Dr Atl, maese Alatriste, señor Sacal, México
José Ángel Leyva
El caso Sealtiel Alastriste, acusado de plagio por una obra reconocida con el premio Villaurrutia y su inevitable renuncia como director de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), tiene varias lecturas, una podría ser la justicia, otra el cobro de una factura de algún sector intelectual, y una más, el intento de desprestigio del Alma Mater por parte de un colectivo que ve con encono a dicha institución y en general a la universidad pública.
Suponer un reclamo de justicia sería el reconocimiento de una ética ciudadana y de las buenas conciencias en un país donde se parte del principio de que la ley –como la crítica o los medios–, es para joder. Pensemos mal y atinaremos.
El caso Alatriste, nunca mejor aplicado el apelativo, no es más que uno de los síntomas de descomposición de una sociedad que se pierde en el escándalo y se hace de la vista gorda ante los problemas graves y profundos, como el genocidio del crimen organizado y de los cuerpos policiacos y militares que viven un ya longevo amasiato. La corrupción no es privativa de los políticos, los administradores, los comerciantes, el pueblo de a pie, también es un modo de practicar el arte de dar y recibir premios, reconocimientos, becas, apoyos, cargos, todo tipo de beneficios, en el ámbito intelectual mexicano. La caída de Alatriste huele a todo, menos a justicia y a voluntad de cambiar las reglas del juego del quítate tu pa´ponerme yo. De cualquier modo, más de un funcionario-artista o privilegiado escritor debe estar poniendo las barbas a remojar.
La UNAM tiene muchos defectos, pero es con todo una de las instituciones donde la dignidad tiene casa. Mientras recorría, hace meses, una de las más conmovedoras exposiciones vigentes en la Ciudad de México, “Dr. Atl. Obras Maestras”, en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, pensaba con vehemencia y me interrogaba, ¿cómo puede una sociedad, con artistas como el Dr Atl, con obras mayúsculas, arrastrarse por el lodo de la demencia, la violencia, la crueldad, la descomposición? Los paisajes de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, sus autorretratos, imponen en el espectador la fuerza no sólo de su pasión estética sino de su amor por la naturaleza, por la cultura. Más de 190 obras pictóricas y gráficas dan fe de esa vida dedicada en cuerpo y alma a elevar el espíritu de la plástica mexicana, sin alinearse a consignas, sin afiliarse a escuelas y sin dejar de reconocerlas todas en su propia capacidad de búsqueda y de aprendizaje universal.
La relación del Dr. Atl con el arte está exenta de complacencias, se mimetiza y hermana con la combustión de los volcanes, genera una fuerza telúrica capaz de desplegarse en la calma, concentra en el reposo de los espacios abiertos la energía de su paleta. Sabemos de Atl porque vemos por aquí y por allá su nombre ligado al paisajismo, que nos suena a pintura decimonónica, porque es parte de la leyenda de Nahui Ollín (la también pintora y poeta Carmen Mondragón), personaje delirante entre las mujeres extraordinarias de la primera mitad del siglo XX: Frida Kahlo, Tina Modotti, Antonieta Rivas Mercado, Concha Urquiza, entre otras. Pero esta exposición nos descubre las verdaderas dimensiones artísticas del Dr. Atl, sus preocupaciones vanguardistas, sus obsesiones, sus búsquedas experimentales que desembocan en hallazgos de materiales propios, como los colores Atl (mezcla de resina y petróleo) que responden con eficacia a sus intereses cromáticos, diversos soportes sobre los cuales plasma horizontes regidos por la perspectiva curvilínea (de Luis G. Serrano) y la audacia de sus aeropaisajes, captados desde un avión o desde una cima.
Así, el paisaje de José María Velasco, con el que solemos asociar al Dr. Atl por ignorancia, adquiere una dinámica moderna, dinámica. Sin restar méritos a Velasco, que tiene también su propia complejidad y su riqueza plástica. Pero en el Dr. Atl la naturaleza, la visión del mundo exterior comulga con las atmósferas interiores, y en ese diálogo hay una conformación a voluntad de imágenes, sometidas al rigor de la técnica, movidas y removidas por el conocimiento de los materiales, de los métodos, de las posibilidades de la intuición, las emociones, la espontaneidad, el compromiso con sus interrogantes.
La exposición de Gerardo Murillo (Jalisco, 1875, 1964), Dr Atl, es la crónica visual de una vida apasionada, creadora. No sólo es la fuerza de atracción que ejerce Nahui Ollin sobre él desde el día que la conoce, sino su entrega absoluta al estudio de los volcanes, en particular de uno, el Paricutín. Nacimiento inesperado de una cumbre ardiente y su posterior erupción. Un episodio que marca el clímax en la obra paisajista de Atl. Es literalmente un acto sexual con la montaña en plena actividad magmática. La serie dedicada al Paricutín es una especie revelación, de epifanía. El espectador no sólo es testigo, sino parte de esa vivencia mágica donde el artista capta y libera el ánima de su objeto amoroso. El color Atl es la esencia misma de las entrañas de la tierra, de las eras geológicas que se expresan a través de esa fuga de energía convertida en música, en poema.
Al concluir la visita de esta muestra del Dr. Atl no quedan muchas ganas de recorrer la sala de la colección Blaisten de arte mexicano. Los ojos de Carmen Mondragón, la mirada enigmática y vigorosa de los retratos y autorretratos de Murillo nos llenan, nos pesan sus paisajes y sus volcanes, pero el impulso nos hace traspasar la puerta para volvernos a colocar en el asombro. Artistas de la talla de Ángel Zárraga, Antonio Ruiz “El Corcito”, Roberto Montenegro, Ramón Alva de la Canal, Luis Nishizawa, Saturnino Herrán, José Clemente Orozco –alumno por cierto del Dr. Atl–, Julio Ruelas, Ermenegildo Bustos, nos empujan con renovados bríos por esta importante Colección Blaisten de la UNAM.
Y el caso Sacal, habrán de preguntarse algunos, ¿qué pinta en esta serie? Nada en realidad. Sólo que pensaba, embriagado por el poderío de esta creatividad, en la paradójica realidad que nos determina como nación. Por un lado esa fuerza constructiva, imaginativa, sensible, y por otra esa, como decía el empresario Miguel Sacal –con quien los medios se ensañaron—cuando lo acosaban las cámaras de televisión, que debería dar cuenta de los criminales, de los que matan, roban, secuestran. Miguel Sacal encarna el estado de ánimo de nuestra sociedad que ve en él lo que no reconoce en sí: la ira, la prepotencia, la impunidad, el racismo, la negación de los otros, la cobardía, la violencia, el miedo. En mayor o menor medida, Sacal vino a ser el depositario de un fermento nocivo que bulle en la convivencia diaria de los mexicanos. ¿Cuánta indignación real provocaron esas imágenes de Sacal golpeando a un empleado que asume su condición de orfandad y desamparo de la justicia mexicana? Lo más importante es que ese hombre vejado y lesionado por Sacal se rebela y lo lleva a juicio, lo pone en evidencia cuando exhibe el video como prueba de su demanda.
Por otro lado, las decenas de miles de muertos parecen no ser suficientes para transformar esa actitud pasiva de la sociedad, como el personaje sometido, en revelación de pruebas para exigir justicia, no para hacer de la ley un instrumento de venganza, sino de esperanza. Pensaba pues que la cultura mexicana puede hallar su Paricutín y revelarse como una fuerza capaz de trocar la violencia en colores, en discursos que no oculten la verdad, sino la enriquezcan. El Dr. Atl y los pintores de la primera mitad del siglo XX que nos expone la UNAM me hicieron sentir que hay un México por el que vale la pena trabajar y buscar, valores de identidad y pertenencia que no son los que Televisa y Tv Azteca pretenden injertarnos. La dignidad no está perdida, pero hace falta.
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