Ernestina trabaja en dos campos escriturales con semejante soltura, la poesía y la narrativa, aquí una muestra de su prosa.
Ernestina Yépiz
La escribiente
Escucha voces y tiene visiones, venidas de tiempos y lugares en los que no sé si alguna vez ha estado. Dice que hace 500 años, impulsada por fuerzas ajenas escribió con una tiza en las paredes, palabras (las mismas palabras que ahora yo escribo sobre el pizarrón) que nadie pudo descifrar, por lo que fue acusada de hereje y quemada en la hoguera. Desde entonces, como un Ave Fénix, renace, una y otra vez, en otros cuerpos, en otros rostros. Hace un par de años que habla y repite mis gestos multiplicados en los espejos con los que ha hecho cubrir las paredes y el techo de la habitación que compartimos; dice que padecemos los mismos males y nos habita el mismo desasosiego. Dice, además, que compartimos el mismo nombre y también el 1.70 de estatura. Viste mi ropa y sus pies son del tamaño de los míos. A ambas nos gusta la comida fría y el café caliente (hasta quemarnos la lengua), que tomamos las noches de luna llena y los días nublados sólo para espantar el frío y a veces las ganas de dormir. Aparentemente somos la misma persona. Sin embargo, creo que hay diferencias notables entre una y otra, aunque debo reconocer que éstas cada vez son más pocas. Es como ser el personaje y el soñador de un mismo sueño, soñado por alguien que no es ninguna de las dos. Ella me sueña y yo sueño su sueño y alguien más sueña ambos sueños como si fuera uno.
En sueños busco a quien me sueña y me encuentro con quien sueño. Es mi sombra y soy su sombra. Juego de espejos. Me gusta su imagen y la siento como un ropaje adherido a mi piel. Mi corazón palpita al mismo ritmo que el suyo y basta verla a los ojos para saber de sus frustraciones y derrotas y sobre todo, de su absoluta soledad, acumulada en el devenir de los siglos. Es difícil recordar con precisión cuando comenzó todo. La memoria o más bien las sensaciones que guarda el cuerpo son de mucho antes de que se pusiera de moda contabilizar el tiempo. En lo personal, yo que soy un animal moderno, supongo que todo tiene un principio y no necesariamente un fin predecible. Esto no quiere decir que crea en la resurrección de la carne. Ciertamente, nadie regresa de la tumba. Aun así estoy convencida de que habitamos un mundo de fantasmas. Somos el fantasma de alguien y alguien es nuestro fantasma. Soy el fantasma de alguien que no quiero ser y sin embargo soy. Sé que de nada sirve resistirse y como cualquier condenado no puedo dejar de hacerlo. Combato a sabiendas de que el oráculo marca mi derrota y si un día fui sentenciada y quemada en la hoguera sólo por escribir en las paredes de los conventos, las abadías y otros centros eclesiásticos, deben saber que el delito persiste y la pena impuesta no expira todavía. Las leyes son un instrumento de opresión y todo aquel que asume la palabra escrita como un intento de libertad, en el acto es marginado. Confinado a habitar detrás de los muros. Lo que me hace creer que no hay justicia y mucho menos divina, por lo que aplaudo toda rebelión, por insignificante e insensata que sea.
Estoy segura de que el cielo no existe, pero aun así supondré que la mujer que me vigila desde la superficie de los espejos no emergió del fondo de los infiernos y muchos menos viene a sumirme en ellos, pues, desde su llegada no sé si soy otra o soy la misma y pasan los meses, los años ya y no termina de irse o más vale decir que no se le ven intenciones de marcharse. Ayer, al verla cepillarse los dientes, intenté recordar el día de nuestro primer encuentro, bien a bien no me acuerdo si fue un sábado, un viernes por la tarde o un domingo. Si fue en un café, en una librería o en una sala de cine. No, creo que no fue en ninguno de estos sitios, sino una madrugada en que yo veía las olas estrellarse contra los muelles y dije (sin saber lo que quería decir exactamente, pocas veces o casi nunca digo lo que quiero decir, lo que hace a los otros desconfiar de mi o tomarme casi por loca), dos palabras, algo así como “ritus mors mortis, mortuos”; con lo que quise decir que se vive para la muerte; que ningún morir es el equivalente de un renacimiento y por miedo a precipitarme a las aguas y dejarme llevar por las corrientes, me di la vuelta y caminé de prisa en busca de las luces de las ciudad y al doblar la esquina, ella me salió al paso y dijo que huir no me valdría de nada, que toda huida es regreso y que sólo las palabras pueden hacernos trascender la propia muerte. La escuché sin decir nada y como no tenía ningún lugar donde quedarse, se vino a vivir conmigo, desde entonces no ha hecho otra cosa que imitarme, aunque a veces todo me hace pensar que soy yo la que la imita. Muchas noches, por no decir que todas, la encuentro deambulando alrededor de la cama. Me acecha. Vela mis sueños y en el momento menos esperado aparece en su papel de protagonista principal. Mi voluntad es la suya. Me gusta que vista mi ropa de dormir aunque no duerma y la noche entera la escucho delirar; llamarle viento al fuego y fuego al viento. Por la mañana, cuando me lavo los dientes y la cara, la encuentro pálida y ojerosa.
No está por demás decir que no tengo nada contra su imagen; su fisonomía, hasta cierto punto, es de mi agrado, pero, lo que no termina de gustarme o más bien me disgusta es sentirme como dos y lo peor es que sin dobleces porque en realidad soy una sin dejar de ser la otra. En lo personal trato de comportarme normalmente: hago ejercicio, cocino, me encargo de las compras del supermercado y hago esfuerzos por mantenerme al margen de todo pesimismo. Ella, en cambio, mantiene su inamovilidad acostumbrada y si acaso habla, no espera que alguien la escuche, lo hace para sí misma, cualquiera al verla pensaría que padece algún tipo de locura. Francamente, creo que se necesita estar loca para permanecer horas y horas, sentada frente a la pantalla de la computadora, con las manos puestas en el teclado y cuando no lee, lo único que hace es escribir. Escribe con la desesperación que nadie lo haría. Me niego a parecérmele y pinto mis labios de color rojo-naranja para diferenciarlos de los suyos pálidos. Me cepillo el cabello, alargo mis pestañas y doy un poco de rubor a mis mejillas. No logro distanciarme. Ella recurre a los mismos artificios y más aún cambia el suéter gris y los pantalones de pana y asume mi disfraz de cazadora furtiva. Juntas salimos a la calle y tomamos una copa en cualquier bar. No falta quien se acerque a invitarnos la segunda ronda, pero, nosotras, imposibilitadas para cualquier tipo de seducción, sin más, ni más, dejamos ir a la posible presa y antes de la media noche, retornamos a casa con el deseo a cuestas y no sé, si, sedientas de un poco de amor.
No queda más que aprender a ser fantasma, dice, mientras se quita la ropa, sin despegar la mirada de la imagen que le ofrece el espejo y sin agregar más; así, desnuda como está, no encuentra mejor entretenimiento que aporrear las teclas de mi computadora, lo hace con furia, con desesperación, como si un verdugo fuera a cercenarle las manos antes de alcanzar a teclear la última palabra, porque creo que siempre está escribiendo la última palabra y no la primera. La última que no será la última porque indudablemente vendrán otras más, lo sabe, pero prefiere ignorarlo, quiere creer que toda palabra, cada línea que lograr armonizar es la última y golpea con la punta de los dedos esos pequeños cuadritos de plástico endurecido que marcan una letra u otra y que de acuerdo con su estado de ánimo une o separa y al hacerlo forma decenas, cientos de palabras que terminan por ser miles y aunque momentáneamente diga que la dejan entrever el paraíso, terminan por enceguecerla y la sumergen en las catacumbas. Cegada por la luz se desplaza a tientas en medio de la oscuridad y en su condición de ciega se aferra a la inútil tarea de escribir y digo inútil porque de nada sirve manchar con tinta negra hojas impecablemente blancas que el tiempo vuelve amarillentas y si los grillos no devoran, la humedad termina por borrar.
Sé que escribe contra todo y contra todos e incluso contra mí misma. Los que alguna vez me amaron (que no fueron pocos), cansados de la inercia en que me sumerge el estar con ella, han acabado por abandonarme. Yo misma, de alguna manera, me he abandonado. Si bien, en un principio, cuando vino a vivir conmigo; cuando comencé a ser ella y no yo o ella-yo, asustada por las muchas visiones que venían a mí, que se paseaban por mi cabeza, por temor a enloquecer y que los demás se dieran cuenta de mi locura. Abandoné a los míos por completo, prescindí de las comodidades que la casa de mis padres me ofrecía y me instalé como animal herido en el cuchitril en que ahora vivo. Para alejarla y mantenerme al margen de su pesimismo (debo decir que es una pesimista auténtica y pura), fui todos los días al cine y me aficioné a los juegos de azar. Durante meses vi las mismas películas (las mismas historias y los mismos actores). En mi afán por huir de ella, de no sentirme excluida o dejar por completo de ser parte de la cotidianidad de los otros, yo, que nunca había trabajado, me conseguí un empleo y jugué a saludar a mis vecinos. Me bastó sonreírles y a los pocos días, a tardes y mañanas tocaron a mi puerta, amenazando mi privacidad, lo que me hizo desistir en el intento de ser parte del clan, comprendí que lo mejor era relacionarse con personas ajenas y distantes, a las que no tuviera que tener cerca. Empecé a ver la televisión y mi entretenimiento no duró más de dos semanas, la programación sin variantes y los personajes predecibles me aburrieron. Opté por leer los periódicos todas las mañanas sólo para encontrar que las noticias eran las mismas del día anterior. La realidad terminó por decepcionarme, nada pude encontrar más allá de la ambición derivada de la simplicidad terrena. En mi condición de individuo me di cuenta de la intranscendencia de existir.
Dejé mi empleo por monótono. (Nada más aburrido que corregir novelas que no novelan nada, poemas que no poetizan nada). Me olvidé de la televisión y de revisar los periódicos y para mantenerme alejada de la multitud, no fui más al cine, ni al teatro y pasé los días y las noches acostada en mi cama, viendo como las sombras caminaban por las paredes. Por prescripción médica tomé pastillas para dormir y otras para mantenerme despierta. Pasado algún tiempo no supe diferenciar los sueños de la realidad. Me creí Alicia en el país de las maravillas y tuve miedo de despertar y mientras dormitaba, esa mujer, a la que no sé si llamar mi sombra, mi doble o mi fantasma, llegó para no irse y con el propósito de mantenerse entretenida y resarcir así un poco el tiempo perdido; en el que fue perseguida, no tuvo acceso a ningún libro y durante siglos se le negó toda lectura. El Corán, Las mil y una noche y Los santos evangelios, me hizo leerle desde La Biblia hasta la pasión maldita de Heathcliff y Catherine Earnshaw en Cumbres Borrascosas, sin dejar de lado la historia de amor (el amor no puede ser sino deseo) de Pedro Páramo por Susana San Juan, y también quiso escuchar de mi voz El llano en llamas. Fascinada, me preguntó si había yo escuchado hablar de una tal Virginia Woolf, le dije que sí, pero que no sentía gran admiración por la vida rutinaria de La señora Dalloway y me hizo leerle: Noche y Día, Las olas y Los años y al final, la Woolf, nos contagió a las dos su intuición neurótica y nos acercó al vacío, dejándonos a un paso del precipicio. Después de esto Elena Garro vino a visitarnos y nos hizo reverenciar su locura y compartir su desdén por el poder. Otro día encontramos moribunda a Silvia Plath y no tuvimos más opción que conmovernos por su pasión suicida. Más tarde (aunque debimos haberlos encontrado desde el principio), conocimos los excesos poéticos de Rimbaud y las obscenidades del marqués de Sade.
Luego, casi por accidente, ella se topó con Octavio Paz, quien tuvo el acierto de presentarle a muchos otros y por algún tiempo la sedujo la presunción del poeta en el manejo del lenguaje y fue lo más sensible que pudo a la belleza de sus metáforas. Durante muchas noches su almohada (la que compartíamos) fue Piedra de Sol y frecuentemente me hizo sentir un sauce de cristal, un chopo de agua, en la cabeza. No sé que es lo que la hizo no quedarse ahí (hubiera sido lo recomendable) y se esforzó por entender los juegos borgianos e hizo de ellos una de sus pasiones. Con El Aleph en las manos viajó por Los ruinas circulares y conoció palmo a palmo La biblioteca de babel. Un día, cansada de leer y releer La Historia de la Eternidad sin entenderla del todo, Funes el memorioso le robo la memoria e incapaz de retener por sí misma una sola línea en su cabeza, por miedo a la desmemoria, tomo la mía por morada y desde entonces habita en mí. Somos la misma persona. Por fortuna en mi escasa biblioteca ya no hay ningún libro nuevo que leer (los autores se repiten unos a otros y todos los libros son el mismo libro). Estoy agotada. Me agota hasta respirar. Las lecturas, al igual que el cine y el teatro acrecentaron mi mal y acabaron con toda posibilidad de cerrar mi herida. Actualmente mi fragilidad es extrema, el más leve golpe puede hacerme añicos y dudo que pueda volver a unir los pedazos. Ya siento como mi cuerpo se desprende, se vuelve pequeños fragmentos. Una parte por allá, otra más allá, una más lejos y todas cada vez más distantes.
Duermo y ella que se quedó sin memoria, tiene la osadía de vigilar mi sueño. En sueños viene y besa el borde mis labios, entonces yo que soy una persona me vuelvo dos y a veces muchas más. Esto hace que mis fracasos sean dobles o múltiples y llegan a ser tantos que bien a bien, de pronto ya no sé a quien pertenecen. Esto, por supuesto, es intranscendente y no tiene ninguna importancia, a no ser el cansancio, la desazón que produce sentirse permanentemente derrotada. Para olvidar mis derrotas, simulo dormir y múltiples sombras se desprenden de mi sueño. Visitan los lugares más inverosímiles, algunas se elevan hacia el cielo y otras más descienden al infierno. Todas se ponen al tú por tú con Dios o Lucifer. Hablan lenguas que desconozco y si algo puedo adivinar es por que algún ángel o demonio (para el caso es lo mismo, no encuentro diferencia entre lo celestial o lo demoníaco; ambos visten atuendos similares) me lo murmura al oído y me hace saber que es un secreto que sólo a mí me ha sido revelado y mi cuerpo enfebrecido, se queda tirado sobre la alfombra roída, sólo falta que vengan las ratas a roerme, antes de que mis huesos se enciendan. Ella, que ahora me lee el pensamiento, intenta consolarme, me dice que las dos estamos solas, tan solas como Eva después de la traición de Adán. Ella es la primera mujer y yo la última sobre el universo. Como Narciso me contemplo en su imagen y tengo miedo de morir al fundirme con su reflejo. Mi única ventaja es que en los últimos días, no soy yo la que escribe, sino ella y son sus escritos, no los míos, los que son devorados por los grillos y se pudren en el fondo de un baúl.
Entre las miles de cuartillas escritas busco algo que pueda interesar a algún editor de moda y que pueda convertirse en un best seller (después de todo son tantas las deudas por pagar). Nada. Ningún asesino en serie, ningún hecho de sangre. Tampoco personajes famosos, santas prodigiosas, niñas enamoradas o copuladores insaciables. Nada, lo que se dice nada. Ni una sola línea, ni una sola palabra, ni una sola sílaba. Nada. Ella es la protagonista, el personaje principal de todo lo que escribe y lo peor es que no alude a ningún hecho, ni cuenta ninguna historia. Escribe sobre sí misma y el espejo es su único testigo. En lugar de hablar murmura las palabras y para saber lo que dice tengo que colocarme detrás o a su lado cuando se sienta a escribir, de esta manera puede leer en la pantalla de la computadora las frases que va armando, porque no siempre imprime en hojas blancas lo que escribe, muchas veces no termina de escribir lo que sus labios murmuran cuando ya oprime la tecla Del o Bk Sp y me da tristeza ver como diez páginas se le reducen a una y una oración completa se le vuelve dos palabras y las dos palabras sólo un par de sílabas y las dos sílabas un par de letras y en algunos casos ninguna, vamos ni siquiera un rasguño o un gruñido queda sobre el papel en blanco y cualquiera, al verla exhausta sobre la silla, desearía que dejara de escribir y le sugeriría gastar su energía, la poca que le queda, en tarea de más fácil ejecución, como por ejemplo, ver la televisión o ir a un desfile de modas. Cualquier cosa antes que gastar las horas, los días, los años y los siglos. Una vida, dos vidas, tres vidas y sus respectivas muertes, en escribir palabras que a nadie le interesa conocer.
Me reconforta no ser yo la que pretende darle vida a las palabras, hacerlas danzar y si logran sobrevivir a las caricias o al desdén de quien las conjura, atraparlas en un hoja de papel al que la humedad habrá de mutilar. Pienso que sería preferible grabarlas sobre el tronco de un árbol o tatuárselas a alguien sobre la piel, por supuesto, habría que escoger entre las pieles más lisas y de mayor tersura, de esta manera el escriba desplazaría más fácilmente el pincel sobre la superficie y el lector (si es que llegara a haber alguno) podría descifrar mejor lo que dicen, porque la palabras no dejan de representar un querer decir concretado en un conjunto de signos que deben ser descifrados y cada desciframiento que se haga, sin duda, será distinto al anterior y así sucesivamente se irán sumando nuevos significados al significado primordial que nunca es único, sino múltiple. Es como morir sin terminar de morir o vivir sin olvidarse de que la vida es efímera y por contradicción, eterna; es decir, un perpetuo recomienzo, al igual que la escritura. Es por eso que quienes escriben se comportan como niños. Rara vez alcanzan la adultez e incapaces de ganarse el pan de cada día, viven de la misericordia ajena y si ésta llega a abandonarlos pueden morir de inanición. Digo esto al darme cuenta que ella lleva una semana entera alimentándose de café. La piel se le pega a los huesos y las cuencas de sus ojos parecen las de un cadáver. La muerte acecha.
Me deprime ver las sábanas sucias y la cama sin tender. El polvo se acumula en todo el cuarto y lo intento, pero, no logro hacer que ella se levante de la silla y deje de una vez por todas de escribir. Dime que el cielo es verde, pide mientras se acomoda el cabello que ha dejado crecer hasta casi llegar a la mitad de lo espalda, debo reconocer que le sienta bien y de ocuparse un poco de su arreglo personal, podría pasar como una mujer atractiva, aunque tendría que borrarse del rostro la expresión que la delata como un ser de ninguna parte y que llega a asustar a quien la mira, a mí misma me ha asustado en más de alguna ocasión, basta que se me acerque y me mire fijamente a los ojos para que me contagie todo la soledad que trae encima. La veo caminar de un extremo a otro dentro de la habitación. No me queda la mejor duda, es una enferma y sólo lástima se puede tener por los enfermos. Es así como puedo explicarme el que su presencia me llene de conmiseración y la tolero cuando debería echarla a la calle, sobre todo si tomo en cuenta que puede acabar conmigo, convertirme en su sombra, entonces seré yo la que sigue sus pasos y no ella la que sigue los míos. Al menos así fue por algún tiempo. Ahora, ya no sé si ella es la que me sigue o yo la que va detrás. Sus pasos están sobre los míos y los míos están sobre los suyos. Vamos por el mismo sendero y a ambas sólo nos aguarda el abismo, no importa que yo a veces simule detenerme y ella, circunstancialmente, se esconda para aparecer de nuevo.
Fumo para ahuyentar el frío y fumar le hace recordar a mi estómago que está casi vacío. El que fuma pierde el gusto por el olor y el sabor de una buena comida. Le da lo mismo comer esto o aquello. Mastico el aire y las palabras se ahogan, no logran salir de mi garganta. Todo es un querer decir y no hay grito o aullido que emerja de mis labios. Estoy cansada de escuchar las voces del silencio, de ser prisionera de una reflejo y con el vaho de mi aliento cubro la superficie del espejo y manos ajenas a las mías la limpian de nuevo. Me visto, me desvisto, me pongo y me quito la ropa de hace siglos. Tengo el cuerpo de siempre. Me pregunto si el color de la piel me ha cambiado con el paso del tiempo. Camino sobre mis propios pasos y no encuentro huellas que seguir, a no ser las que se desprenden de las propias. Estoy atrapada y sin posibilidades de escape. Entiendo las vicisitudes de Narciso, pero a diferencia de él, tengo miedo de arrojarme al estanque. “Ser o no ser, esa es la cuestión.” No tengo ninguna duda. Me queda claro que las palabras son como la niebla y quien escribe, al igual que quien camina en medio de pasajes nebulosos, deja el sendero, termina por perderse y va por aquí y por allá dando tumbos, de repente no sabe si está en la cima de la montaña o en el borde del precipicio. Sin pena ni gloria, exorciza o conjura y lo hace consciente de la inutilidad de su oficio. Sabe que inútil es cualquier tarea y más aún la de escribir. ¿Qué sentido tiene nombrar esto o aquello. Levantarse la piel, desnudarse y ver con fascinación y horror la propia desnudez? Supongo que ninguno, lo que me hace preguntarme ¿Para qué empeñarse en la tarea? Y no tengo la respuesta.
Dime que el cielo es verde, escucho de nuevo, no es verde sino azul y está lleno de nubes grises, intento decir y no puedo decir nada, la lluvia golpea el techo y como una herida comienza a resbalar por las paredes. Quiero hablar, alzar la voz, que mis palabras se mueven con el viento, que no queden atrapadas en el papel como las suyas y así evitar que un día las borre el tiempo. Quiero decirle que se vaya al diablo, pero tengo miedo de quedarme completamente sola. El silencio terminaría por matarme y quiero creer que no tengo ganas de morir. Nada debe ser peor que la muerte y la mejor forma de ahuyentarla es no dejar de escribir, pase lo que pase, mientras unos dedos golpean el teclado de una computadora, la muerte no se acercará porque el ruido de las teclas han de martillarle los oídos. Es por eso que tolero verla y ser cómplice de lo que ella escribe, por supuesto, me niego a creer que algo suyo sea mío. Ciertamente, nada puede pertenecerme. Realidad e irrealidad: juego de palabras. La imagen que se dibuja en el espejo me hace creer que soy yo la que escribe estás líneas. Sin embargo, no es posible escribir sobre el vacío. Escribo sobre lo ya escrito. Lo que creo escribir ahora, alguien lo escribió antes que yo y alguien más lo escribirá después o puede estarlo escribiendo. Mi sueño se convierte en recuerdo. Un pasado que vuelve. Hace siglos escribí con una tiza en las paredes y escribo ahora lo que alguien más escribirá mañana, por lo que presiento que no soy realmente yo la que escribe estas líneas y extiendo los brazos para atrapar a la intrusa que percibo a mi lado, a quien encuentro disfrazada de mí.
Ernestina Yépiz, es maestra en literatura iberoamericana, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. En lo que a poesía respecta ha publicado poemas en revistas de circulación nacional y regional, como: Tierra Adentro, Alforja, Textos, Litoral y Oasis. Es autora de los libros de poesía La penumbra del paisaje, y Los Delirios de Eva. En narrativa ha publicado Dos encuentros de amor y una despedida, y El café de la calle mulberry. Es periodista, promotora cultural y actualmente trabaja en el departamento editorial del Instituto Sinaloense de Cultura.
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