Perú ya tiene su Festival Internacional de Poesía
José Ángel Leyva
Sentados ante un público de unas 3000 personas en el anfiteatro del Parque de las Exposiciones, el poeta Antonio Cisneros me toca el brazo y me dice: “Mira flaco, esa es tu gente, es la misma que en México”. La asistencia grita fuerte cada vez que se nombra a un poeta de la primera tanda.
Cisneros no oculta su alegría y su expresión pícara, traviesa, se desborda de satisfacción cuando le llega el turno y la ovación no sugiere a un poeta sino a una estrella de rock. Esa misma sensación la vivimos en diferentes grados cada uno de los que leímos esa noche.
Lima es una ciudad que sorprende con sus posibilidades y con sus realidades. Su pasado prehispánico –la Huaca Pucllana–, su centro histórico con una impronta colonial y también con las marcas de la devastación arquitectónica donde crecen cajas de zapatos, su dinámica modernizante con altos edificios y vías rápidas, sus barrios clasemedieros asomándose al océano Pacífico. Con certeza no es la misma ciudad de unos años antes cuando sus propios habitantes reconocían su hábitat en la expresión de César Moro, “Lima la horrible”, y que más tarde Sebastián Salazar Bondy retomaría como título de su ensayo, publicado en México por la editorial Era en 1964 y después en La Habana. Para Salazar Bondy no es exactamente el aspecto urbano lo que lo motiva a emplear la expresión de fealdad sino su comportamiento ciudadano, su carácter insolidario, su falsa conciencia, la burguesía colonial contra el mestizaje proletario, una estratificación feroz donde la ausencia de una revolución mantiene a la población criolla alejada de la masa indígena, negra. Una ciudad fea no sólo por su descuido cultural, por su violencia social, por su anarquía, sino por su tendencia represora y su conservadurismo. Rasgos que hoy en día un visitante efímero, como los poetas que asistimos al primer Festival Internacional de Poesía de Lima, no alcanza a percibir. Vemos una ciudad limpia, regenerada, reordenada, generosa, con una población que rezuma un talante alegre y amable, con don de anfitrionía, dispuesta a respetar las normas de convivencia y sedienta de una oferta cultural. Por si fuera poco, unos días con cielo despejado y un sol radiante que nos abrasa la piel, como para contradecir la imagen de grisura impuesta por la nubosidad y la promesa incumplida de lluvia. Lima no es horrible, es una ciudad que cautiva y muestra sus potenciales sin aspavientos. Uno de esas virtudes por explotar es el convertirse en una ciudad de peatones. La recuperación del espacio público es la clave.
Como la mayoría de los países latinoamericanos, Perú encarna paradojas y contrastes difíciles de explicar. Uno de ellos es su presencia destacada en los catálogos de la gran literatura universal. Narradores, ensayistas, poetas de gran calado, referentes obligados en la formación intelectual de cualquier estudiante universitario de lengua española, al tiempo que acusa el peso del analfabetismo y la discriminación a sus pueblos indígenas, tal como nos lo enseñara José María Arguedas, uno de mis autores favoritos. En ese sentido, México y Perú son semejantes. Poseedores de grandes riquezas culturales e históricas, son víctimas de sus pesados lastres.
La nómina de poetas notables del Perú en el siglo XX es significativa, más allá del incomparable Vallejo. La caracteriza su diversidad y resonancias de distintos orígenes, es decir, su cosmopolitismo, su audacia, su búsqueda permanente anclada en una fuerte tradición y en una cultura propia de tonos y enigmas singulares. Nombres como José María Eguren, César Moro, Emilio Adolfo Westphalen, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros, Carlos Germán Belli, Arturo Corcuera, José Watanaba, por mencionar unos cuantos, recorren Iberoamérica y justifican la existencia de una Casa de Literatura Peruana, donde la poesía ocupa un lugar central. Por ello sí extrañaba que en Perú no existiera un festival o encuentro literario o poético de mayores dimensiones como el que, a fines de marzo y principios de abril, tuvo lugar en Lima, gracias a la iniciativa y la tenacidad de Renato Sandoval Bacigalupo, poeta, editor, traductor y políglota sorprendente, y ahora gestor cultural. El éxito de este proyecto ha resultado un éxito sin dudas en su arranque, no obstante que en la inauguración Renato pedía comprensión por los errores cometidos; si los hubo fueron casi imperceptibles, al menos para mí. Su equipo de jóvenes colaboradores y voluntarios dio muestras de un profesionalismo y un talento organizativo para movilizar y responder a las necesidades de autores de distintas nacionalidades y diversas lenguas.
Renato ha hecho lo que pudo haber organizado una institución cultural hace tiempo. Demuestra con esta iniciativa el valor ciudadano, la responsabilidad y la ética de un intelectual que se preocupa por su país y su ciudad, que piensa más allá de él, de sus intereses particulares, aún cuando en ello le quede el reconocimiento y se le abran puertas hacia otros horizontes. Tal vez incluso ya broten los detractores y lo infamen, pero la autoría de esta hazaña, aunque parezca exagerado, es imborrable.
Lima la horrible nos ha mostrado su mejor cara, nos dio el placer de la vista y del oído, del olfato, no enseñó que su belleza se abre al mar y tierra adentro. Ni qué decir de la gastronomía peruana, uno de sus mayores atractivos y uno de los valores que más promueve el modelo de desarrollo turístico y cultural del país. La fusión de su mesa es la clave: cocina criolla, indígena, oriental, negra y unos toques de diseño posmoderno. Lima La horrible sabe bien.
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