¿Qué les sucede a los intelectuales cuando están cerca o dentro del aparato, cuando se vuelven parte orgánica de los gobiernos? Silencio o complacencia son dos síntomas del mismo transtorno.
SOBRE EL PODER Y LOS INTELECTUALES
Enrique Jaramillo Levi
El poder vuelve estúpidos a los hombres, decía Nietzsche; y no pocas veces déspotas, si es que antes no lo eran ya en ciernes en su vida doméstica, añado yo. La experiencia histórica del mundo indica que disfrutar del poder y mantener la conciencia íntegra son cosas casi excluyentes. Sólo conozco un caso en contrario, fuera de toda duda: el de Nelson Mandela (1918) en Sudáfrica. Premio Nobel de la Paz en 1993, su inmensa sabiduría popular como estadista, ecuanimidad, patriotismo y poder de conciliación lograron resolver en buena medida los problemas raciales de su país, sin concesiones al odio, a la corrupción ni a los intereses de determinados grupos tradicionales de poder. Sin duda un ejemplo para los mandatarios del mundo.
Y es que el poder suele operar como una suerte de narcótico; y toda oposición a sus desplantes, funciona como un acto de higiene mental, de interior purificación, de libertad suprema, como leí recientemente en algún sitio. Por otra parte, los auténticos intelectuales, quienes se supone tienen una preparación integral óptima, deberían ser siempre una voz crítica, cuestionadora de la sociedad en general, y del poder en particular. Un contrapeso necesario, más allá de la política, que suele ser coyuntural y oportunista. Al igual que debe serlo la llamada “sociedad civil” bien entendida y mejor representada. Esta actitud y expectativas, por supuesto, son o deberían ser parte cotidiana del funcionamiento correcto de una verdadera democracia.
El problema que a menudo impide expresarse a los posibles críticos del poder, aparte de la indiferencia no pocas veces generalizada, es que el poder tiene formas muy puntuales de amedrentar a sus posibles críticos, para lo cual puede valerse tanto de la corrupción como de la intimidación, según sea el caso; y a veces, en casos extremos, de la violencia y la represión. Y ya se sabe que no hay nada tan paralizante como el miedo. Es capaz de propiciar, poco a poco, una sociedad robótica, incapaz de pensar, y mucho menos de actuar.
Grandes escritores universales han escrito magistrales obras que son críticas incisivas a distintos aspectos del poder cuando éste rebasa sus límites y se vuelve contra los ciudadanos cercenándoles sus libertades. La gran literatura, como reflejo e interpretación de la realidad, siempre ha estado presente en la expresión artística de tales temas. Me refiero a novelistas y ensayistas como los franceses Voltaire (1694-1778), Montesquieu (1689-1755) y Diderot (1713-1784); el checo Franz Kafka (1883-1924); los ingleses Aldous Huxley (1894-1963), George Orwell (1903-1950) y Graham Greene (1904-1991); el ruso Alexander Solyenitzin (1918-2008); los norteamericanos Ray Bradbury (1920) y Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007); el español Ramón María del Valle Inclán (1866-1936); el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974); el portugués José Saramago (1922-2010); el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005); los mexicanos Martín Luis Guzmán (1887-1976) y Carlos Fuentes (1928) y el peruano Mario Vargas Llosa (1936), para sólo mencionar algunos.
Pero resulta que la cobertura que otorga la publicación de un libro crítico a un gobierno o a un sistema –una novela o una colección de cuentos, poemas o ensayos– es limitada y, a menudo, diferida. Si bien el libro puede tener un resultado de mayor profundidad y duración en el ánimo de los lectores, suele ser menos efectivo en la práctica debido a su inmediatez masiva -no todo el mundo compra y lee libros-, que es lo que se requiere para calar significativamente en la opinión pública y señalarle fallas o defectos a un mal gobierno. Por otra parte, no cabe duda que los artículos de opinión, así como los debates en programas televisivos y radiales, requieren en cambio mayor decisión y valor frente al poder, puesto que sus resultados son más inmediatos al leerlos, verlos o escucharlos mucha gente de inmediato; y sus posibles consecuencias represivas también lo son, si el gobierno de turno no ejerce la tolerancia implícita en el derecho de expresión que toda persona tiene en una sociedad genuinamente democrática.
Por supuesto, no se necesita ser un intelectual para opinar, ya que cualquier persona debe poder expresar sus criterios en un régimen de libertades, aunque no todos hablen o escriban bien. Pero lo cierto es que los intelectuales suelen estar mejor preparados para expresar argumentos sólidos y defenderlos con razonamientos aceptables. Esto, asumiendo que no estén a sueldo del gobierno, como también ocurre; o que no tenga cola que le pisen, como no es raro que pase con la mayor parte de los seres humanos, dado que nadie es perfecto. Porque en tal caso permanecerá convenientemente callado, aunque a la sociedad y al país de los lleve candanga.
Duele decirlo, pero la verdad de las cosas es que lamentablemente la mayor parte de los intelectuales permanecen en silencio ante los desplantes del poder, dedicado cada quien a sus propios asuntos, metido en su torre de marfil, temeroso o indiferente. Es cuando el reino de la impunidad se instala, se consolida y, lentamente o de golpe, termina por regir imperturbable el destino de los pueblos.
Panamá, 13 de octubre de 2011
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