sensaciones también irreversibles, como tu tatuaje, como la vida del cuerpo? ¿El tiempo se mide en el cuerpo por sus daños permanentes? En 1974, la cineasta experimental canadiense Lisa Steele, se hizo célebre con una película llamada Traje de cumpleaños con cicatrices y defectos, en la que ponía una cámara en el suelo, y se colocaba desnuda frente a ella mostrando cada una de las muchas cicatrices que ya tenía su cuerpo a la edad de veintisiete años: su biografía escrita en los remiendos de la piel. Cuando la conocí, unos cinco años después, tenía una decena de cicatrices más y hablaba con mayor detenimiento aún de las cicatrices invisibles de su vida. En otra película contaba, desnuda frente a la cámara, el día en que al regresar de la escuela se enteró que había muerto su madre, cuando ella tenía quince años. Lisa mostraba conciencia de que, como tú lo has señalado, todo marca al cuerpo
y leer esos signos es un reto similar al del geólogo que sabe leer las capas de formación de la tierra. Los estratos de la vida pensados como estragos.
En el mismo festival había otra mujer brillante que llevaba una conferencia y un performance sobre el sexo virtual como obra de arte.
Y como el tema de las cicatrices del amor nos había impregnado a todos, ella nos mostró las suyas una tarde en la que todos los participantes en aquel coloquio terminamos en una piscina desnudos. La cicatriz del amor que nos mostró era más profunda que cualquier otra: había cambiado de sexo, según contaba, para adecuarse al deseo que nacía en él, convertido ahora en ella. Algo de lo que sucedió allá está contado, de otra manera, en un capítulo de mi novela La mano del fuego donde el amante descubre la suma de reflejos y equívocos que le dan cuerpo, el enigma que siempre renace y es parte de la aventura del cuerpo.
Por otra parte, toda la novela explora las posibilidades del tacto como el sentido de los sentidos en el cuerpo amoroso. El único que no tiene un órgano exclusivo sino toda la piel y todo el cuerpo. Del tacto surgen todas las sinestesias posibles. Hasta la certeza extraña de mirar por dentro de la mujer amada con el ojo múltiple de la sensibilidad exacerbada del pene. De nuevo, mirar con las manos, escuchar con los ojos, oler con los oídos, etcétera.
Tu afirmación brillante y bella: “La vida es un estigma corporal ininterrumpido e irrevocable”, me hace inquietarme menos por la dimensión trágica de nuestro destino de abismo y entropía y ocuparme algo más de la dimensión estética y simbólica de la vida como estigma corporal en movimiento. Me hace pensar en cada cuerpo como un tatuaje que crece, que multiplica sus significados al mezclarse con otros tatuajes vivos. Pensar en la vida como una coreografía caligráfica que en sus mejores momentos se vuelve composición perfecta. Fugaz pero plena.
Y es parte de su esencia no durar, llamar irrevocablemente al movimiento que sigue, a la nueva composición que dará sentido a la vida, nuevas lecturas a nuestra caligrafía compartida.
Para descomponerse un segundo más tarde y reiniciar, tal vez, otra coreografía de estigmas.
Sobre la implacable línea de vida que va de aquí y ahora hasta el inevitable abismo de nuestro horizonte temporal, el cuerpo es simultáneamente prueba y ámbito de lo posible. El cuerpo y sus posibilidades sensoriales hacen que exista el tiempo dentro del tiempo, por ejemplo. Y si bien es imposible que el cuerpo comience a vivir de nuevo, las metamorfosis son posibles, como bien lo anhelas. ¿Estás segura de que sólo un temblor mayúsculo lograría lo que tu ahora deseas? Tú lo debes saber mejor que nadie, entre otras cosas porque tal vez has experimentado otras mutaciones altamente sísmicas en los estratos de tu cuerpo. Tu anhelo de volcán me conmueve, mi querida cómplice corporal.
Y extrañamente, cuando leí tu libro El retorno de Lilith, la imagen obsesiva que venía a mimente era la del volcán, la del magma de significadosconvulsivos, la del fuego que todo lotransforma. Y pensaba que leerlo era un sismo,que no conozco nada así, tan a fondo y tan aflor de piel al mismo tiempo. Me daba cuentade que ninguna de las descripciones posibles deLilith la agotan mínimamente, que ningunafrase puede sintetizarla, que es movimientocandente que no se deja fijar, que siempre quemay transforma. Te he visto leer fragmentosde ese poema volcán en tu lengua, con una paradójicadulzura, en una gama de aparente contradicciónque nunca los traductores alcanzancompletamente a hacer suya.
También al final de Lilith está el tema de la androginia esencial y paradójica que sacas a flote sin las ambigüedades frecuentes. Te sientes hombre y mujer simultáneamente con la certeza adicional de que no hay homosexualidad o transexualidad implícitas. Feminidad visible y virilidad invisible pero no menos presente en el cuerpo, en lo que el cuerpo siente. La androginia como una de las dimensiones de la vida, en algunas personas más que en otras.
Me identifico completamente en tus palabras desde el otro lado del delirio andrógino. Con mucha frecuencia mis lectoras comentan, evocan, cuestionan mi parte femenina. Visible netamente en mis libros. Hay quien ha dudado seriamente de mi autoría. O quien siente la necesidad de atribuirme formas de sexualidad que no siento ni ejerzo. Mi androginia imaginaria es plenamente masculina en lo visible del cuerpo y en sus deseos como la tuya; sin duda, es también corporalmente femenina. Y más allá de cada cuerpo, pero también más acá, la otredad que también nos da, sino forma, sí identidad.
Regresando a tu tatuaje, que veo sin ver y aún así toco, recuerdo una forma de escribir esa misma letra jim con una leve modificación que convierte al copete en una especie de cabeza de pene:
Y el signo que era una curva de ecos netamente femeninos tiene una doble dimensión: una erección y un pecho con pezón. Es interesante que en la tradición marroquí, bereber, los tatuajes llevan nombre según la parte del cuerpo donde se hacen, además de la figura o abstracción que dibujan. Todo es significativo. Y al tatuaje en la espalda derecha se le llama “nadador”.
El mismo término que en otra tradición, según el autor de El jardín perfumado, es uno de los nombres más afortunados del pene.
Una dimensión más en la clave y en el enigma que has puesto sobre tu piel y, en mí, piel adentro.

 

JH: Son las doce y media de la noche.
Acabo de volver a casa. Tengo hambre.
Tengo hambre. Son las doce y media. Estoy
de pie frente al espejo de mi cuarto.
Levanto mi falda y cubro mi melena con la
mirada. Contemplo mi sexo, que sueña con un
pene bien enraizado en ese jardín ardiente que
lo llama, y me digo: “La próxima vez, en cuanto
entre un hombre, ya no dejaré que salga. Se quedará
aquí por el resto de su vida, nueva columna
erigida en mi templo eterno, primer refugiado
sexual de la Historia, cocido a fuego lento y sin
cesar saboreado, envuelto tiernamente por la
arcilla de mis deseos”.
Estoy de pie frente al espejo. Tengo hambre.
Me deseo.
Furtivamente pero con prisa, una mano sale
de lo onírico y se desliza sobre mí. No es la mía.
Es, una por una, la mano de todos los hombres
que me persiguen en este momento en todas
partes del mundo. De cada uno, o de todos a la
vez. El perfecto singular plural.
Tengo hambre. Me deseo. La cama me está
llamado.
“Paciencia, paciencia”, le digo bajando la voz.
“Tengamos aún más hambre”.
Me desvisto lentamente, lentamente, y me
deslizo bajo el cobertor. Aunque estoy sola,
tiendo a cubrirme para crear una suerte de escondite
y así atizar el secreto del acto. La tentación
no florece sino en la clandestinidad, el
placer no se celebra si no es en la piratería.
Lo prohibido, ese clítoris de la cabeza…
Me gusta el contacto de la tela suave y fresca
sobre mi espalda, sobre mis nalgas, sobre
mis piernas. Me estiro con voluptuosidad, me
escucho incluso maullar.
Me estremezco un poco pues hace frío. Me
estremezco también por lo que quiero. La corona
de los senos se yergue, grita, reclama una
boca, una lengua, dientes. Hay apetitos déspotas
que una mujer sola no puede saciar.
(Por fortuna.)
No me acaricio. Aún no. Me encanta exasperarme.
Me doy la vuelta y me acuesto bocabajo, mis
senos aprovechan, se frotan contra las sábanas.
Mis labios también. Todos mis labios.
Mis uñas desgarran el colchón como una espalda
soñada. Cada rasguño es un grito de deseo
y de deleite: la leona marca su territorio.
Me detengo primero en mis pechos, pellizco,
acaricio, pellizco, acaricio, luego bajo hacia
el valle del vientre.
Mi vientre: campo de trigo donde destella el
pan del deseo.
Trae tu faux, moissonneur!
Toma, oprime, huele, acaricia, enrolla, desenrolla.
Más fuerte. Más rápido. Más lejos.
Aún más lejos…
Mi mano roza por fin mi sexo, lo entreabre,
le hace cosquillas, insiste, luego huye. Unas
veces ara, otras sugiere. Sabe que me gustan
las bromas. Firme, fuerte, audaz, insaciable
pero tierna: es una mano que comprende. Una
mano, sobre todo, que no duda: que toma. Mi
imaginación golosa se enciende, delira, se rompe.
Se aventura ahí donde muchas cosas no
dichas y no hechas esperan su momento. Mis
dedos se agotan, van más lento, se hunden, vagabundean.
Rodean, fintan, revolotean y luego
regresan. Separo las piernas para recibirme
y las vuelvo a cerrar con violencia.
Mis muslos: portales del purgatorio de los
perezosos, barrotes de la prisión que libera.
Y luego, de repente, de un golpe, me penetro.
Me fundo.
En el cuarto falta el aire. Lo aspiro por completo.
Saco mi dedo lentamente, lo huelo, lo lamo.
Unto mis labios como si fueran un sexo, luego
la cabeza. Me embriago con mi sabor. Jugo del
racimo original.
Una vez más.
Y otra.
Hondo. Más hondo. Hasta desenraizar el placer,
arrancarlo de mi tierra y plantarlo en mi
garganta, en mi cuello, en mis gritos, en mis
orejas, en mi aliento, en mi piel.
Jadeo. Gimo. Me arqueo. Gozo.
Existo.
Es casi la una de la mañana. Necesito dormir.
Ya no tengo hambre.
Por el momento. Sólo por el momento.
¿la última cena? Aún no, querido Alberto.
Pues cada final de banquete no es sino el inicio
del siguiente.
Y la aventura del cuerpo –por debajo del
agua– continúa.

 

2 comentarios

  1. amazona urbana