De la mano del poeta Xalapeño, Jorge Brash, nos llega este poema que hace una interesante incursión por un tema resbaladizo: la madre.
Mariana Espinosa
Mariana Espinosa (ciudad de México, 1973). Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana y obtuvo una licencia como terapeuta educativa en Estados Unidos. Sigue estudiando por su cuenta y trabaja con niños desde hace doce años. Vive en compañía de Shawn Perro, Tuza Gato y su familia. Ha trabajado como terapeuta, editora, maestra y recientemente como instructora de adultos. Sus pasiones: la literatura, el arte, la historia, la filosofía, el ser humano y sus secretos.
Viene mi madre cayendo del cielo
Viene mi madre cayendo del cielo.
Viene en un carro lleno de flores y estrellas. Trae los brazos llenos de recuerdos y sus manos derraman saludos de voces olvidadas. Pero yo no estoy. A la mitad de una calle puse un altar que sirve de santuario para nadie en particular.
Viene mi madre cayendo del cielo.
Tengo la espalda blindada por una suerte de invierno. En una cama estrecha me esfuerzo por acomodar el cuerpo que, obstinado en no dejar de resbalar, se niega a darme descanso. Cada pisada del Hombre me muerde el cuello como una tarde oscura y toda vela encendida acalambra mi cintura como una grieta en los nervios.
Viene mi madre cayendo del cielo.
Vengo sobrevolando palmeras de lino.
Vengo planeando sobre los colores amplios de las sombras extendidas. Traigo las manos vacías y tal vez sea mejor viajar así.
Vengo sobrevolando palomares vacíos.
Este verano cargado de carcajadas las azoteas desbordadas de sol hierven esperando que los viejos desdoblen las sillas y monten las mesas para poderme bautizar.
(Cubo limpísimo, pila lavamanos de hospital).
A la mitad de cada calle hay una iglesia fría donde hemos puesto una camilla rodeada de flores.
Tengo la espalda blindada. Acorazada como un tanque militar. Viejos ciegos sin dientes tosen mis profecías.
Verano sofocante, recámara oscura.
En mi espalda se oxida de sudor una armadura en la que duerme un dragón anaranjado de escamas brillantes y de afilados dientes. Se acerca el ruido desde una muchacha alegre de pasos cortos con agujeros en la cabeza a los que va trenzando largos listones de colores con ideas absurdas y conceptos vagos.
Tengo la espalda blindada por las carcajadas de los ciegos.
La muchacha me dice que todo saldrá bien. Detrás de ella se llena la casa de extraños. Vienen sin ojos y sin lanzas, con las manos tendidas al cielo, contagiándose de historias y cantos. Las pisadas del Hombre suenan secas sobre este pavimento calcinado, aunque cada vez se escuchan menos vivas mientras se van ahogando las madres y sus gritos, tan antiguos como sus mentiras. En lenta procesión vienen gimiendo, arrastrando las caras con los surcos de las lágrimas de miles de niños hambrientos.
Tengo la espalda rígida, acalambrada, endurecida por los relámpagos de una tormenta que pudo colarse.
El anciano toma mi mano y relata su historia con la voz de los rayos que son trompetas cimbrando su cuerpo. Así se desata una batalla en la que el viejo va muriendo y su hija me apuñala. Sus labios enfermos se han amoratado de tanto apretarlos contra el suelo.
Coqueta, la muchacha camina con pequeños pasos que como agujas punzan mis oídos, mientras alegre su voz chillona me ataca aguijoneándome con mensajes de salvación. Mientras camina sobre mi cuerpo clavándome los tacones en el pecho, dice que todo será mejor cuando se muera. Yo le creo.
Viene mi madre cayendo del cielo.
Viene gritando mis recuerdos y arrojando puñados de mariposas a los vientos. Pero yo no estoy. Trae los brazos llenos de flores y signos que hablan con voces olvidadas. Pero yo no estoy.
En mi espalda revientan los destellos de una capilla que ardió hace mucho tiempo; me acalambran y no me permiten descansar. Camino por una calle luminosa que exuda vapores de muerto y se alarga y ensancha bajo los embates del cruel Sabio que quema las aguas -espejismos en la superficie. El Hombre, parado frente al mar, cuida que no crezcan más las olas. Se pregunta qué habrá sido del cadáver del gato negro que flotaba en el muelle. Ha estado buscando un reflejo en el agua hasta que de tanto estirar el cuello estallaron como espuma los tendones y se disolvieron en el agua. Trajo siempre las manos vacías. Tal vez sea mejor vivir así. Ahora se pregunta qué habrá sido del letrero que veía en las noches frescas al volverse al cielo cuando una pareja se quemaba en su habitación. Nadie les había llevado un ventilador.
Viene mi madre cayendo del cielo.
Este verano cargado de carcajadas camino por una calle luminosa que suda vapores de muerto, reflejos de agua incandescente. En los poros de las paredes se agazapan mis miedos, listos para saltarme a la cara y carcomerme la piel. El anciano escupe su tuberculosis sanguinolenta sobre mis manos al toser su historia y me muerde con dientes llenos de flemas mientras su hija se despide a gritos y el ciego se calienta el corazón con una bala. Esta guerra parece perdida. Yo sólo tengo un paño blanco pequeño.
A la mitad de una calle ancha puse un altar.
En la capilla únicamente se escucha el goteo pausado (cubo limpísimo, pila lavamanos del hospital) incansable. Las azoteas desbordadas de sol hierven esperando que los viejos desdoblen las sillas y monten las mesas para poder bautizarme. Esta guerra parece perdida.
Las pisadas del Demente llevan el eco de lo que será. En la lenta procesión viene temblando delirante y al escurrirse derramó el mar sobre mi altar, apagando las veladoras que calentaban al dragón atrofiado por el frío. Miles de extraños caminan en silencio para escuchar el Mensaje. Adelantándose a él, hace ya mucho tiempo se perdieron los ecos de las pisadas del Demente.
Mi madre cae del cielo en gotas largas como lamentos.
Tarde luminosa. Mi espalda transpira una armadura; la piel se desgarra entre los fierros oxidados para dejarla nacer. El anciano dragón muda las escamas frotándose entre mis vértebras cuando por alguna grieta se abre paso la mujer cuyos bellos listones le anudan los ojos y le trenzan la boca. Con pasos diminutos entra de puntillas y me dice en secreto que todo saldrá bien.
Mi madre cae del cielo con las bolsas llenas de risas de niños y papeles viejos.
Tarde luminosa. En mi altar descansa una camilla con un dorado dragón enfermo encima. Me he encontrado un carro plantado como un seto de flores y signos. En su centro está el cuerpo muerto del gato azul que había visto por tu ventana. Lucho por acomodar el cuerpo que se niega a darme descanso, pero las escamas sangrantes de su espalda lo hacen resbalar.
Cada pisada del Hombre me remuerde el cuello y toda vela encendida me acalambra la cintura. Este verano camino sobre piedras desbordantes de sol y las paredes calcinadas hierven con mis miedos agazapados bajo su piel.
A la mitad de una calle amplísima puse un altar.
Ha muerto el anciano gato azul. Nació viejo y enfermo. A la mitad del seto coloqué su cuerpo. La muchacha viene corriendo a largas zancadas, viene gritando con voz aguda que todo será mejor cuando ella muera. Yo le creo. He elevado un altar al dragón anaranjado de escamas brillantes y las mariposas revolotean alrededor.
Tarde luminosa. A la mitad de una calle descansa un ciego que se ha calentado el corazón con una bala. Esta guerra parece perdida.
Vengo sobrevolando los colores de las amplias sombras de una iglesia vacía a la mitad de la calle. Dentro, hemos acomodado una cama rodeada de velas encendidas y flores. Hemos creado un altar para nadie en particular. Traigo las manos vacías. Tengo la espalda acorazada por una suerte de invierno y la cabeza desbordante de historias que de vez en cuando se me escapan en largas gotas como lagartos, si acaso es cierto que los lagartos lloran.
Tengo la espalda acalambrada.
Antes las muchachas eran amigas pero las trompetas de guerra sorprendieron su camino y tuvieron un miedo más. Amarraron otros listones a sus matrices donde cargan nonatos muertos de hambre. Así solían ser las muchachas. La hija del anciano se despide gritando y el ciego se calienta el alma con un destello. El viejo se pregunta qué habrá sido del gato negro que arrojó desde el muelle.
Tengo la espalda blindada.
El anciano lame los esputos sanguinolentos de mis manos y canta sus cuentos con la voz de los truenos, la voz del gato azul que veía por tu ventana. Camino por una amplísima calle soleada y en los poros de las paredes me aguardan todos los miedos de voces estridentes como la de la muchacha que me muerde el cuello y trata de anudarme las manos tejiéndome listones a los dedos. Los letreros en los carteles siempre me quedan fuera de foco estas tardes soleadas cuando vuelvo la cabeza al cielo esperando que algo venga cayendo.
Vengo sobrevolando iglesias vacías.
Verano luminoso. Regreso apenas de lavar los floreros del altar en la fuente (cubo limpísimo) y en el camino he mirado a la pareja encerrarse bajo techo. Se han besado mientras se anudaban listones de fuego y se crucificaban intentando cerrar las ventanas porque tienen miedo: esta guerra parece perdida.
Camino por una calle ancha cuando la tarde fría se viene rompiendo. Tengo la espalda rígida, acalambrada, endurecida por los relámpagos de una tormenta que se logró colar. Estallan fuegos en el suelo y todos los muertos piden quemarse primero. Ha comenzado la guerra.
Viene gritando mis recuerdos y arrojando puñados de mariposas al viento.
Toda tarde fría me muerde el cuello. Yo apenas regreso. He lavado los floreros en la fuente y he libado con vino en mi templo. Los pasos del Hombre resuenan desde lejos en el muelle donde flota un gato muerto. El demente corre saltando porque quiere aprender a volar mientras predica profecías a carcajadas.
Viene gritando mis recuerdos, tirando mariposas al viento.
La muchacha se tarda en llegar porque se anuda listones de fuego a las pestañas y pisotea los setos de flores donde alguna vez puse un dragón a descansar. Llega montada en una canoa rosada con plumas en el pelo, cantando arias de opereta al tiempo que vomita las flemas del viejo.
Las tardes frías se rompen en mi cuello. Tengo ya los labios enfermos de tanto besar el suelo. En la recámara oscura, aterido de frío, un dragón dorado me impide descansar. En el piso más alto los amantes piden un ventilador para quitarse el miedo. Se han besado mientras cerraban las puertas y una canoa rosada les arrojaba lenguas de fuego desde un cartel fuera de foco.
Yo apenas regreso de lavar los floreros y ofrendar libaciones en el templo.
Vengo de ver a la muchacha restregarse en el pecho la sangre del ciego y aullar. Gritaba con un paño blanco en las manos. Se tiraba a la calle retorciéndose sin dejar de bramar, tirando las velas y destrozando los floreros que vengo de limpiar. La mujer llega cantando una tragedia. Viene sobre la rosada canoa en la que sobrevuela palomares vacíos y pirámides huecas. Nunca alcanzo a enfocar los letreros estas tardes en que me vuelvo al cielo esperando que algo venga cayendo.
Toda tarde fría se viene rompiendo.
En la casa llena de extraños se ha desatado una guerra. La pareja se ha encerrado cerca del techo. El anciano ha muerto sin terminar su historia. Su hija ha salido volando en una canoa rosada después de apuñalar a cientos de extraños que sólo cantaban recuerdos. Ha comenzado la guerra. En el piso un gato azul ronronea cerca del viejo. Afuera, cualquier tarde fría se viene rompiendo sobre la espalda del demente visionario que predijo la muerte del anciano.
Yo apenas regreso. He lavado los floreros en la fuente – cubo limpísimo.
He hallado un pequeño paño blanco en el suelo pero viene una ola y lo lleva al mar donde se pierde con la espuma que lo hincha de burbujas para enseñarle a volar. Yo he vuelto la cabeza al cielo para mirar a una pareja sentada en un letrero, pero han cerrado las ventanas y creo que tienen miedo. Sonaron las trompetas como truenos de guerra mientras he mirado al lunático derramar su última vigilia como mar desbocado sobre mi altar.
Vengo de lejos; a la mitad de la calle puse una vela. Una vela y un paño blanco que he lavado quizás demasiado. En una fotografía aparecen el abuelo y su hija pero apenas pueden distinguirse las caras pues las esquinas se ponen amarillas y esta mañana desaparecieron las marcas del mar. Me pregunto qué habrá sido del muelle después de la tormenta.
No muy lejos burbujea un charco de renacuajos. En la calle se quedó flotando el rumor de la guerra olvidada como un vapor que hiede a muerte. La brisa marina me golpea en el recuerdo de un muelle. Yo apenas regreso. Llevo en la conciencia el reproche de todos los niños hambrientos.
Hace dos días que consagré un altar que he olvidado.
He puesto un paño blanco bajo la cabeza del viejo muerto para que descanse y para que el gato azul limpie sus patas. Viene una ola para lavar el mundo y llenar de espuma la casa. A lo lejos está el Hombre cuidando que no crezcan más las olas. La cara se le ha puesto rígida con el tiempo pero se niega a doblar el cuello para mirar el sol. Ha estado buscando un reflejo en el agua, una señal. Las palmeras extienden sus sombras sobre las azoteas de los palomares soleados donde me esperan los viejos. Me pregunto qué habrá sido del muelle donde flotaba el cadáver del gato.
Tarde obscura en silencio.
Hace mucho consagré un altar que ya he olvidado.
Dentro de un pequeño cofre encontré flores y signos.
Vengo de lejos porque hace dos días consagré un altar a la mitad de una calle muy ancha. Me queda un pequeño cofre dorado en las manos. Tal vez sea mejor vivir así. Yo voy a la fuente para lavarme las manos (cubo limpísimo). En una fotografía me parece reconocer al ciego, pero ha quedado fuera de foco y el mar ha marcado su sal sobre la imagen. Sólo queda el eco de las olas que recuerdan el llanto de las madres antiguas.
Dentro de un pequeño cofre encontré señales y estrellas.
Yo voy a la fuente para lavarme las manos que sudan tanto estos veranos en los que me vierto al viento para poderme alejar mientras espero que esta tarde algo caiga del cielo.
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