Javier Sicilia, un poeta como líder moral
Corrupción
José Ángel Leyva
El pasado domingo 8 de mayo, muchos acudimos a la convocatoria que hizo el poeta y amigo Javier Sicilia para manifestar con silencio (imposible) nuestra posición de rechazo a la violencia que flagela a nuestro país. Una “guerra” cruenta y absurda que deja decenas de miles de personas ajenas o no a los intereses que mueven estas acciones que dejan al descubierto el grado de descomposición social que se vive en México.
La pasada entrega, en el número 49 de La Otra-Gaceta, recibí varias cartas protestando contra la frase de Sicilia y el tono de mi nota que la avala: “México tiene podrido el corazón”. Uno de esos mensajes exigía mi cambio de posición ante semejante sentencia. No puedo cambiarla por una sencilla razón, estoy convencido de que así es. Eso no significa que todos los mexicanos pertenezcan a la esfera de la putrefacción moral que priva en nuestro medio, en las instituciones, en la sociedad. Hemos llegado a este grado porque de una u otra manera lo hemos permitido, unos por omisión, otros por comodidad, por silencio, por participar directamente en prácticas corruptas, por dejarse llevar por la violencia, por elevar los intereses individuales o de grupo, de organización, de partido, sobre los de una nación, de una colectividad. Muchos empresarios, profesionistas, comerciantes que hoy sufren el acoso de la delincuencia organizada cosechan lo que de manera sistemática han cultivado, rapacidad y práctica de una mentalidad escasamente ciudadana, poco ética. Es preocupante la idiosincrasia que domina en nuestra juventud, valores individualistas, de enorme mezquindad, de negación al otro, de inexistencia de otros. La inteligencia no pasa por el sentido común y la solidaridad, no tiene que ver con la sabiduría y la sensibilidad, es, en todo caso, el ejercicio de una práctica cultural del chanchullo, el soborno, la trampa, la mentira, el agandalle, la ventaja sobre los demás sin importar los medios. Todo ello en un caldo de cultivo de extrema pobreza, de analfabetismo, de injusticia e impunidad, de descomposición política. La mayoría de los mexicanos no ve un líder moral en la clase política, y cuando lo ha visto descubre que no está a la altura de las circunstancias, que se decanta por el autoritarismo y la sordera, por el egocentrismo y la demagogia.
Por eso llama la atención que un poeta, víctima sí, de esa vorágine sangrienta sea el receptor de esa enorme necesidad de confiar, de tener esperanza en el rescate de lo mejor que tenemos los mexicanos, nuestros valores culturales, nuestra historia, nuestro ser, nuestra dignidad, el orgullo de resistir durante siglos al acecho y la invasión ideológica y territorial de grandes potencias, comenzando por nuestro vecino del norte, siempre dispuesto a dar el zarpazo sobre el más débil. Es cierto, no fuimos tantos como se requiere para impresionar a los que decidieron quedarse en su casa a disfrutar el domingo, a quienes critican a los “revoltosos de Cuernavaca”, como me dijo un pintor extraño a quien no conocía, pero defiende la violencia como medio para aplacar la violencia. Incluso la de enrolarse en guardias blancas para acabar con los asesinos. Pueden ser tonterías de un hombre irresponsable, sin duda, pero representan también la forma de pensar de una parte de la sociedad mexicana que respalda la política de Calderón y festeja “nuestra forma de ser”, que se pasa los semáforos en rojo, que trasgrede la ley, que da mordidas para resolver de manera expedita un trámite o un problema, que prefiere el cinismo antes que la responsabilidad. No es nuestra forma de ser, porque hay miles, millones de mexicanos que no se afilian a esa forma de ser, es una forma de ser de ciertos grupos que son víctimas del fracaso ciudadano. Pero hay muchos más que deciden romper la comodidad de un domingo para salir y manifestar su opinión, su posición política, independientemente de que hayan sufrido o no alguna tragedia, como tantos testimonios que se escucharon ese domingo en la plaza del Zócalo, donde curiosamente la mayor parte de las desapariciones, las vejaciones, las torturas, los levantamientos, los robos, los asesinatos apuntan a policías involucrados de manera directa o en complicidad con los delincuentes y criminales. No sólo nos provoca un nudo filoso en la garganta sino indignación para no quedarnos inmóviles, pasivos ante el televisor, ante nuestro miedo y nuestra cobardía, nuestra incapacidad de conmovernos.
Que sea un poeta el líder moral de esta movilización ciudadana, de estos gritos de silencio y de dolor es un símbolo muy importante de que aún existe, no en la poesía, sino en uno de sus representantes, de sus creadores, la búsqueda de nuevas opciones morales. Porque la movilización debe nacer de la voluntad, de la conciencia ciudadana para cambiar el rumbo de las cosas, de la conducta social. El priismo no fue sólo un partido y una forma de hacer política, fue una cultura que permeó a todos los partidos que vinieron a sucederlo. El priismo nunca se fue, no se ha ido, mutó en este monstruo que hoy siembra fosas clandestinas con miles de muertos, con tráfico de órganos, con asesinatos masivos de migrantes que pasan por territorio mexicano, con una policía a la que no sólo no se le respeta y confía, sino que se le teme y se le acusa de ser parte del crimen. No puedo pues retractarme de avalar la frase de Javier Sicilia: México tiene podrido el corazón. Pero sí matizo y digo que no todos los mexicanos tenemos podrida la conciencia y lo sentimientos, que esos pocos que despiertan las burlas y la mofa de quienes no creen en la legalidad –de quienes prefieren esperar cómodos a ver si llegan mejores tiempos políticos y a ver si algo mejora– y salen a decir basta, que piden un cambio de conducta y de dirección política son una mínima porción social que puede despertar a la otra indecisa y mayoritaria para tomar al país en sus manos, para rescatarlo de esa gangrena que nos mata.
Para leer una crónica de la marcha, pueden dar click aquí y conocer el recuento que nos hace Mario Gutiérrez en su relato y en sus fotos.
También aquí agrego un texto de Fernando Escalante que mucho nos ayuda a comprender la situación que nos tiene entrampados.
HOMICIDIOS 2008-2009
Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso
Fernando Escalante Gonzalbo
En 2008-2009 el homicidio en México se disparó por encima de toda lógica social y toda tendencia estadística previa. Fernando Escalante Gonzalbo comprueba con rigor que las muertes crecieron especialmente en los lugares en donde hubo grandes operativos militares y policiacos. La muerte tiene permiso es el título de un libro de cuentos de Edmundo Valadés. Lo repetimos aquí en su memoria y homenaje
Hace algo más de un año publiqué aquí mismo un análisis estadístico del homicidio en México entre 1990 y 2007. La historia que contaban aquellos números era un poco desconcertante de entrada, porque nos habíamos hecho a la idea de que la violencia venía aumentando en el país desde hacía tiempo, que era incluso mayor a la que había padecido Colombia a fines de los años ochenta. Y no era así. No había datos que justificasen la sensación de inseguridad de la segunda mitad de los noventa y, extrañamente, nadie los había buscado. Por eso los números resultaban desconcertantes. Entre 1990 y 2007 la tasa nacional de homicidios había disminuido sistemáticamente, año tras año; alcanzó un máximo de 19 homicidios por cada 100 mil habitantes en 1992, y a partir de entonces comenzó a bajar hasta llegar a un mínimo de ocho homicidios por cada 100 mil habitantes en 2007.
Por supuesto, esa evolución lenta y sistemática de la tasa nacional ocultaba historias muy contrastantes de diferentes regiones del país. La disminución era particularmente pronunciada en los municipios de menos de 10 mil habitantes en el centro y sur del país, en Oaxaca, Morelos, Estado de México, Hidalgo, Puebla, Campeche, también Guerrero y Michoacán. No pasaba lo mismo en las grandes ciudades, en los municipios que habían recibido importantes flujos migratorios, en las ciudades de frontera. En particular, había tasas altas e inestables en todas las ciudades de más de 50 mil habitantes con paso de frontera en el norte del país, y había tasas mucho más altas que las del resto del territorio en la cuenca occidental del río Balsas, entre Guerrero y Michoacán, y en la parte más alta de la Sierra Madre Occidental, en los límites de Sinaloa, Chihuahua y Durango.
Me encuentro ahora con nuevos números, los que corresponden a 2008 y 2009, de la misma fuente, las actas de defunción capturadas por el INEGI. Y me siento obligado a completar aquel panorama con este otro, aunque el análisis sea todavía tentativo y en algunos extremos difícil de argumentar.
Aquella historia, la de las dos décadas mal contadas del cambio de siglo, podía explicarse en buena medida a partir de factores estructurales: el ritmo de crecimiento de la población, la estructura productiva, el sistema de comunicaciones, la configuración del tráfico fronterizo. No sucede lo mismo con estos dos últimos años: el movimiento es demasiado brusco y muy general, y por eso parece pedir una explicación coyuntural. Pero vayamos por partes. Y comencemos por el perfil de la tasa nacional de homicidios (véase gráfica 1).
El movimiento de los últimos dos años, 2008 y 2009, es absolutamente improbable: rompe con una tendencia sostenida de 20 años, pero rompe con ella además de un modo violentísimo. En dos años la tasa nacional vuelve a los niveles de 1991. Sube un 50% en 2008, y de nuevo 50% en 2009. Eso significa que el tipo de factores que podrían explicar el primer movimiento, ese descenso lento y sostenido de 20 años, no puede servir para explicar el súbito incremento del final del periodo. Vale la pena, para hacernos una idea más clara de lo que significa el cambio, verlo en números absolutos (gráfica 2).
En 2008 hubo cinco mil 500 homicidios más que en 2007, y en 2009 hubo cinco mil 800 más que en 2008 y tres mil más que en 1992. Es decir, que 2009 fue, con mucha diferencia, el año con un mayor número de homicidios de nuestra historia reciente. Es obvio, a la vista de los números, que el cambio de tendencia ocurre en el segundo año del gobierno del presidente Calderón y no antes; hay, en números absolutos, un ligero incremento en 2005 y 2006, unos 500 casos más cada año, pero el volumen general es consistente con la tendencia histórica. Lo que ocurre después es muy distinto.
La explicación oficial, y la que suscriben prácticamente todos los medios de comunicación, es que la violencia de los últimos años se explica por la competencia entre organizaciones de contrabandistas de droga, que se matan entre sí en el intento por controlar las rutas de tránsito hacia Estados Unidos o el mercado nacional de drogas. No me convence. Mejor dicho: no me basta como explicación. Sin duda existe esa lucha entre contrabandistas y sin duda ocasiona muchas muertes, pero me cuesta trabajo pensar que explique el movimiento de la tasa nacional por completo. Para empezar, la cuenta de los asesinatos del “crimen organizado”, según la llevan todos los periódicos, sumaba para 2009 alrededor de 22 mil casos; la cuenta de las actas de defunción para ese periodo, entre 2007 y 2009, suma algo más de 43 mil casos. Aparte de eso está el hecho de que esas “guerras” entre contrabandistas han existido siempre, en el pasado reciente y algunas incluso son “estadísticamente visibles”, por decirlo así, como la de Nuevo Laredo entre 2005 y 2006. No son una novedad, como sí lo es el cambio de tendencia de la tasa nacional de homicidios.
La guerra contra las drogas, contra el narcotráfico, contra el crimen organizado o como se le quiera llamar es desde luego el rasgo definitorio del sexenio de Felipe Calderón. Y si hacemos caso a lo que dice la prensa, la competencia entre contrabandistas parece ser particularmente aguda en los años recientes. Pero pretender que todo se refiera al “narco”, a los pleitos entre la Tuta, el Chapo y el Barbas, parece un poco exagerado, por decir lo menos. El lenguaje que hemos aprendido todos para hablar del tráfico de drogas es de una claridad engañosa. Todos hablamos del cártel, la plaza, la ruta, el lugarteniente, los sicarios, y nos hacemos la ilusión de que entendemos. Y es un relato tan simple, tan atractivo desde un punto de vista narrativo, que termina por ser irresistible: ¿mataron a un alcalde? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Mataron a un candidato a gobernador? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Un atentado contra el ejército, contra la policía federal? El crimen organizado, peleando por la plaza. ¿Fue en una fiesta, en un centro de rehabilitación, en una brecha en la sierra de Durango, en la Montaña de Guerrero? El crimen organizado, la plaza. ¿Ciudad Juárez, Apatzingán, Teloloapan, Tantoyuca, Huejutla, Zacualpan de Amilpas? El crimen organizado, la plaza. ¿Cien muertos, mil, 10 mil, 20 mil, 40 mil? El crimen organizado, la ruta, la plaza.
Anoto una primera hipótesis. Para entender lo que viene sucediendo en los últimos años habría que admitir la posibilidad de que haya otros actores que recurren también a la violencia, y no sólo los contrabandistas de drogas. Dicho de otro modo, una parte de las víctimas serán contrabandistas y pandilleros, una parte de los victimarios serán también contrabandistas y pandilleros, pero hay en el país muchos otros actores armados que en los últimos años también han adoptado una estrategia violenta, por el motivo que sea. Y habría que tratar de entender ese motivo, por supuesto.
Sigamos con los números. La distribución territorial de los homicidios nunca ha sido homogénea: hay regiones tradicionalmente violentas, regiones tradicionalmente pacíficas. El estado de Yucatán, por ejemplo, tiene siempre tasas de homicidios muy inferiores a las del resto del país. Los estados de Michoacán y Guerrero, en cambio, tienden a tener tasas altas, lo mismo que la sierra de Sinaloa y Durango. En general, en los últimos 20 años la violencia tendió a desplazarse del centro y sur hacia el oeste, el noroeste y la frontera con Estados Unidos. En 2008 y 2009 se confirma esa tendencia e incluso se acentúa la concentración: el porcentaje de homicidios que corresponde a la frontera y el noroeste aumenta considerablemente.
Si se consideran en conjunto los homicidios de 2008 y 2009, hay nueve estados cuyo peso en el total de homicidios del país excede a su peso demográfico en el periodo: Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero, Michoacán, Nayarit, Oaxaca, Sinaloa y Sonora. Significa, obviamente, que su tasa de homicidios es superior a la media nacional. En algunos casos la diferencia es pequeña: Oaxaca, con el 3.3% de la población del país registra el 3.5% de los homicidios; Nayarit, con el 0.9% de la población registra el 1% de los homicidios; Sonora, con 2.3% de la población suma el 2.9% de los homicidios. En los demás casos la diferencia es muy apreciable, en particular en Chihuahua, que con el 3% de la población del país registra más del 18% de los homicidios, también en Baja California, Sinaloa, Durango y Guerrero (véase gráfica 3).
Ahora bien, esa concentración territorial, que es apreciable en los últimos 10 años, ha ido aumentando a un ritmo muy acelerado. Para que se pueda apreciar mejor pongo en comparación dos periodos de dos años: 2006-2007 y 2008-2009. En el primer periodo ese conjunto de estados, con algo más del 20% de la población del país, da cuenta del 41% de los homicidios; en el segundo periodo, con el mismo peso demográfico, registra el 57.3% de los homicidios. Es decir, que aumenta más de 40%. No sólo eso, sino que entre ellos aumenta el peso relativo de Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero y Sinaloa, y disminuye el de Nayarit y Sonora y, sobre todo, el de Michoacán y Oaxaca (véase gráfica 4). Es decir, que la violencia está muy concentrada y se ha ido concentrando más todavía: hay un muy pequeño número de estados, cuatro o cinco, que son considerablemente más violentos que el resto del país. Y ésos vienen siendo cada vez más violentos en los años recientes.
Más todavía: en los estados que concentran el mayor porcentaje de homicidios en los últimos años, éstos están concentrados en dos municipios. En Chihuahua, con un 40% de la población del estado, Ciudad Juárez registra el 65% de los homicidios; en Baja California, con la mitad de la población, Tijuana da cuenta del 72% de los homicidios. Tijuana casi siempre ha sido relativamente más violenta que el resto de Baja California, pero sólo en los últimos dos años ha llegado a concentrar más del 70% de los homicidios del estado (véase gráfica 5).
Ciudad Juárez, en cambio, era en los primeros años del periodo mucho más pacífica que el resto del estado de Chihuahua: con un 30% de la población, registraba apenas entre el 12% y el 15% de los homicidios del estado. Su peso relativo en la cuenta de homicidios fue creciendo sistemáticamente a partir de 1993, hasta igualar su peso demográfico, pero se disparó sólo en 2008 y 2009 (véase gráfica 6). Dicho de otro modo: Tijuana y Juárez son acaso las ciudades más violentas de los últimos 10 años, pero nunca habían tenido ni remotamente las tasas de homicidios de 2008 y 2009.
En resumidas cuentas, la violencia de los últimos años está muy concentrada en algunos estados y en algunos municipios de esos estados. Y en esos municipios, que aportan un número desproporcionado de víctimas a la suma de homicidios del país, algo sucede en 2007 que tiene como consecuencia un aumento extraordinario en la cantidad de víctimas en los dos años siguientes. Nuevamente, hay que decir que la explicación tiene que referirse a un factor coyuntural, porque las características estructurales de Tijuana y Ciudad Juárez no cambian drásticamente de un año para otro.
Es obvio que son los años en que la “guerra” contra el crimen organizado adquiere mayor intensidad y hay más asesinatos espectaculares, masacres, atentados, enfrentamientos con las fuerzas de seguridad; son los años en que, según lo que parece, aumentan los conflictos entre diferentes grupos de contrabandistas, pandilleros y vendedores de droga. Ahora bien: eso, la guerra contra el narcotráfico o como se le quiera llamar, es el contexto, no la explicación. Y desde luego no la explicación completa.
Miremos de nuevo el conjunto. La concentración territorial de los homicidios es seguramente el rasgo más notable, y sin duda refleja, en parte, la política de combate a la delincuencia. Sólo en parte. En 2009 hubo 16 de los 32 estados con una tasa de homicidios inferior a 10 por cada 100 mil habitantes, es decir, cercana a la más baja tasa nacional de los tiempos recientes; entre ellos, por supuesto, estuvo Yucatán, con una tasa de 1.9, también Querétaro (5.1), Aguascalientes (5.8), Hidalgo (5.9), Baja California Sur (6.01), Puebla (6.2), Campeche (7.2), Tlaxcala (7.3), San Luis Potosí (8.4), Tabasco (8.4), Zacatecas (9.3), Guanajuato (9.7), Veracruz (9.5) y Jalisco (9.7), pero también dos estados que cualquiera ubicaría en la línea de fuego en la guerra contra el crimen organizado: Nuevo León, con una tasa de 7.6 homicidios por cada 100 mil habitantes, y Tamaulipas, con una tasa de 9.8.
En ambos casos, Nuevo León y Tamaulipas, se trata de estados cuya tasa de homicidios ha sido tradicionalmente muy inferior a la nacional. Y en los dos la tendencia de los últimos años resulta preocupante, aunque estén muy lejos de las cifras de Chihuahua, Baja California o Sinaloa. Volveremos a ello. También es preocupante la evolución de Jalisco, Guanajuato, Zacatecas y Veracruz.
En conjunto, los estados con tasa inferior a 10 homicidios por cada 100 mil habitantes reúnen al 42% de la población del país y concentran alrededor del 18% de los homicidios de los últimos dos años. En otras palabras, casi la mitad de la población del país vive en territorios en que la tasa de homicidios está cerca del mínimo histórico para México.
En otros ocho estados la tasa estuvo entre 10 y 18 homicidios por cada 100 mil habitantes, es decir, por encima de ese mínimo histórico, pero por debajo de la tasa nacional de ese año. Y de nuevo, la distribución refleja sólo en parte la guerra contra el crimen. Entre esos estados, digamos de tasa media, están Colima (10.1), Quintana Roo (10.7), el Distrito Federal (11.08), Chiapas (11.4), Estado de México (12.5), Morelos (15.4) y Oaxaca (16.8), pero también Coahuila (10.3), que ha estado con frecuencia en el centro de las noticias en los años recientes, con masacres y operativos del ejército.
Finalmente, hay ocho estados cuyas tasas están por encima del 18, es decir, estados con un índice de violencia superior al resto del país. Y en este extremo casi no hay sorpresas. Están Nayarit (20.1), Sonora (22.8), Michoacán (23.6), Baja California (48.3), Sinaloa (53.3), Guerrero (59.0), Durango (66.6) y Chihuahua (108.5).
Esa distribución territorial dice muchas cosas. De momento me interesa sobre todo anotar una: la geografía del narco, del contrabando y la venta de drogas, la geografía de las pandillas, de las venganzas, las rutas y las plazas no parece ser la geografía de la violencia en el país. Porque hay mercados extraordinariamente atractivos, como el del Distrito Federal o el de Puebla, puertos de entrada muy factibles, como Progreso, en Yucatán, donde no ha habido esa violencia. Vuelvo a mi primera conjetura: hay otros actores armados que recurren a la violencia en los años recientes, hay otras lógicas en juego.
Si miramos la tendencia, y no sólo la tasa, el panorama sigue presentando fuertes contrastes, pero es notable que prácticamente en todos los estados, de hecho en todos menos en Yucatán, hay un incremento en la tasa de homicidios. En algunos casos es apenas perceptible, en otros resulta escandaloso, pero en casi todos el cambio de tendencia se da precisamente en 2008. Para apreciar la tendencia tomando en cuenta ese quiebre construyo de nuevo tasas para periodos de dos años: 2006-2007, que corresponde al mínimo histórico en la tasa nacional, y 2008-2009, que corresponde al nuevo panorama (véase tabla).
Seguramente lo que más llama la atención, en un primer vistazo, es que la variación sea tan pequeña en Michoacán y Tamaulipas, donde sabemos que está la primera línea del frente en la guerra de los últimos años. Es porque en ambos casos hubo en 2006 una tasa anormalmente alta y en los dos también una reducción notable en 2007, de modo que el promedio resulta algo engañoso. Es parte de la historia que habrá que referir más abajo, con más detalle. Llama la atención también la magnitud del cambio en estados que se antojan relativamente pacíficos, como Aguascalientes o Hidalgo. El problema es el inverso: los dos tienen tasas muy bajas y un reducido número de homicidios, de modo que un cambio menor en términos absolutos tiene un impacto considerable en la tasa; en Aguascalientes la variación refleja el salto de 68 a 129 homicidios, números muy pequeños si se comparan con los de casi cualquier otro estado, y en Hidalgo el salto es de 117 a 252 homicidios entre un periodo y otro.
Insisto en el dato más obvio que ofrece la tabla: la tasa aumenta en todos los estados del país. En los más ricos y en los más pobres; en el norte y el occidente, también en el centro, el sur, el Golfo y el sureste; en los más densamente urbanos, como Nuevo León, y en los de población más dispersa, como Oaxaca o Chiapas. No todo son venganzas de pandilleros, no todo es la guerra contra el narco, pero hay algo que sí es general en la lógica, porque hay un momento de quiebre indudable en 2008. Es una de las cosas que hay que explicar. Y no basta con el pleito entre el Chapo, la Tuta y el Barbas.
Si nos fijamos en los estados con tasas relativamente más altas, la variación sí parece dibujar un perfil reconocible. Con un incremento de más de 60% en la tasa de homicidios entre los dos momentos hay 13 estados: Aguascalientes, Guanajuato, Hidalgo y Coahuila tienen tasas relativamente bajas, de menos de 10 por 100 mil habitantes en el segundo periodo; los demás son casi todos los estados de la guerra contra el narco, los estados en que se realizaron los primeros “operativos conjuntos” y donde se desplegó el ejército para ocuparse de la seguridad pública: Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero, Nayarit, Sinaloa y Sonora. Sólo quedan desajustados, en ese esquema, Morelos, con una tasa relativamente alta, de 14 homicidios por cada 100 mil habitantes, y una variación de 77% entre ambos periodos, pero sin despliegue del ejército equiparable al de los estados de la frontera, el noroeste o la costa del Pacífico en 2007, y quedan también fuera de lugar Michoacán y Tamaulipas, de los que hice ya mención.
Sigamos la pista a la conjetura que parece bosquejarse a partir de esos datos. Veamos la evolución de la tasa en los estados en los que hubo operativos conjuntos en 2007 y 2008, despliegue de tropas y presencia más o menos regular, permanente, del ejército, encargado de las tareas de seguridad.
El primer despliegue importante, como se sabe, se dio en Michoacán, en diciembre de 2006. A continuación, en 2007, se amplió la estrategia a otros estados, con el Operativo Baja California, centrado en Tijuana, el Operativo Chihuahua, el Operativo Culiacán-Navolato, en Sinaloa, el Operativo Sierra Madre, en Sinaloa y Durango, el Operativo Nuevo León-Tamaulipas, y el Operativo Guerrero. Para tener una imagen de conjunto he agrupado a esos estados en que hubo operativos conjuntos y comparo su evolución con la del resto del país (véase gráfica 7).
La imagen es desconcertante. Es obvio que se trata de un conjunto de estados relativamente más violentos que el resto del país, al menos de 1990 en adelante, aunque sabemos que ha habido cambios en ese periodo, que en los primeros años tenían tasas mucho más altas Guerrero y Michoacán, y en los años recientes están muy por arriba las de Chihuahua y Baja California. Es claro que hay, para ese grupo de estados, un incremento de la tasa de homicidios en el año 2006, que acaso fue lo que justificó el despliegue del ejército, y es igualmente claro que hubo una disminución muy apreciable de la tasa en el primer año del operativo, en 2007. En el resto del país no hay ese movimiento. De hecho, no es tampoco un movimiento uniforme para el conjunto de estados: sucede tan sólo en Nuevo Laredo, en Tamaulipas, en unos cuantos municipios de la sierra de Chihuahua, y en algunas regiones de Michoacán y Guerrero. El problema, obviamente, es lo que sucede después, en 2008 y 2009. Sigue el ejército patrullando Tijuana y Ciudad Juárez y el resto de Chihuahua, sigue desplegado en Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Nuevo León y Tamaulipas, y la tasa de homicidios para ese conjunto de estados se dispara: no sólo viene a ser mucho más alta que la del resto del país, sino que alcanza un máximo histórico, casi del doble de lo que fue en el año de mayor violencia en el periodo, hace 18 años.
La explicación que suele ofrecerse es que los delincuentes cambian su forma de actuar cuando se les presiona: adoptan estrategias predatorias, aumentan su agresividad y extienden sus zonas de actuación, atacan directamente a las fuerzas de seguridad y también se matan entre sí, en una escalada que resulta difícil de detener. El patrón de los enfrentamientos de que da cuenta la Secretaría de la Defensa Nacional en comunicados de prensa sugiere eso: son cada vez más frecuentes, conforme pasa el tiempo, e implican a un número cada vez mayor de atacantes y de víctimas (véase recuadro). Para ubicarnos, en términos absolutos: la Secretaría de la Defensa Nacional informó a la Cámara de Diputados que entre 2007 y agosto de 2010 habían muerto en enfrentamientos con el ejército 656 civiles. El número crece año con año.
Para confirmar la idea agrupo otro conjunto de estados en los que hubo también despliegue del ejército aunque en menor escala en 2007 y 2008: Coahuila, Jalisco, Nayarit, Sonora y Veracruz, y comparo la evolución de su tasa con la del resto del país, descontando el grupo de estados de la gráfica anterior, obviamente (véase gráfica 8).
Las diferencias con el otro grupo de estados son muy obvias. Para empezar, éstos son mucho menos violentos. Menos que el conjunto formado por Michoacán, Guerrero, Sinaloa, etcétera, pero menos que el resto del país también; de todos ellos, sólo Nayarit tiene tasas superiores a la nacional de modo sistemático. Por otra parte, no hay para el conjunto ese aumento del número de homicidios en 2006 ni en 2007. Igualmente, salta a la vista una coincidencia: como sucedía en la gráfica anterior, la tasa se dispara a partir de la fecha del despliegue del ejército y se sitúa por encima de la del resto del país por primera vez en 20 años.
Lo repito: se nos ha explicado de varios modos que el aumento de la violencia es indicio de que la estrategia de combate contra la delincuencia es la correcta. A la vista de los números, es una idea un poco extraña. Vale la pena mirarlos con más detenimiento.
Veamos, en primer lugar, la evolución de la tasa nacional y la del estado de Chihuahua, hasta 2009 (véase gráfica 9).
El ejército comenzó a patrullar Ciudad Juárez el 28 de marzo de 2007. A continuación, se desplegó en el resto del estado. El año anterior al operativo la tasa de homicidios en Chihua-hua había sido de 19.6 por cada 100 mil habitantes, en 2007 fue de 14.4, en 2008 de 75.2 y en 2009 de 108.5 por cada 100 mil habitantes. Es difícil de explicar, sobre todo porque el salto se da en todas las regiones del estado (véanse gráficas 10 y 11).
La zona limítrofe con Sinaloa, en la Sierra Madre Occidental, es tradicionalmente la de tasas de homicidios más altas del estado; la forman los municipios de Batopilas, Chínipas, Carichí, Guadalupe y Calvo, Guachochi, Guazapares, Bocoyna, Morelos y Urique. Es una región muy mal comunicada y con una enorme dispersión de población, que desde hace décadas ha sido territorio de producción de drogas. Una tasa de 60 homicidios por cada 100 mil habitantes es baja para sus estándares. Lo escandaloso es lo que sucede en todo el resto del estado, empezando por Ciudad Juárez: en todas las regiones hay un incremento espectacular, casi vertical, de la tasa en 2008 y 2009.
El movimiento de 2005 y 2006 en la región limítrofe con Sonora significa que se pasa de 41 y 42 homicidios los años anteriores a 57 y 59 casos; con incrementos en particular en los municipios de Nuevo Casas Grandes, Moris y Uriachi.
Para el caso de Chihuahua, región por región, la conclusión se impone sin lugar a dudas: el factor nuevo de 2007, común a todo el territorio del estado, que podría explicar el crecimiento explosivo del número de homicidios es la presencia del ejército, en el Operativo Conjunto Chihuahua. No es posible saber, con sólo la estadística, cuál sea el nexo causal, pero la correlación es obvia e indiscutible. En parte, el incremento de la violencia podría ser indicio del éxito de la estrategia, como se dice, podría ser indicio de que la presencia de fuerzas federales ha ocasionado un recrudecimiento de la lucha entre pandillas y contrabandistas, podría ser también consecuencia de decisiones concretas, como ha sugerido Eduardo Guerrero, podría ser todo lo anterior u otra cosa. Cualquiera que sea la explicación, no podemos hacer caso omiso del dato, ni podemos obviarlo.
La historia de Sinaloa, tal como aparece en las gráficas, es casi punto por punto la de Chihuahua (véanse gráficas 12 y 13). Los operativos conjuntos comienzan en 2007 y ese año hay una disminución en el número de homicidios en Culiacán y en la sierra, en el nordeste del estado. Y lo mismo que en Chihuahua, hay un crecimiento espectacular de la tasa estatal en 2008 y 2009 en todo el territorio del estado.
Por su peso demográfico, Culiacán y Mazatlán condicionan en mucho el movimiento de la tasa estatal, aunque la región de mayor violencia sea tradicionalmente la sierra, esto es, los municipios de Badiraguato, Choix, Mocorito y Sinaloa. Como quiera, la tendencia a partir de 2007 es la misma en la costa y en la sierra, en el puerto, en la capital y en los municipios más aislados. Lo que más llama la atención en el caso de Sinaloa, aparte de los niveles que alcanza la tasa estatal, es el cambio de tendencia de la región norte; se trata de los municipios de Ahome, Angostura, El Fuerte, Guasave y Salvador Alvarado, que históricamente han tenido una tasa mucho más baja, de la mitad, y mucho más estable que la del resto del estado. En estos últimos años deja de ser excepcional y sigue el comportamiento de las otras regiones.
La evolución de Baja California y Durango es, fundamentalmente, igual a la de Chihuahua y Sinaloa (véase gráfica 14). El incremento en el número de homicidios en los últimos dos años del periodo es casi vertical, y en ambos casos la tasa de 2009 está muy por encima de su máximo histórico. En Baja California, la tasa de Tijuana, Tecate y Playas de Rosarito es siempre muy superior a la de Mexicali y Ensenada, en Durango todas las regiones tienen un movimiento similar. Hay un único factor común a ambos estados en esos años y es la “guerra contra el crimen organizado”; estamos lejos de poder explicar un nexo causal entre una cosa y otra, pero la correlación es absolutamente obvia.
He puesto en una gráfica aparte a Nuevo León y Tamaulipas porque su tasa es siempre notablemente inferior a las del resto de los estados del grupo y su evolución es distinta (véase gráfica 15). En Tamaulipas, con movimientos más o menos bruscos, hay una tendencia a la baja entre 1992 y 2004, aproximadamente, después un rápido incremento en 2005 y 2006, nueva disminución, y nuevo incremento en 2008 y 2009; el cambio repentino de 2005 y 2006 está absolutamente localizado en Nuevo Laredo. En Nuevo León, en cambio, con una de las tasas más bajas del país desde hace mucho, tiende a aumentar el número de homicidios a partir de 2003.
En ambos estados la tasa sigue estando muy por debajo de la media nacional. En ambos aumenta en los años posteriores a los operativos conjuntos. Sin embargo, el perfil parece ser distinto de los de Sinaloa, Chihuahua, Baja California o Durango. Como quiera, las noticias de los últimos meses y el registro de enfrentameintos del ejército durante 2010 sugieren que la situación podría haber empeorado mucho.
Las gráficas 16 y 17 son sólo para mostrar que hay otras evoluciones posibles en el país, que no todos los estados siguen la misma tendencia estos últimos dos años. Entre los de tasa muy baja, en Yucatán continúa la tendencia de 20 años y continúa disminuyendo el número de homicidios, de manera consistente; Baja California Sur, Campeche y Puebla registran un pequeño incremento en 2008 y 2009, pero su tasa sigue fundamentalmente estable, alrededor del 7. Entre los estados de tasa media, aumenta un poco en Colima y Quintana Roo, pero sigue estando lejos de su máximo histórico; en Chiapas hay un incremento súbito y notable en 2008 y 2009, pero con una tasa que registra movimientos muy erráticos en las últimas dos décadas; Oaxaca, finalmente, después de un pequeño incremento en 2008, mantiene la tendencia descendente de los 20 años anteriores y por primera vez desde que tenemos registro tiene una tasa de homicidios inferior a la nacional.
En los estados del noroeste donde ha habido operativos conjuntos de “alto impacto”, es decir, Baja California, Chihua-hua, Durango y Sinaloa, la tasa de homicidios se dispara, en línea prácticamente vertical, a partir del segundo año de los operativos. Reunidos suman a poco más del 10% de la población, registran un 38% de los homicidios de 2009.
El otro espacio importante para establecer el perfil del homicidio en México, un espacio geográfica, económica y demográficamente muy distinto, es el litoral del Pacífico en el centro y sur, y concretamente los estados de Michoacán y Guerrero.
Michoacán es acaso el estado que mejor sirve para ilustrar el proceso de los últimos años (véanse gráficas 18 y 19). En 2006 hay un incremento notable de la tasa de homicidios, que explica seguramente el primer operativo militar del gobierno del presidente Calderón. Y es un operativo exitoso en el primer año, en lo que se refiere a la tasa de homicidios, que baja dramáticamente. Ahora bien: el aumento del número de homicidios en 2006 está claramente localizado en la cuenca occidental del río Balsas, en las regiones de Tierra Caliente, Tepalcatepec y Costa, que son desde hace tiempo las más violentas del estado; en ese año de 2006 en esas tres regiones se registró el 47% de los homicidios del estado.
¿Y qué sucede entonces? En 2008 y 2009 la tasa vuelve a subir en la cuenca del Balsas y vuelve a subir en el estado de Michoacán: primero, de 13 a 16, y de ahí a 23 homicidios por cada 100 mil habitantes. Me interesa señalar que la “crisis de inseguridad” de 2006 no es de todo el estado de Michoacán. Aumenta el número de homicidios en parte de la cuenca del Balsas, también sensiblemente en la región Purépecha, en la de Lerma-Chapala y Pátzcuaro-Zirahuén, pero no en Infiernillo (en la cuenca del Balsas) ni en las regiones de Oriente (alrededores de Zitácuaro) o Cuitzeo (alrededores de Morelia).
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