Poseedor ya de algunos premios internacionales, Jorge Eduardo Alcalá fue uno de los muchos talleristas que aprendieron la teoría del cuento nada más y nada menos que con Edmundo Valadés.
JORGE EDUARDO ALCALÁ
Nacido en 1967, publica sus primeros trabajos en revistas
estudiantiles a partir de 1989. En 1997 su libro Viajes en el tren de
los deseos, de corte surreal y basado en la propuesta Velocidad, para
el próximo milenio, de Italo Calvino, es premiado y publicado en
España por la editorial AMG. Ha publicado en las revistas Transición,
El Cuento, Coexistencia, Memorias del Páramo y otras. Candidato a
Maestro en Humanidades por la Universidad Anáhuac-Instituto Cultural
Helénico. Su principal tema, poético y narrativo, es el paso del
tiempo y su naturaleza. Actualmente, prepara el libro Sin Justicia y
sin Gabrielas desnudas. En La Otra presenta trabajos pertenecientes al
libro Tiempo elástico, también en preparación.
Jorge Eduardo Alcalá
SENDAS Y DIFUSIÓN DE IRENES
La duda vino inmediatamente después de ver a lo lejos a la otra Irene, luego de dos años en algunos de los barcos más extraños del mundo, entre los cuales estaba la fragata retirada Molinar, azul y de velamen beige combinados a la perfección, de quince metros de foque y contrafoque que transportaba clandestinamente a misioneros cristianos hacia Etiopía en misiones humanitarias y legítimamente a prostitutas camíticas hacia Nueva Orleans, el buque Sugar Ray, dedicado a la confección de prendas de vestir, cuyo capitán, Dire Dawa, compraba lana barata en Marruecos y era capaz de permanecer en la misma postura durante cuatro días sin dormir y sin comer cosiendo lentejuelas de color escarlata a un vestido que después vendería en algún puerto perdido en el Bósforo –o Bosoforos, como le decían ochenta de las innumerables personas que Irene no conoció-, el crucero comercial Lindsay en el que se podía hablar grave o agudo y el interlocutor siempre escuchaba el mismo tono de voz, y el pequeño submarino en que se transportaba droga desde las violáceas playas del norte de México a los pantanos del Bayou, donde Irene se enamoró de una y de uno de los posibles rednecks que entregarían la mercancía a quién sabe quién; luego de dos años de dormir ya en las Aleutianas, en cubierta y en aguas heladas, con los dedos entumidos y sin poder hablar, ya delirando en el ecuador americano a casi 50 grados durante semanas que se alargaban como el sol que nunca se ponía en los círculos polares, tanto ártico como antártico, lugares en que el sueño era tan sólo un malestar, una precisa náusea en el estómago harto de sopa de cola de ballena echada a perder, o ya en la mejor cama y la mejor calma en medio de las islas del pacífico sur, con mucha comida fresca, carne de res, pescado, mameyes, limones y duraznos y también mucha bebida a bordo, agua abundante, fría y fresca, cerca del atolón de Mururoa donde los peces salían a la superficie casi horneados y deliciosos, como si se hubieran aderezado con azúcar, pimienta y salsa de tomate; dos años más tarde de haber escuchado por primera y única vez la palabra horoscopología, la ciencia que estudia a los sujetos que hacen horóscopos, como aquél hombre viejo, de barbas sucias, olor a aceite de pescado y ropas desgastadas que la había abordabo en el Callao, y le hablaba en un español casi incomprensible, con acentos en la última sílaba y casi sin consonantes y que había predicho su desaparición sin que ella, Irene, la sobreviviente, supiera con exactitud a qué se refería y que sólo entendería más tarde, al desembarcar finalmente de aquellos barcos extraños en los cuales había conocido por primera vez muchas de sus emociones, el llanto por soledad e insignificancia en medio del mar, distinto del llanto del amor perdido, manifiesto en la dulzura del beso de aquella redneck, distinto del llanto por dolor físico que manó de sus ojos grises cuando no podía más y le ardían los ojos por no haber dormido por dos días, mientras Dire Waba enhebraba lentejuelas y lo seguiría haciendo durante dos días más cuando ella ya dormía y soñaba con una pick up desvencijada a la cual subía acompañada de un hombre joven que la acompañaba a su bautismo presbiteriano; dos años más tarde, pues, de haberse separado de sí misma, una Irene que se embarcó en el Atlantic Louis y otra que se quedó en tierra firme y haría una vida aparte y caminaría por las calles azules de Des Moines hasta aburrirse en medio de esos parajes erosionados y difusos, propios de una fotografía urbana en blanco y negro para luego regresar a Van Nuys, ese barrio de clase media y media baja y solares interminables en California a trabajar en florerías en ruinas, tristes, con letreros de Cash only, no cards en la puerta, vestida con la falda azul, la única falda azul que tenía, de tela áspera, y sin maquillaje, lista, sí, para una vez terminada la jornada ir caminando a la iglesia de San José, en Cameo Drive, en el condado de Downey, donde el día más caluroso del noventaynueve conocería a Irving, al jovencito Irving Colin de pelo amarillo y revuelto, aprendiz de soldador que dormía en un garage a la vuelta de la iglesia y que conducía una camioneta vieja con un sticker de los Philadelphia Eagles en la parte trasera, a pesar de estar en Los Angeles; lista, aquélla Irene, no ésta, la del mar, para después de conocerlo, seguir caminando hasta la estación de Greyhound de Pasadena, porque allí paraba el autobús que tomaría hacia Rosita Valley a fin de visitar a la vieja tía Canny, hermosa anciana de grandes ojos grises, hija de migrantes australianos que moría lentamente de diabetes en Rosita Valley, cerca de Sacramento, dulcísima ciudad de atardeceres dorados donde ella, la Irene que no embarcó, tal vez optaría por un trabajo temporal o tal vez regresaría a la Iglesia después de que Canny muriera y tal vez vencería su miedo a todo lo que significara agua, los lagos, las embarcaciones y, especialmente, el mar y entonces una Irene más quedaría en Sacramento víctima de obesidad mórbida y otra se teñiría el pelo y regresaría a Downey, para colocar en un altar manteles bordados a mano y en los pasillos las flores, crisantemos, alcatraces, claveles y una variedad local de flores del paraíso, una melodía vegetal casi perfecta a cambio de unos cuántos dólares, treinta o cincuenta y así engalanar las bodas que cada sábado abarrotaban el templo, y el pastor Sonny Burgie la felicitaría, ignorante de que años atrás ella había sido florista, mientras la falda azul se desgastaba en las clases de catecismo y una cuarta o quinta o sexta Irene, al mismo tiempo que ella dormía, besaba con verdadero amor a Irving Colin y establecía una pequeña herrería que aprovecharía con instinto financiero la bonanza de la época de Clinton y cambiaría el sticker de los Eagles por uno de los Rams y en otro destino probable se acogería al decreto de bancarrota, durante el mismo periodo de Clinton y una Irene más cuidaba a la tía Canny, la anciana que moriría o sobreviviría o ambas cosas a la vez, y una vez en la casa heredada cultivaría con paciencia macizos de flores, gardenias o aves del paraíso para colocarlos en los balcones y poco a poco construir su refugio de soltera en esa casa cada día más triste de Rosita Valley y la centésima moría prematuramente de leucemia y otra más, en el enésimo cambio de ciudad para encontrar un destino mejor, conocería a la nieta de Mahalia Jackson en un autobús, quien le inspiraría con una espiritualidad renovada, y le mostraría una nueva palabra de Dios y le acompañaría a cantar himnos gospel y bluegrass durante tres décadas en el coro de Abeville, el suave condado de Abeville en Louisiana en el que finalmente echaría raíces como maestra en un jardín de niños y tendría a Ray Junior y a la pequeña Sharonda con el herrero Ray Jacobson y aprendería franglés, el dialecto criollo mitad francés mitad inglés que usan los pobladores nativos para confundir a los fuereños y se dividíría de nuevo, como lo había hecho en Des Moines y en el Callao frente a aquél anciano que olía a leche de tigre, es decir, a pescado crudo, cuyas palabras se fundaban en un conocimiento empírico de la física más que de la astrología y que por ello había predicho su desaparición, en sentido figurado, claro está, porque en sentido lato Irene muchas veces más se desdoblaría hacia distintos universos paralelos en forma inadvertida al igual que ellas, las otras Irenes, todas ignorantes del misterio eléctrico que se manifestaba a sus pies, y que, extrañas cosas de la vida, la Irene del mar intuyó dos años después de haberse embarcado, cuando las demás se quedaron atrás, en tierra firme, años al cabo de los cuales regresó con arrugas en los ojos, la piel reseca, el pelo quebradizo, la fragancia del mar salado que la acompañaría por siempre en boca y nariz y el corazón dispuesto a renovarse luego de tropezones y amores fallidos, vestida con unos jeans largos decorados con lentejuela naranja y luego de un primer paso inseguro, pisó con convicción un muelle en los pantanos del Bayou, el mismo donde quizá se había enamorado de dos personas al mismo tiempo y vio por unos segundos, a lo lejos –casualidad que de pronto permite el sistema- a una mujer idéntica a ella, una Irene de falda azul, una falda azul tableada que le resultaba vagamente familiar, una dulcísima mujer de sonrisa iluminada y cabello teñido de castaño claro que se alejaba tomada del brazo de un herrero llamado Irving o Canny Colin, a quien, incluso visto de lejos, conocía y sabía su nombre sin haberlo visto nunca y que luego de cerrar la compuerta trasera de carga, subió con la Irene de tierra a aquélla viejísima pickup cargada de materiales para la herrería y macetas, con la defensa trasera decorada con un sticker de los NY Yankees y una placa Sugar Ray, Visit Georgia, una pick up casi idéntica a la que había soñado en el mediterráneo, aquella noche del dos mil uno, cuando de pronto, mientras los veía alejarse dejando una estela de polvo rumbo a la Iglesia presbiteriana de Des Moines donde harían sus oraciones al tiempo que se apagaba lentamente la melodía gospel de Silent Night, Holy Night , ella, una de las múltiples Irenes simultáneas tuvo la turbia, perturbadora incertidumbre sobre si alguna vez había o no estado allí.
Jorge Eduardo Alcalá
LOS CLARIVIDENTES
Íbamos de la casa abandonada al puente. Éramos los fracasados, los que así tuviéramos veinte oportunidades de recomenzar lo haríamos mal. Beatrice, por ejemplo. Beatrice había sido una estupenda bailarina pero cuando la llamó la mejor compañía de danza, ella se fracturó los tobillos y ahora apenas caminaba. O Víctor. Policía de primera, candidato al premio municipal de Altos Honores hasta antes de conocer a Rita. Y Val. Val era un luchador sueco en declive que no podía hilar ni siquiera cinco abdominales. Y yo, por supuesto, que en mis mejores tiempos había sido galán de altura, pero ahora buscaba una mujer que me sacara a flote. Éramos los que sin querer dan paso a la existencia de los héroes, los que fallaban quinientas veces los penales. Los momentos clave simplemente no estaban hechos para nosotros.
A decir verdad la situación era incómoda, pero se podía vivir. Entre la casa y el puente, yo prefería la casa, a pesar de que por doquier se veía el desorden: gatos invadiendo la mesa al menor descuido, vendas y ediciones suecas del Playboy tiradas en el suelo, todo impregnado de un olor a orines que dejaba Val en sus borracheras, pues vivía convencido de que el excusado estaba en cualquier lugar.
Pero eso se podía sobrellevar: Val se retiraba al puente y miraba el río mientras se bebía una tremenda botella de dos litros de vodka sin decir palabra. Beatrice jamás dejaba de quejarse, pero nunca se iba. Víctor postulaba cada año a la policía de nuevo, pero nunca lo matriculaban porque Rita era la jefa de personal. Yo imaginaba negocios que me permitían regresar al ambiente de traje y corbata… Y así nos transcurría la vida; casi sin darnos cuenta íbamos de aquí para allá, de tropezón en tropezón, coleccionando nuestras fallas como otros hacen con insectos o timbres postales.
-Míralos, son asquerosos -me decía Beatrice mientras los muchachos pateaban una pelota hecha de periódicos- Son como perros: dales un juguete o un hueso. No necesitan nada más para decirle adiós al mundo.
-De acuerdo. Pero al menos hacen algo -era mi respuesta. Ella no la escuchaba porque de nuevo se estaba quejando.
-Además la casa huele horrible. Val es un cerdo. Y Víctor es un inútil.
Y el juego se prolongaba minutos u horas, dependiendo de “mi” tiempo disponible, que no era otro sino el que estaba dispuesto a ceder oyendo confabulaciones y sinsentidos.
Del puente a la casa abandonada: cuando Víctor, Val o yo conseguíamos algún dinero, lo primero era convencer a Beatrice de que su destino estaba aquí y ahora, comprarle algún poster de danza y ella a regañadientes nos acompañaba al puente a ver los barcos que partían mientras Val vaciaba su monumental botella de vodka. Pero ella no bebía, sólo refunfuñaba. Al poco tiempo se le oía mascullar “me largo, hato de cerdos”, y después volvía con nosotros porque no sabía el camino de vuelta a casa ni los tobillos le daban para caminar más. Pobre Beatrice, no era hermosa -ni por dentro ni por fuera-: cuando se maquillaba se le corría el rímel y perdía el equilibrio al primer paso. Tampoco era raro encontrarla en el porche del vecino esperando que alguien le abriera la puerta porque no sabía cómo hacerlo. Dos cosas no cabían en su pequeño mundo: la ciudad y sus convenciones.
Val no. Val había atesorado un carácter duro allá en los viejos días de la Suecia de los cincuentas, en medio de arenas de lucha internacionales. Hablaba todavía del Brasil coronado, de Olof Palme, de la fábrica de autos Opel y de las vacaciones en Upsala. Llenaban su memoria su madre, sus hermanas, sus títulos y su retiro obligado por alcoholismo justo antes de pelear contra un ruso por el campeonato del mundo. Pero ahora apenas si podía llegar al puente a ver los barcos que se iban, empinar el codo y perderse en su colección de Playboy: su redondo cuerpo no daba para más.
Víctor en cambio pasaba largas horas imaginando lo que podía haber sido al lado de Rita. Tenía la pensión de desempleado, pero casi nunca la hacía efectiva.
-Stergios -me decía- en el momento menos pensado me la subo a un auto y nos vamos hacia el sur.
-¿Pero en qué auto? -replicaba yo.
-No se preocupe por eso que lo resuelvo en dos minutos. Lo difícil es Rita.
-Claro. Ahora resulta que las mujeres más hermosas del mundo se largan a la aventura con desempleados. Más encima en autobús.
Pero él vivía convencido de que un día de esos iba a conseguir un Volkswagen para recorrer las largas cadenas montañosas del sur y las playas en compañía de la mujer de sus sueños. El único inconveniente era que esa mujer lo odiaba a muerte.
El primer signo de que algo andaba mal vino de Beatrice -que por esos días andaba con el rímel corrido y parecía sacada de una película de horror de los 50’s- que un día dijo, sin mayor antecedente:
– ¡Ja! Este maldito cerdo piensa que va a ganar. Lo que no sabes -añadió mientras señalaba a Val- es que estás acabado. ¡Finish! ¡Te van a mandar al hospital! Y por Dios, deja de orinarte en las paredes.
No le hicimos caso. Casi enseguida Val se levantó a orinar. Víctor me golpeó con el codo. Yo lo miré fastidiado puesto que no me importaba dónde hacía Val sus necesidades.
-Mire. Está orinando la pared.
-¿Y?
-Que la Duncan lo predijo -se refería a Beatrice como “la Duncan”- Acá hay un gato y una liebre.
-¡Por dios si eso lo hace todos los días!
-Sí, pero ahora es distinto.
Beatrice contemplaba furiosa la escena, maldijo quince veces, gritó “me largo” y golpeó la puerta.
-Hay que ver qué quiso decir con lo de “ganar” -prosiguió Víctor.
-Es natural. Ella sabe que el gordo es luchador.
-Claro. Pero también sabe que hace años no pelea -dijo Víctor.
En ese preciso instante alguien tocó la puerta. Un intermediario le ofreció a Val cien dólares por dejarse vencer en la tercera caída ante Zulema, una luchadora sin prejuicios, decidida a abrirse paso a como diera lugar, incluso a costa de veteranos y de héroes cansados.
-¡Qué tal! -gritó Val jubiloso con los treinta dólares de adelanto en la mano- El Gran Valerio Robson está de vuelta. ¡Como Brasil!
Como era de esperarse, justo la noche de su inverosímil regreso, Val se emborrachó tanto que no pudo llegar ni al fin de la primera caída. A los dos minutos vomitó en el ring. El referee lo echó. Zulema lo pateó de verdad porque había manchado sus botines de charol dorado. El público aventaba cáscaras de cacahuates y cocacolas.Víctor y yo sacamos al enorme Val, como un paquidermo derrotado que se movía a duras penas y lo llevamos al hospital porque comenzó a sangrar por la nariz. Poco antes de entrar a la sala de urgencias, cuando ya estaba en camilla me confesó: “Stergios, no hay caso. La muchacha ya sabe que usted es un pobre diablo. Además, no conjeturen. No los va a llevar a nada”.
Me quedé de una pieza. Lo que estaba ocurriendo era increíble. Nadie sabía que yo cortejaba a una vendedora de zapatos. Menos ese luchador venido a menos. Víctor me miró y dijo:
-¿Es cierto lo que dijo Val?
-¿Qué? -pregunté, haciéndome el que no entendía.
-Ya sabe, lo de la muchacha.
Yo pensé que Víctor se estaba entrometiendo en mi vida privada.
-¿A usted qué carajos le importa? Supongamos que yo estoy saliendo con una mujer ¿cuál es el problema? -dije, envalentonándome.
-¿No lo ve? -contestó Víctor, como si estuviera descubriendo un secreto de la CIA- Val y la Duncan son clarividentes.
-Me está diciendo que una bailarina que no se sostiene por sí misma y un luchador que ya va cuesta abajo saben el futuro. No me chingue…
-Stergios, despierte. Explíqueme por qué Val sabe lo de la muchacha. La Duncan predijo exactamente lo que pasó hoy, lo del hospital incluido ¿qué me dice?
Yo le respondí con mi mejor argumento, esperando que la farsa se le viniera abajo.
-Ya le dije que no jodiera. Además ¿por qué hace unas horas Val gritó que Valerio No-se-qué estaba de vuelta? ¿Eh? Evidentemente se equivocó…Evidentemente no sabe…
-¡Los que no sabemos nada somos nosotros! -gritó Víctor- No sabemos nada, excepto que Val y la Duncan son clarividentes…
-Ya basta de la broma -dije yo- Hay que tomar un café. Pronto van a traer el informe médico.
-Espere -me interrumpió- el gordo también predijo esta discusión. “No conjeturen“, ¿lo recuerda?. “No los va a llevar a nada”.
-Mierda –susurré y solté una sonrisa de incredulidad- Es cierto.
Nos sentamos en el lobby del hospital por un rato sin saber qué decir. Parecía que la situación tomaba un rumbo incómodo y a ninguno de los dos nos agradaba. La enfermera pasó por ahí y nos dijo que Val estaría en terapia intensiva por lo menos 48 horas.
-¡Imbéciles! -gritó Beatrice- ¡Dejaron la puerta cerrada con candado! ¿Creen que no me doy cuenta?
-Tranquila -dijo Víctor- Ya llegamos. Además está abierto.
-¡No es cierto! Stergios tiene la llave. Pone el candado y ya nadie puede entrar nunca más a la casa.
Me acerqué y giré la perilla de la puerta, que se abrió inmediatamente.
-Por favor -intentó calmarla Víctor, conduciéndola hacia el interior de la casa- ¿Lo ve? Este muchacho…
-¡No lo defienda! -le espetó Beatrice y luego me gritó – Es usted un cretino. Desperdicia su vida ligando zapateras. Lo peor es que va a terminar buscando extraterrestres. ¿Me está escuchando?
Intentó seguir, pero la crisis nerviosa se le agudizó y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Víctor la condujo a su habitación en medio de toses y balbuceos ininteligibles. Yo estaba en medio de la casa, estupefacto, golpeado, aturdido. Me sentía como un tonto a quien acaban de decirle la verdad. El olor a orines fue entonces tan intenso que tuve náuseas. Por primera vez reparé en uno de los gatos que invadían la mesa: sus ojos eran de un azul sobrecogedor y parecía un ser inteligente, de otro mundo. Sin detenerme a pensarlo más recogí una Playboy del suelo, saqué una botella de vodka y tomé rumbo hacia el puente. Tenía mucho miedo de convertirme en uno de esos personajes estrafalarios que cazan OVNIs y entrevistan abducidos.
A las dos noches, Val regresó hecho una piltrafa.Tenía la mandíbula rota, collarín y un brazo en cabestrillo. En cuanto llegó, se fue directamente a la cama. Víctor lo apaleó a preguntas, pero como tenía la mandíbula rota no podía responder. Al darle lápiz y papel nos dimos cuenta de que tampoco podía escribir. A señas casi indescifrables nos preguntó si Zulema le había entregado a alguien los 70 dólares restantes. Nos exasperamos con su falta de interés sobre la clarividencia. Víctor lo tomó de la camisa, lo amenazó diciéndole “Deje de jugar”, pero Val no podía entender muy bien y se recostó de lado. Al poco rato empezó a roncar. Casi al unísono mascullamos un carajo. Después nos fuimos al puente a beber. Salvo eso, no había otra cosa por hacer esa noche.
Víctor un día dijo –tenía los ojos en blanco y los brazos extendidos como los monjes budistas- “las cosas se van a poner más feas”. Y se cumplió como palabra escrita en piedra. Val insistía en que golpeáramos a Zulema para cobrarle. Beatrice se encerró por días enteros y de vez en cuando soltaba frases en lenguas desconocidas como “Behemot, behemot, tuero behemot”. Víctor otro día dijo “Stergios, Rita es una cualquiera. Se acuesta con el jefe de la sección, pero el día menos pensado me la subo a un auto y me largo hacia el sur”. Yo iba a contestarle lo de siempre, pero me contuve. Sospechaba que él también había adquirido la enfermedad de la clarividencia.
A pesar de que la situación seguía igual en apariencia (la casa invadida de gatos, el suelo tapizado de fotografias de mujeres desnudas, Víctor deduciendo cada vez más inteligentemente acerca de las situaciones, Val bebiendo y orinando, Beatrice perdida en sus laberintos interiores, los barcos tomando rumbo desconocido) ciertas sutilezas en ellos tres había cambiado. Parecían invadidos. Beatrice andaba por la casa como sonámbula, con los brazos extendidos y hablando en sánscrito o sabe Dios qué idioma. Víctor hacía comentarios más categóricos y acertados, sacaba conclusiones asombrosas y sus argumentos eran imbatibles. No dejaba de preguntarme si se gestaba en sus mentes una nueva inteligencia, acaso superior.
Con esta inquietud en mente, me encontré esa misma tarde con la chica que vendía zapatos. Lucía impresionante. Parecía haber crecido unos centímetros más. Cuando la miré a los ojos, demasiado azules y sobrecogedores, las escasas dudas que albergaba se disiparon.
Años después me encontré con Víctor en una de esas cantinas de paredes desportilladas que sólo visitan los alcohólicos irremediables. Estábamos viejos, sucios, vencidos. Bebimos no sé cuántas cervezas, casi en silencio, conscientes de que no traíamos dinero suficiente para pagarlas y que nos echarían del lugar en forma vergonzosa.
-¿Por qué se fue cuando vivíamos con Val y Beatrice? ¿Qué sentido tenía irse? -me dijo.
-Vamos -le contesté- Yo era un hombre crédulo y usted un policía en busca de un caso.
-Bah. Con que eso fue.
-¿Qué pasó con ellos? -pregunté.
-Es una historia rara. Muy rara. Luego de que usted se fue, Val se empleó con Zulema. La Duncan vive de una herencia, habla en lenguas y todavía no puede abrir las puertas, es increíble. Rita se largó conmigo al sur, pero nos alcanzó la fatiga y ya nunca nos volveremos a ver. El tiempo pesa, uno se cansa…
Hicimos una pausa porque la única solución que nos quedaba luego de esa revisión tan inclemente del pasado estaba en la cerveza. No era fácil darse cuenta de que la vida se nos había ocultado entre casas abandonadas, fatales rings de lucha, mujeres que se iban y destinos brumosos, erráticos al menos.
-¿Y el asunto de la clarividencia? En el fondo parecía bastante cierto -inquirí al cabo de un rato.
-Fracasamos -me dijo y le dio un profundo trago a la cerveza- Parece que la clarividencia tampoco estaba hecha para nosotros.
-Sí, mierda. Sé a lo que se refiere -le contesté casi murmurando, triste, demolido, sabiendo en el fondo que todavía le miraba los ojos a las personas, a la busca del fatídico azul, como un barco que navega intuyendo que el horizonte es en realidad un precipicio.