El nadaísta Arbeláez hace un repaso de su generación y sus sobrevivientes.
Intermedio
(Q.E.P.D.)
Jotamario Arbeláez
En 1968, décimo aniversario de la constitución del movimiento más inmóvil y más eterno que diera el siglo que ya murió, en los baños turcos del hotel San Francisco de Bogotá, donde disfrutaba de las carencias de la vida conspirando con margaritas por cortesía de su propietario el ‘negro’ Manuel Corrales (q.e.p.d.), Jorge Child (q.e.p.d.), mientras trataba de quitarle la toalla al senador Nacho Vives (q.e.p.d.), se burlaba de mí porque a los nadaístas ningún conmilitón se nos había muerto.
La vida era por entonces demasiado muchacha para traernos más desgracias que las propias del existir. Alzados en contra de todo, hasta del sistema solar, inverecundos tragalibros, tumbalocas y acabarropas, éramos considerados reos de impunidad perpetua en virtud de nuestro extravío, y ahí estaba la poesía para impedir que alguien nos hiciera el cajón. El cura guerrillero Camilo Torres había caído, qué dolor que dolor qué pena, pero nuestro aliado Diego León Giraldo (q.e.p.d.) se había encargado de inmortalizar su sueño en una película.
Por esos mismos días del año de las revueltas juveniles universales tuvimos nuestra primera baja en el poeta más joven del mundo, Luis Ernesto Valencia, teenager, arrollado por un carro de carreras (q.e.p.d.), y Gonzalo Arango (q.e.p.d.) hizo una colecta entre los amigos para que pudiéramos enterrarlo en algo apenas más grande que una caja de fósforos. Ocho años después la muerte en ruedas frenó la carrera de taxi del profeta, quien acababa de reconciliarse con su carnal Amílcar Osorio (q.e.p.d.), luego de una enemistad que habría durado milenios. En el interregno Amílcar volcó el tocador de sus afectos en la artista de la chatarra Feliza Burnsztyn (q.e.p.d.). Para evadir esta suerte macabra se habían marginado del movimiento ‘el nadaísta de Cartago’ (q.e.p.d.) y Guillermo Trujillo (q.e.p.d.). Y a Taganga fue a parar Kat (q.e.p.d.) a encender el último toque sin regreso a la realidad. Pero antes de que se desatara la mortandad Dariolemos (q.e.p.d.) le enviaba sus poemas a Alfredo Sánchez (q.e.p.d.) para que se los publicara en Esquirla (q.e.p.d.). Porque hasta los periódicos terminan por morir como sus fundadores, cuando se les agota el papel asignado.
En los últimos tiempos, contemplando cómo se desangra el país, habíamos descansado de asomarnos al hueco donde caen los poetas cuando resbalan. Pero recibimos la esquela del exilio terrestre del colega José Manuel Arango, Aquel que esperaba y esperaba / pero no sabía lo que esperaba / y era la muerte, autor de los cantos más decantados de la actual poesía colombiana. Y de carambola nos enteramos de la suspensión de la partida que apostaba con la existencia Saturnino Ramírez, quien manejaba el taco con la misma perfección que el pincel, artista con la más asombrosa capacidad amatoria en las estancias que lo vieron agigantarse, y con una desenfrenada vitalidad que regurgita en su obra soberbia. Fin de fiesta: en los postreros años se les cortaron la luz y el aire al pintor de las islas Samuel Ceballos, al novelista de “El amor en grupo” Humberto Navarro, al poeta de “Golpe de dados” Mario Rivero, al de los “Sinónimos de la angustia” Alberto Escobar, y al cuentista de “Cándido réquiem” Jaime Espinel.
No digo como ese poeta que a pesar de haber sido mi amigo lo ha vuelto a ser, que ”ahora tengo más amigos en los cementerios que en los bares”. Ya le conté mientras bebíamos que dije que lo decía porque sus amigos preferían morirse antes que tener que beber con él.
Con la desaparición de los amigos uno se va quedando en los puros huesos. Y cuando se vaya el último el planeta habrá perdido su razón de seguir contigo. E irá siendo la hora de pedir la cuenta definitiva en los bares. Así que no nos apresuremos a llenar el baloto, perennes nadaístas que continuamos cantando en la edad tercera -Elmo Valencia, Jaime Jaramillo Escobar, Eduardo Escobar, Pablus Gallinazo, Armando Romero, Jan Arb-, que vivir en la tierra es la mejor estación del cielo, que queda mucho rayo de sol para calentarnos, nuestras últimas armas por entregar así sean unos besos calamitosos, y que en algún lugar del mundo se nos está preparando una cena inconmensurable.