Sobre el libro Figurado y Literal (Cascahuesos, 2009), de Kozer, escribe el académico y crítico Luis Carlos Ayarza.
El despliegue infinito de la memoria
“Los únicos bienes del hombre son los recuerdos florecidos de la imaginación”
Nicolás Gómez Dávila
Luis Carlos Ayarza
Cuando se observa a través de la lente de un microscopio un cristal de nieve, el tejido de la piel o la corteza de una planta, se puede ver como siempre existe una paradoja, una contradicción: lo sinuoso puede estar minúsculamente compuesto de ángulos rectos, y lo sólido de sinuosidades. Hay una materia –hasta donde sabemos divisible casi infinitamente– que a su vez compone el mundo de los más grandes, constituyendo así las superficies y los seres. Lo individual siempre es la unión de poblaciones. Colonias ensambladas para crear un efecto o lograr un fin: líneas de hormigas que devienen en el ensamblaje de la línea continua, como un gran animal. Todo está compuesto de geometrías acopladas, también el lenguaje y por supuesto la memoria.
El libro de José Kozer Figurado y Literal (Cascahuesos, 2009) es una lente que se asoma a lo más grande y a lo minúsculo, a lo intangible y a lo más sólido, pero que en ese asomarse materializa lo intangible y pone en movimiento lo compacto. Textos que se derraman como flujos en direcciones simultáneas, deviniendo una materia líquida que mana a través del lenguaje del poeta, y que horada las superficies incluida sobre todo la del pasado. Desde esta última es que se produce –eso parece– la creación constante:
Recuerdas, Sylvia, cuando papá llegaba de los almacenes de la
calle Muralla y todas las mujeres de la casa Uds. se
alborotaban (21).
Hay una repetición y una diferencia: Autorretrato, Autorretrato, Autorretrato, Última Thule, Última Thule, Última Thule…, cada uno un poema. Los títulos repetidos se manifiestan como las caras de un cristal de muchos ángulos. Cada uno despliega una mirada diferente que reacciona con cada tipo de luz y de memoria. Son los poemas como variaciones de la misma nota, geometrías que simultáneamente proliferan extendiéndose y volviéndose concéntricas. Pero una vez ensambladas son un solo chorro, un gran fluir.
El uso de las analogías se hace en este caso inevitable. Su lectura hace pensar en Escher pero también en Brueghel o en Van Gogh. Es decir: un mundo exterior ensamblado o extraído de sí, y un interior iluminado con la memoria que surge como si tratara de naturalezas muertas. Valdría en todo caso mejor usar el término en inglés “still life” que se traduce como vida suspendida, ya que resulta más cercano en este caso a lo que los poemas sugieren, pues al leerlos se pone en movimiento todo el flujo del pasado. Un pasado que se sostiene en la orina fermentada de la abuela o en el padre vuelto misterio tras la voluta de humo de un cigarro. La palabra escrita da vida o revela lo que ya tiene el movimiento implícito. Desde los organismos y bichos que recorren y aletean los poemas, hasta el fluir y el vuelo de la aguja del sastre:
La última esponja natural la última esponja natural del mundo y por donde
en su momento (natural) entraron y salieron peces (quizás también
celentéreos) (equinodermos) ya tan agujereada (que) pronto no (cabe) otro
agujero (71).
En el libro el poetizar es un oficio, se teje, se zurce con la habilidad de un sastre de los de antes, semejante a aquellos que trazaban el mapa sobre el paño con una tiza y tenían el cuerpo encorvado para acomodarse a la mesa de corte. Kozer lanza hacia el presente el peso mítico de su tradición polaca y eslovaca, judía, cubana, pero también lanza el peso de una tradición más íntima y cercana, aquella que se adquiere observando a los mayores que nos preceden, y que se manifiesta fragmentada en gestos y miradas:
La mano (todos) a la cabeza (en) la coronilla la forma redonda
de los solideos, bendición, (la tela): el sastre deshilvana
los hilos que bajo Dios forjaran los solideos; y
y queda en pie la coronada carne del cuero cabelludo (29).
Por otro lado, la utilización de los paréntesis contribuye a esa horadación del tiempo para que fluya la memoria. Sus irrupciones producen especies de agujeros de gusano que no sólo detienen el ritmo de un verso reorientando su sentido, sino que profundizan y abren fisuras en el tiempo y las latitudes mientras que a la vez conectan a los poemas entre sí, creando también vínculos con épocas y tradiciones diferentes. Los paréntesis proliferan en todos los poemas, se vuelven parte del ritmo y después de cierto tiempo dedicado a su lectura se hacen necesarios… O sea, que tales irrupciones una vez alcanzado ese instante de familiarización con el lenguaje de Kozer ya se esperan:
el sastre creó (cúpulas) de la lisa comba (son) el anca de los caballos (29).
Dice Nicolás Gómez Dávila en unos de sus escolios: “La frase debe tener la dureza de la piedra y el temblor de la rama”. La poesía de José Kozer tiene esas dos virtudes, de allí lo literal y lo figurado, lo grande y lo pequeño, lo sólido y lo líquido. Su escritura entra en el pensamiento del lector como una tromba –palabra que el poeta usa a menudo– y tiene la grandeza y la belleza de un “un cachalote dormido en altamar”. Su escritura hace pensar en ese sueño inmenso que seguramente tiene el formidable mamífero en su cama de océano, mientras Aldebarán titila diminuta en el cielo.
Luis Carlos Ayarza (Bogotá, 1968). MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Actualmente cursa estudios de doctorado en Hispanic Studies en Texas A&M University.
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