La conocida cronista mexicana propone la lectura de un texto poético.
Tiempo de lluvia
A lo menos nos alumbre, amantes
desvalidos por años, la memoria
tragaluz del muslo incombustible,
la quemazón de aromas verdes,
y la creencia en que será vedada
—bárbara— la invención de los espejos
de alquiler que alguna vez poblamos.
Rubén Bonifaz Nuño
Es época de cerros y céspedes y banquetas verdes. Ahogadas mañanas, líquidas tardes. Días de caminar —si camino—, esquivando charcos y cuidándome de las olas de lodo que levantan los coches y abonan al más plantado. Pero a mí la lluvia no me hace crecer y sólo merece ser escuchada si es rumor, rayo y trueno mientras me abrasas. Cuando el día gris que se cuela por la ventana es un manto capaz de suspender el tiempo: luz de mediodía que no alcanza la oscuridad hasta entrada la noche. Entonces el agua desatada será música de fondo para los remolinos que limpian los tejados al mismo tiempo que tus dedos se enredan en la larga negrura de mis cabellos sobre la alfombra: charco de obsidiana. Y los puentes se inundan mientras tu lengua, ávida, penetra mis labios mayores hasta que de ellos brotan tibios manantiales. Los semáforos enloquecen pero las axilas, las tuyas y las mías, exhalan humores de selva cuando la ciudad queda a oscuras mientras tú y yo nos vamos encendiendo, enardeciendo y a ojos cerrados te voy describiendo los colores del mar.
Sé que la gente se envuelve con hules y periódicos mientras me cubres con tu mirada: cálido cobijo. Los coches se descomponen y acrecientan el caos cuando tus manos trazan veredas en mi espalda y el adobe de las casas viejas, ojalá vacías, se cae a pedazos lentos, como mi voluntad. Afuera, el vendaval levanta espectaculares y árboles; los ríos recuerdan su cauce y arrastran todo a su paso. Pero me tiene sin cuidado el aire que cala hasta las entrañas porque bebo el vino que aviva mis palabras y recubre tus labios que toman en los míos. Y ojalá que los inquilinos, cuando lleguen a casa, puedan calentarse las manos con una taza de té, como tus dedos bañados por mis aguas.
Te escribo de la lluvia mientras escucho su caída en el silencio de la noche, lejos de la tarde cuando tu cercanía me hizo pensar que el aguacero era asunto de mortales enchubascados. Hoy la lluvia no me toca. Encerrada a piedra y lodo, amurallada, me pregunto si traerás sombrilla, si no lo habrás perdido. Yo solo pierdo el tiempo esperando otra tarde de lluvia. todos los días son de brizna, pero ni los diluvios me dicen nada que me importe, si no estamos desnudos en nuestra propia tempestad. Ciegos ante la blancura de sábanas ajenas que atestiguan el abandono de nuestros cuerpos.
Ya saldremos a la lluvia, al mar de gente cubierta por un paraguas negro, el cual tal vez te acompañe a esta hora en que sales de la oficina y te diriges a tu casa y piensas en la chimenea encendida y en la algarabía con que te recibirán tus perros, en el beso que darás en la frente de tu esposa embarazada.
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