En el ruido de una muerte que anuncia el silencio de la memoria, casi como un presentimiento enredado en el aire, Lorena Huitrón nos comparte este adagio escrito en entre el límite de la melancolía y la esperanza. La poeta mexicana deja flotar a la muerte sobre el rio igual que un barco de papel que se ahoga en la ausencia.
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Coordinadora de la sección: Stephanie Alcantar
Elegía a un nadador
Y recuerda los días cuando el cielo
rodaba hasta los ríos como un viento
y hacía al agua tan azul que el hombre
entraba en ella y respiraba.
Héctor Viel Temperley, El nadador
I
Madre, abuela y yo lanzamos la hechura de mi abuelo al río.
Huitzilapan ataja con sus muslos nuestra sed de ahogar en canto la estrechez de las orillas, de trazar alguna arruga que nos permita residir en su boca antigua y sin historia: desmenuzamos tu última sustancia, deslavamos el deseo de hundirnos en los días que no sabremos dónde vas a estar.
Entregué mis ojos, trágicas figuras que en el calor son pájaros mansos cuyo dolor pierde territorio entre los árboles.
De niña, tras comer, mi madre me decía: espera un poco, si no morirás y te llevará el río. Al sentarme en el muelle, mis pies huían del pámpano, de su despojo, ahora tuyo. Miraba el azul y los niños sin pavor al jaloneo, ella insistía, no vayas aún que te llevará el río.
Quizá tu muerte es destello que alumbra a buena hora o es error de no aparejar bien las velas. Tras tu ceniza nos aborda una ráfaga sin memoria.
Madre y abuela te despiden, asoman tus restos, muestran el gran borde fugitivo del mundo, desarman los labios al nombrarte.
El sudor daba palmadas a mis hombros, los tábanos apresuraban beber un poco de mi madre. Nuestro plañido se columpiaba en las hojas al pulir en nácar la apariencia de tu mano que nos tomaba camino abajo, cuando la risa acurrucaba infancia bajo las conchas.
No hay oración que salve la propia gravedad con la del agua. Escarbar el río donde habita el renacuajo es comprender que nuestro primer llanto nos persigue.
Tu silencio es el tono más alto que la garza acerca a las orillas.
II
La Antigua escucha tu fugacidad, anuncio del tiempo que recuerda nuestro límite al salpicarnos.
Insomne vas, abuelo –o quizá durmiente bajo la mirada del cardumen jugando a mediodía-, delicuescente en el galope.
Aprendí a nadar temiendo a lo profundo, al relámpago miscible de mis brazos buscando con angustia tierra firme.
Mi madre te mira partir mientras un escarabajo se incrusta en su pecho. La abuela cubre en un padrenuestro la libertad comba de las viudas. El aire se tiñe de tu nado luminoso.
Al nacer, nadamos: salimos del primer canal, somos cuajo escurrido al desgranar la sangre. Chorreamos tal pez que lucha al desasirse del anzuelo, nos registra el corte del cordón, quizá el abrazo de la madre, ignoramos la agudeza del ruido y la placidez callada de la plancha tras el parto.
Al nadar no hay soledades. Todo nos circunda.
En ese todo no hay días contados, abuelo. El río nada devuelve. Cada pez atrae nuevas corrientes. Si te arrastra no es para volverte al equipal cuando mirabas aquel colibrí acercarse a las flores. En ese todo no están esos equipales. El río nada devuelve. Lo permanente simula una red para atrapar alguno de los peces.
Todo circunda como al charal las algas. Es espesura incapturable, anfibio que siente su cuerpo al hilar los instantes.
Todo no es hombre ni mujer a quien empeñar la culpa y los derrumbes ventajosamente preparados. Por eso el río no te escupe, por el fuego táctil de tu escama, por tu arcilla que no desea sumar más años al suelo.
Con las uñas he sentido al todo: ígneo y azul, sin simetría. A su llegada el corazón aguarda los chapuzones, desesperado. No hay días por contar o suprimir. El hombre ya no sabe lo que es y reposa: manso animal bajo la sombra de los manglares.
Resuenas al bailar sin rumbo, escapas de las manos de los niños.
Escurre y ese desliz es lo que dura, no el recorrido sino el comienzo, como al pronunciar la palabra cuyo surco es el más profundo del pecho y una vez dicha desaparece y para existir hay que volver a pronunciarla. Moja y calla; nos empapamos, intentamos aguantarla pero su peso es inexacto y nuestra balanza fugitiva.
Madre y abuela marean tu nombre donde el rezo espera llenar su boca de tierra.
Mutismo canícula: te miramos partir cuando apenas te anuncias. Tu barullo nos sopla a impulso de papalote. Se reparte voraz entre los cuencos. Lo hemos bebido, más su agua es para colmar los desiertos. Besa la sed cuando no se pide ayuda.
Al nadar no hay soledades, todo nos circunda. Tú nadas.
III
Qué calmo puede ser el río cuando la muerte iza las velas.
-no somos ruinas: al morir, el agua deslía nuestra apariencia, lúbrica disipa la solidez de nuestros nombres; la caída del lenguaje es laxitud de un puñado de blendas que se entregan amorosas al arrullo del venero-
Mi madre entibia el sueño en el torrente. El curso amaina la sordera del viento que persigue al luto anidado en las higueras.
Al morir, la memoria no necesita más nubes que nos precipiten: el agua refracta en su caudal la dicha de desconocernos. La muerte debería incrustarse en su propio arpón, medir su trayectoria según el ánimo de los pescadores.
La abuela busca el equilibrio. Sabe que al llegar al otro lado tu ausencia será tejido de columpio para el puerto, mientras aguarda su propio arrebol.
Al morir, nublaremos al tordo, lo haremos reposar entre las ramas.
El río: vientre que te gesta aún cuando el fuego, al barajarte, te hizo a su tez de hoguera exhausta. Su matriz es tu carne restituida; sonoro polvo hecho flujo donde la oración azuza el vuelo de las garzas.
La muerte debería arrojarse tal desliz de pies entre humedales.
Mi madre apresa el sonido del avemaría, rezuma el irisado pulso del sol que solía apresar sus manos cuando padre e hija imaginaban, atravesando el malecón, que el mar en su hambre aquieta la desbandada.
Al morir no hay soledades, todo nos circunda. De niña pensaba que los peces dormían, lustrando en el coral a la muerte.
Resistes en la picadura del mosco, en su vuelo sonoro de marimba. No eres ruinas.
IV
A pulso de jarana transcribe diciembre esta historia, con la memoria bullendo.
Cual anguila desmoronas sal entre las piedras. Antecedes a la red del pescador, rehúyes de tu seña sin olor y sin jugo. Tus vestigios son láminas de árbol, espuma que nos silba y en su sonido nos reencuentra.
El cálculo del agua es despeinar el azoro de tu tránsito, Fernando.
Lorena Huitrón Vázquez (1982) nació en Xalapa, Veracruz, México. Es poeta y traductora. Ha colaborado en distintas publicaciones en su país y en el extranjero. En el 2008 obtuvo el primer lugar en el XXIX concurso de poesía del Colegio Mayor Isabel de España en Madrid y en el 2009 fue becaria del Programa de Estímulos a la Creación Artística de Veracruz (PECADV) en su Décimo quinta edición.
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