Cobardía (a Carmen Aristegui)
José Ángel Leyva
“Los valientes no asesinan”, es la frase que a mi padre le gustaba citar a sus alumnos y a sus hijos para narrar la historia de Benito Juárez con sus luchas liberales, la defensa del país, las Leyes de Reforma y la imposición de un Estado laico, en un país donde el Clero era propietario de bienes descomunales y tenía las riendas políticas de sus gobiernos.
La frase es atribuida a Guillermo Prieto, cuando Filomeno Bravo, de ideología conservadora, ordena a los soldados del Quinto Regimiento fusilar al Presidente Juárez en Guadalajara. Guillermo Prieto se interpone entre los militares y el primer presidente indio de México para defender su vida con la propia y gritar esa famosa frase que suena y resuena en mi niñez y a lo largo de mi existencia: “los valientes no asesinan”. La cobardía viene a cuento porque mi amiga, la poeta puertorriqueña Madeline Millán, quien reside en Nueva York, hace tiempo me escribe y me lanza cuestionamientos sobre diversos asuntos que le interesan y motivan su escritura. El tema de la cobardía fue y vino durante algunos meses de su computadora a la mía. Hemos pensado que puede abrir un debate con nuestros lectores y que las mejores propuestas se puedan colocar en la sección “Verdades encontradas de nuestra página web”.
Quizás en el trajín de nuestras conversaciones el tema de la cobardía vino porque a Madeline le preocupa la tendencia de un mundo que se arrellana en el “bienestar” del consumo y de sus propios intereses y olvida o pretende pasar por alto las consecuencias nefastas de un individualismo feroz, que nada tiene que ver con la defensa de la particularidad o la diferencia. La cobardía en esa disyuntiva donde se confunde con la prudencia y a la inversa, donde la cautela extrema o en defensa de otros puede causar una percepción equivocada del sujeto.
El motivo se dilató por un poema de Miguel Hernández, desde mi punto de vista muy malo, pero de una visceralidad que desconcierta y estruja:
“Hombres veo que de hombres /sólo tienen, sólo gastan /el parecer y el cigarro, /el pantalón y la barba. /En el corazón son liebres, /gallinas en las entrañas, /galgos de rápido vientre, /que en épocas de paz ladran /… /cobardes de piel cobarde /y de corazón de caña. /Tembláis como poseídos /de todo un siglo de escarcha /y vais del sol a la sombra /llenos de desconfianza. /… /Vuestro miedo exige al mundo / batallones de murallas, /barreras de plomo a orillas /de precipicios y zanjas /para vuestra pobre vida, /mezquina de sangre y ansias. /… / Para salvar vuestra piel /las madrigueras no os bastan, /no os bastan los agujeros, /ni los retretes, ni nada.”
En su gira por México, Joan Manuel Serrat ha prometido cantar más poemas de Miguel Hernández (como parte del homenaje en el centenario de su nacimiento en el 2010). Nadie como él ha divulgado la obra del llamado “poeta pastor” para acercarla a miles o millones de lectores; una poesía cargada de belleza y sentido, de compromiso con la palabra y con la vida. Por ello ese poema, “Los Cobardes”, no parece corresponder a un autor de versos elaboradamente sencillos, extremadamente finos para tocar la fibra del dolor y la compasión, la claridad inmersa en la infamia y miseria humanas no sólo de esa guerra, la de las dos Españas, sino de todas las guerras. Si bien Miguel Hernández muere preso a la edad de 31 años, posee ya una madurez que se destila en una obra capaz de resistir el olvido. Poemas memorables sí, pero no todos.
A propósito del tema en cuestión. Serrat respondía displicente a una serie de preguntas del periodista de Televisa, hasta que al final le dijo, “¿cómo pudiste o has podido cantar y hablar en situaciones de censura y momentos de prohibición?” El cantante se incorporó y cambió el gesto, como para iniciar una verdadera conversación: “He preferido vivir el miedo antes que la vergüenza”, pero la sonrisa plástica del conductor del noticiero anunciaba el fin de la entrevista.
Bertolt Brecht nos conduce a la reflexión sobre la razón y el dogma, entre la prudencia y la necedad, entre la inteligencia y el heroísmo inútil en el dilema Galileo. Ante los tribunales de la Inquisición, el astrónomo opta por cederles la razón, no sin antes sentenciar “y sin embargo se mueve”. La teoría Heliocéntrica, esbozada primero por Aristarco de Samos y luego por Copérnico, no estaba en peligro de inexistencia sólo por designio de una institución ignorante. La realidad es independiente de nuestras voluntades, no requiere sacrificios absurdos porque no representa ideas, utopías, consignas. Si alguien no quiere ver la Luna y pretende que los demás no la vean, no es cosa de dar la vida para hacerla visible. Allí está y la puede ver quien lo desee, aunque por conveniencia asuma que es invisible. No es el caso de Giordano Bruno que defiende sus ideas hasta ser conducido a la hoguera. ¿Es Galileo cobarde por salvar la vida y es Bruno un valiente por obstinarse?
Una perspectiva distinta nos la ofrece Henry Miller en su obra dramática “La Brujas de Salem” y en el guión para adaptarla a la película “El crisol” (The crucible). Por un lado el puritanismo y la intolerancia y por otro la verdad-justicia y la dignidad-conciencia personal. A John Proctor, el ex amante de Abigail –una de las supuestas poseídas por el demonio, y quien busca venganza por despecho ante el rechazo del adúltero arrepentido– se le ofrece la posibilidad de salvarse si acepta conceder la razón a un tribunal equivocado y engañado por un grupo de niñas histéricas que ha desatado una cacería de brujas. Un paralelismo que Miller establece con el fanatismo y el anticomunismo estadounidense aplicado a sus propios ciudadanos en épocas macartistas, y hoy en la era de los terrorismos. Proctor se niega a negociar porque la aceptación de tales condiciones implica asumir una verdad que es mentira, y porque es un trueque del miedo por la vergüenza. El personaje, representado magistralmente por Daniel Day-Lewis, concluye aceptando la muerte porque dice que vivir sin nombre no tiene sentido, que el nombre es lo único que lo hace digno, que es lo único que tiene de valor y si lo pierde a cambio del perdón, él mismo no puede otorgarse la indulgencia. Una cosa está clara, la justicia, la verdad institucional no puede equivocarse, por ello se le pide al hombre, al sujeto, que asuma la responsabilidad del yerro. De cualquier manera el “justo”, viva o muera el sentenciado, no concederá la razón. En el caso de John Proctor, el valor es sinónimo de dignidad, la cobardía es sinónimo de vergüenza, el nombre es memoria, la muerte su redentora.
He conocido a muchas personas temerarias, dispuestas a muchas cosas para las que yo, en lo personal, no tengo “agallas” o simplemente “razones” o “motivos”, pero he visto a otras de apariencia tímida, discreta, alzar la voz y la frente para defender sus derechos, la dignidad, la justicia, sus principios. Entonces me pregunto, ¿quiénes son los valientes? Los que no conocen el miedo o los que lo viven pero lo enfrentan, lo que lo reconocen y sin negarlo, incluso temblando van por o contra un objetivo de gran significado. Me pregunto, ¿qué son esas bandas criminales que matan a mansalva o esas figuras políticas que se esconden detrás de tales crímenes, personalidades que guardan silencio ante los sucesos sangrientos de un México herido por sus propios hijos?
¿Los asesinos son valientes? ¿Tienen valores que los hacen remontar el miedo para imponer el terror y la destrucción? ¿Conocen el miedo, lo sufren o se alimentan del miedo de los otros, del dolor ajeno? ¿Quién no ha vivido desde niño la experiencia, a veces ingenua, a veces no, del abuso, de la violencia de un muchacho o muchacha más fuerte que se nutre del miedo del más débil, del pacífico? Pero cuántos hemos sufrido y disfrutado la indignación, el coraje de rebelarnos y enfrentar el miedo. Una tía me lo dijo al oído, “no te puedo ayudar, pero el valiente lo es hasta que el cobarde quiere.”
Los ejemplos de valor en este México sometido al miedo, a la vergüenza, son numerosos y admirables. Don Samuel Ruiz, recientemente fallecido, nos dio muestra de ello en su defensa de la causa indígena; Lydia Cacho nos muestra cada día el lado donde se encuentra la justicia en México y desnuda la realidad obscena de quienes se asustan y de manera histérica reclaman a unos cómicos que se mofen del estereotipo mexicano. Un patrioterismo vacuo y sin nombre, encarnado en ese candidato a la Presidencia de la República, Roberto Madrazo, capaz de hacer trampas en una competencia deportiva internacional. No, no es una excepción, es un modelo que se repite arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda, ayer y ahora.
Valientes, por los valores que defienden y representan, Rosario Ibarra de Piedra, las madres que han buscado a sus hijos secuestrados y han demostrado el contubernio de la policía con la delincuencia, las mujeres que se han investido de representantes de la ley, porque ningún hombre quiere asumir dicha responsabilidad, para enfrentar a las bandas del crimen organizado que actúan como si fuesen invisibles a invencibles; la alcaldesa María Santos Gorrostieta, de Michoacán, que ha sido atacada y baleada tres veces por la mafia para eliminarla, pero, no obstante haber perdido al marido en uno de esos atentados, responde a quienes dudan de la realidad: “Quise mostrarles mi cuerpo herido, mutilado, vejado, porque no me avergüenzo de él, porque es el resultado de grandes desgracias que han marcado mi vida, la de mis hijos y mi familia.” Valor, pues, lo tienen todos aquellos ciudadanos capaces de romper el silencio y reclamar a sus correligionarios que no cumplan con sus tareas políticas y sociales, que antepongan intereses personales y de grupo al de una nación, la suya. Valor para hacer del disenso y la diferencia condiciones básicas para ser parte de un colectivo con personas de albedrío y voto.
No son pues valientes los asesinos, sino los que viven el miedo antes que la vergüenza. Valor sería que Joaquín Vargas, dueño de la empresa de comunicación MVS aceptara públicamente su error y su debilidad al despedir a la periodista Carmen Aristegui por presiones de un presidente de la República que nunca pensamos que sería el peor de todos, incluso que FOX, incapaz de tolerar las preguntas, la duda, no las afirmaciones de una mujer que está haciendo su trabajo y que consiste justamente en eso, en hacer preguntas. Vargas tiene aún la posibilidad de reivindicar su nombre o vivir en la vergüenza y el descrédito, Calderón continuará dando explicaciones sobre las sospechas que pesan sobre su persona y su limitada capacidad para ser un demócrata, un hombre a favor de la verdad y la paz.
Despidámonos entonces con dos grandes poemas de Miguel Hernández.
PUEBLO
Pero ¿qué son las armas: qué pueden, quién ha dicho?
Signo de cobardía son: las armas mejores
aquellas que contienen el proyectil de hueso
son. Mírate las manos.
Las ametralladoras, los aeroplanos, pueblo:
todos los armamentos son nada colocados
delante de la terca bravura que resopla
en tu esqueleto fijo.
Porque un cañón no puede lo que pueden diez dedos:
porque le falta el fuego que en los brazos dispara
un corazón que viene distribuyendo chorros
hasta grabar un hombre.
Poco valen las armas que la sangre no nutre
ante un pueblo de pómulos noblemente dispuestos,
poco valen las armas: les falta voz y frente,
les sobra estruendo y humo.
Poco podrán las armas: les falta corazón.
Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose
enamoradamente.
Arrasarán un hombre, desclavarán de un vientre
un niño todo lleno de porvenir y sombra,
pero, tras los pedazos y la explosión, la madre
seguirá siendo madre.
Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre.
Las armas son un signo de impotencia: los hombres
se defienden y vencen con el hueso ante todo.
Mirad estas palabras donde me ahondo y dejo
fósforo emocionado.
Un hombre desarmado siempre es un firme bloque:
sabe que no es estéril su firmeza, y resiste.
Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla
desde todos sus muertos.
EL TREN DE LOS HERIDOS
Silencio que naufraga en el silencio
de las bocas cerradas de la noche.
No cesa de callar ni atravesado.
Habla el lenguaje ahogado de los muertos.
Silencio.
Abre caminos de algodón profundo,
amordaza las ruedas, los relojes,
detén la voz del mar, de la paloma:
emociona la noche de los sueños.
Silencio.
El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.
Silencio.
Tren de la palidez mortal que asciende:
la palidez reviste las cabezas,
el ¡ay! la voz, el corazón la tierra,
el corazón de los que malhirieron.
Silencio.
Van derramando piernas, brazos, ojos,
van arrojando por el tren pedazos.
Pasan dejando rastros de amargura,
otra vía láctea de estelares miembros.
Silencio.
Ronco tren desmayado, envejecido:
agoniza el carbón, suspira el humo
y, maternal, la máquina suspira,
avanza como un largo desaliento.
Silencio.
Detenerse quisiera bajo un túnel
la larga madre, sollozar tendida.
No hay estaciones donde detenerse,
si no es el hospital, si no es el pecho.
Silencio.
Para vivir, con un pedazo basta:
en un rincón de carne cabe un hombre.
Un dedo solo, un solo trozo de ala
alza el vuelo total de todo un cuerpo.
Silencio.
Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la noche.
Y se queda descalzo hasta el caballo,
y enarena los cascos y el aliento.
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