El conocido cineasta y guionista mexicano nos habla del reciente filme que nos muestra con despiadada ironía la realidad del México tan lejos de Dios.
EL INFIERNO, nuestro infierno
Xavier Robles
La reciente exhibición de un film como El Infierno, una película interesante y valiente por muchas razones, hace imprescindible la reflexión que permita una mayor comprensión sobre su género, estructuras, personajes y contenidos.
Lo primero que llama la atención es la buena acogida del público mexicano a este film, pues al momento de escribir estas líneas la película, que sigue en cartelera, ha sido vista por un millón y medio de personas en las salas de exhibición, a las que habría que agregar una cifra indefinida, pero seguramente numerosa, de espectadores que recurren a la versión pirata, ya en circulación por todo el país.
No hay que espantarse por el hecho de que los altos precios de las cadenas de exhibición, los elevados precios de dulcería, el costo del estacionamiento, la política gubernamental de apoyo a los monopolios y otros factores determinen que un gran número de espectadores de bajos recursos económicos opten por ver cine mexicano en copias piratas. Les resulta más barato, se quedan con la película y pueden circularla e intercambiarla con sus familiares y amigos. Esto, sin contar que la piratería está infiltrada en organismos públicos y federales, cuya corrupción la hace posible. Lamentablemente, las salas son frecuentadas casi exclusivamente por jóvenes y personas de clase media o alta que pueden darse ya ese lujo, pues ha dejado de ser un espectáculo netamente popular y familiar a causa de los monopolios de exhibición y distribución.
Considerando todas estas cuestiones, no es extraño suponer que la película será vista por tres o cuatro millones de mexicanos, lo cual indica claramente un fenómeno exitoso. Y qué bueno que así sea, porque El infierno es un film necesario en un país donde los capos de la droga, con la complicidad de autoridades federales, estatales y municipales, así como de muchos otros ciudadanos, imponen su ley a lo largo y ancho de la República, aunque sea en el norte donde su actividad es mayor y más terrorífica.
Es sabido que la guerra desatada por Felipe Calderón contra algunas organizaciones criminales (la de El Chapo Guzmán sigue siendo sospechosamente inafectada) no resulta benéfica para los mexicanos y muy probablemente termine con el regreso del ejército y la marina a sus cuarteles, sin haber cumplido ni remotamente con la tarea que se les encomendó. La única solución posible a este problema es legalizar la droga e incrementar las fuentes productivas, aumentar los centros de rehabilitación y sobre todo establecer mejores y más eficientes sistemas educativos, además de impulsar la cultura en todos y cada uno de los municipios, pues es bien sabido también que un chico o una chica que desarrolla una actividad creativa tiene muchísimas más probabilidades de no caer en los mecanismos del hampa organizada, como ocurre habitualmente con todos aquellos jovencitos, llamados ninis, que no tienen ni escuelas ni trabajo, y que son presas fáciles de la cultura de la violencia y la drogadicción.
Todo esto viene a cuento, porque de ello trata precisamente El infierno, una farsa tragicómica, género en el que su director, Luis Estrada, ha incursionado anteriormente con éxito, desde que realizara La ley de Herodes (1999), un film que contribuyera significativamente a la derrota del PRI en el año 2000.
Se trata de un género desmesurado, subversivo, violento, liberador, fuera de proporción, que por lo mismo resulta poético y simbolista, aunque su propósito sea provocar una risa sarcástica, burlona, o una mirada patética sobre personajes y situaciones. La farsa toma prestados sus recursos de otro género primigenio, y los protagonistas asumen las trayectorias, virtudes y defectos que el género originalmente les propone, de la misma manera que ocurre en el teatro. Pasa exactamente igual con los antagonistas.
En este caso, el género primigenio es la tragicomedia, un género realista que surge como alternativa de la dramaturgia a las convenciones de la tragedia y de la comedia. No se trata de la mera y simplista mezcla de lo trágico y lo cómico, sino de comedias rehuidas, la mayoría de ellas socialmente agresivas, escritas con elementos trágicos; o de tragedias construidas con elementos de humor y contrastantes. Por ello, también se trata de conseguir rupturas dramáticas que lleven al espectador prácticamente sin transición de momentos dolorosos a otros alegres y viceversa.
El héroe cede el paso al personaje tragicómico, quien puede estar lleno de desventuras y sin embargo acceder a un final feliz, inmoralmente victorioso, o estar en situación de privilegio y tener un final trágico más que merecido. Si la peripecia del héroe le exige un viaje permanente hacia la luz, la condición del protagonista de tragicomedia necesita de un viaje consistente hacia la noche, hacia la oscuridad, que atisbará la luz, acaso, pero sólo al final del camino y cuando ya es imposible el retorno.
En otras palabras, mientras el viaje del héroe le conduce hacia lo luminoso, el protagonista de tragicomedia se empeña en viajar hacia las sombras de su propia naturaleza, en donde encuentra las razones para seguir viviendo o encontrar sus propios triunfos casi siempre desprovistos de moralidad alguna. Se complementan entonces la anagnórisis trágica con la moraleja cómica, aunque los personajes de tragicomedia generalmente derrochan un cinismo revelador: “Nada está bien, pero la sociedad y la condición humana son así.”
Hay que destacar el buen oficio creativo del escritor Jaime Sampietro, colaborador habitual de Estrada, quien ha conseguido un trabajo inteligente, divertido, con buen ritmo, una estructura adecuada y personajes bien logrados, como Benjamín, el protagonista (Damián Alcázar), que después de cruzar la frontera siguiendo el sueño americano regresa veinte años después a su tierra natal, sólo para que asaltantes con y sin uniforme militar le esquilmen el poco dinero que trae, antes de encontrar que todo en el país ha empeorado y que la miseria del pueblo desértico donde creció ahora se ha agudizado con el desempleo y el crecimiento desmesurado del narco, que impone su ley a todos.
Benjamín es una buena persona, e incluso un poco ingenuo, como muchos de aquellos que se ven obligados a contratarse como sicarios, mismo destino que correrá Benjamín cuando su dinero se acaba y aparece en acción El cochiloco, un personaje complejo, estupendamente interpretado por Joaquín Cosío. Es interesante que ninguno de los “villanos” resulte una persona intrínsecamente desprovista de sentimientos o emociones. Es decir, los personajes tienen muchos matices de conducta que los apartan totalmente de los clichés a los que estos personajes han sido caracterizados por un cine menor.
Son violentos, desde luego, pero tienen la mayoría de ellos, por ejemplo, lazos afectivos familiares importantes, y aún el omnipotente jefe de la banda (Ernesto Gómez Cruz) carece de carácter ante su mujer (María Rojo), ciertamente madre sobreprotectora a la que su marido “le adivina el pensamiento” cuando comete uno de tantos asesinatos.
En fin, el nivel de actuaciones es muy sólido y no abundaré en ello. Destacaré solamente el logrado trabajo interpretativo de Daniel Giménez Cacho, Elizabeth Cervantes, Jorge Zárate, Salvador Sánchez, Angelina Peláez, Dagoberto Gama, Silverio Palacios y en general el resto del elenco, que incluye a Isela Vega y a Mario Almada como un homenaje a ellos mismos.
El argumento narra como el poderoso jefe del narcotráfico en la región está involucrado en una guerra contra su propio hermano; cómo ese mismo jefe impone a las autoridades municipales y policiacas del lugar, y también cómo soborna y corrompe a los agentes federales. Por cierto, está retratado con Salinas y otros altos dirigentes de la política nacional y piensa que son los gringos los que “han jodido a este país, con la complacencia de todos estos presidentes de cagada que nos han tocado”. Es católico y da la bendición a Benjamín, cuando lo toma a su servicio.
El verdadero responsable, entonces, de todos estos crímenes y situaciones delictivas –nos dicen Estrada y Sampietro- es el propio sistema político, infiltrado profundamente por los narcos. Un sistema en el que también cumple una función destacada el cura de la localidad y que tiene como máximo dirigente a un presidente cuya política, en boca de un agente federal (Daniel Giménez Cacho), “es convertir a México en un país de soplones”.
Son muchos los comentarios que se pueden hacer sobre este interesante film, cuya historia transcurre en el año del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución. Además, tiene escenas llenas de buen humor negro, de un humor ácido, que no respeta a ninguno de los personajes, y detalles como las tumbas de tres de los principales personajes, muy llamativas, y en las que se pueden escuchar corridos de moda.
Desconcierta, sin embargo, que esta película, tan importante y necesaria, haya sido promocionada ampliamente por Televisa y las propias instituciones de apoyo al cine mexicano, que tradicionalmente censuran desde el escritorio a todo film cuestionador o que consideren subversivo o “inadecuado” en estos tiempos en que la derecha impone sus criterios desde la presidencia. Desconcierta también que los exhibidores y distribuidores que normalmente acortan la existencia de películas como ésta en los circuitos de exhibición la hayan mantenido en cartelera, ya por cuatro semanas. ¿Qué intereses se están moviendo que provocan este apoyo? Lo ignoro, pero eso no demerita el buen trabajo de Estrada y su equipo de colaboradores.
El final constituye una verdadera catarsis para el espectador, cuando el protagonista se rebela contra ese mismo sistema que lo ha protegido y realiza acciones que no comentaré aquí. Pero de nuevo se obtiene una imagen simbólica en la que las instituciones y personajes que representan al poder son ametrallados, sólo para que lleguen nuevos narcos, más violentos y endurecidos que los anteriores, como esos antiguos militares oaxaqueños –se supone que son los zetas-, ellos sí absolutamente desalmados, o como el joven Diablito que comienza una nueva guerra.
La narcoviolencia, es claro, no se puede combatir con más violencia. La única y verdadera solución es el trabajo, la educación y la cultura.
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Mexico’s drug wars captured in film comedy named Hell
Violence! Drugs! Mexico Is Going To HELL!
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