Alfredo Fressia dice adiós a una mujer justa, y nos dice por qué.
LA OTRA
MUERTE DE ARACY DE CARVALHO GUIMARÃES ROSA
EL ADIÓS DE UNA MUJER JUSTA
Alfredo Fressia
João Guimarães Rosa (1908-1967) dedicó su novela Gran Sertón: Veredas a su mujer, Aracy, con esta frase: “A Aracy, minha mulher, Ara, pertence este livro”. Esa “Ara”, “dueña” de aquella poderosa historia de imposible amor entre cangaceiros, murió el 3 de marzo de 2011 en Sao Paulo a la edad de 102 años.
Efectivamente, Aracy Moebius de Carvalho había nacido en el pueblo de Rio Negro, estado de Paraná, el 20 de abril de 1908, hija de una alemana y un portugués. Fue una mujer independiente, que no vaciló en separarse de su primer marido (en 1934 el divorcio no existía en Brasil) y en partir con su hijo Eduardo hacia Alemania donde se emplearía como funcionaria del consulado brasileño en Hamburgo. Fue allí donde conoció, desde 1938, al joven cónsul adjunto João Guimarães Rosa, él también separado de un primer matrimonio, quien se volvería su marido y definitivo amor.
Sin embargo, a Aracy no se la recuerda como “la mujer de” un escritor, ni siquiera por haber recibido, literalmente dedicada, la novela más innovadora de las letras latinoamericanas en el siglo XX. Se la recuerda por la cantidad de personas que ayudó a salvar, todos judíos perseguidos por el nazismo, especialmente desde la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, la Kristallnacht (“noche de los cristales”), cuando empieza de hecho la obra de Aracy. Falsificaba atestados de nacimiento, conseguía pasaportes sin la jota en rojo que se ponía a los documentos de judíos y lograba engañar al cónsul general, que aplicaba la Circular Secreta 1.127 de Getulio Vargas. Esa circular, de un tiempo en que Vargas no escondía su simpatía por el Eje, impedía que se concediera la visa a los judíos perseguidos. Ya con el apoyo del escritor, Aracy también les daba posada en su casa mientras esperaban la fecha de partida hacia Brasil.
El hijo de Aracy, abogado en San Pablo, ha especificado la tarea de su madre: “Ella decidió ignorar la circular que prohibía la concesión de visas para judíos, pensó que eso era un absurdo, y por su cuenta y riesgo siguió preparando los procesos, en contra de las órdenes de Itamaratí y de sus superiores en el consulado. Como mi madre despachaba otros rubros con el cónsul general, en medio de los papeles colocaba las visas. Muchos judíos venían de otras ciudades; pero para que sus pasaportes pudieran pasar por los trámites consulares en Hamburgo, tenían que probar que vivían en la región. Ella conseguía los atestados, y cuando presentaban sus papeles, ya tenían esa dificultad resuelta. Guimarães sabía lo que hacía Aracy y del riesgo que corría. Como cónsul adjunto, él no era responsable de las visas, pero sabía lo que mi madre estaba haciendo. Y la apoyaba. Las visas las firmaba el cónsul general”. (Declaraciones de Eduardo Carvalho Tess en Digestivo Cultural, 7 de mayo de 2007).
Años después, inquirida sobre por qué había desobedecido las órdenes que recibía, responderá con simplicidad: “Porque era justo”. Aracy fue homenajeada por Israel, su nombre se destaca precisamente en el “Jardín de los Justos”, en el Memorial del Holocausto de Jerusalem. El lector encuentra en internet los testimonios de algunos de los judíos que Aracy logró salvar, incluso el de aquella que, ya en Sao Paulo, se volvería su amiga personal, Margareth Bertel Levy. Se trató efectivamente de una bella historia de amistad entre una mujer judía y una católica practicante.
Con todo esto, a Aracy se la recuerda por lo que ella realmente significó, por su obra, más que por la dedicatoria de Gran Sertón… Sin embargo es posible preguntarse por qué Guimarães le dedicó ese libro, de 1956, y no los precedentes, como Sagarana, de 1946. La historia de Gran Sertón…,recreada por la memoria caprichosa de Riobaldo, quien va recomponiendo su amor por otro hombre -que se revelará un travesti masculino-, tiene una parte de desobediencia, un juego entre la rebeldía y la aparente aceptación, que podría contener algo de Aracy, la mujer que supo desafiar el orden y las órdenes de su tiempo. Separarse y volver a casarse, vía México, con un escritor, esto ya podría ser audaz, pero aquella muchacha supo ir más lejos.
Guimarães murió en tiempos de dictadura, el 19 de noviembre de 1967. Antes de su retorno a San Pablo, Aracy vivió sola en el departamento de Río de Janeiro, en Arpoador, casi frente al Fuerte de Copacabana. En 1968 Aracy no dudó en esconder en su departamento a Geraldo Vandré, el compositor de “Pra não dizer que não falei das flores”, la canción que le valió la persecución y el exilio a su autor. Desde las ventanas, recordaría después, ambos veían el trajín de los militares dentro del viejo Fuerte.
La muerte de Aracy, en edad tan avanzada -y con mal de Alzheimer desde los últimos años- ha llevado a varios columnistas de la prensa brasileña a hablar del fin de una heroína. Tal vez no haya sido una “heroína”, un término que nos acerca demasiado a la leyenda y hasta al mito. Fue más bien lo que dice el galardón israelí: una mujer justa. Muchos también lo fueron en el Cono Sur del continente durante las últimas dictaduras, cuando recibieron en sus casas a gente perseguida, que a veces conocían sólo del trabajo o de los años de estudiante. Hasta hoy los militares enjuiciados argumentan en su descargo la “obediencia debida”. Historias como la de Aracy, y de tantos otros, nos llevan a percibir con nitidez algo que podría llamarse “la desobediencia debida” y que sólo pueden entender los que están del lado de la justicia.