Publicamos un fragmento de la novela de este escritor venezolano, merecedor de varios premios y reconocimientos nacionales.
Carlos Noguera
Los cristales de la noche.
Fragmento del capítulo IV.
(Ernesto, 1970)
Despertó con un sobresalto. El ruido grumoso de la avalancha continuaba en su oído, sólo que no había montañas ni despeñaderos ni cauces a su alrededor. La lluvia había cesado horas atrás pero el torrente había entrado junto a él en el sueño y todavía continuaba allí, mimado por el lecho de musgo, fluyendo como un manantial que, a despecho de su irrealidad, lo recubría con la humedad y el sonido acuático y el temor absurdo a rodar pendiente abajo hacia la espesura verde. ¿Se había dormido pensando en los días de la montaña?¿O se trataba de un efecto “residual” –se rió con esta palabra- de la conversación sobre la herida de la pierna y la operación y el peligro de la hemorragia que, tocaba madera, había sido conjurado a pesar de los contratiempos? La primera intervención, la que le practicaron en aquel pabellón improvisado en los alrededores de la ciudad del obelisco, había resultado oportuna, pero, por fuerza de las circunstancias, incompleta y, según los criterios posteriores, improvisada. A decir verdad, tendría que estar loco para atreverse a protestar: sin aquella pasada de cuchillo lo que le esperaba era la gangrena y el pasaje expreso al territorio del azufre; y si era por el médico, nada que agregar: imberbe, nervioso y desmañado, había hecho lo que estuvo en sus manos hacer. ¿Cómo se llamaba? Los compañeros de Cabudare le habían dado nombre, pero sin duda se trataba de un seudónimo. “El tobogán a la nada”: una expresión de Paldini que a él le había parecido de una cursilería ramplona.
Pero era cierto, aquel tipo sin nombre y con cara de cantante de rock, que se limitó a los monosílabos convencionales y apenas sonrió una vez durante el tiempo que duró la visita, actuó con el profesionalismo y la eficiencia que el caso y las circunstancias permitieron. El informe que rindió, preciso y sobre todo honesto, señalaba los detalles, las limitaciones y preveía la posibilidad -incluso la necesidad- de una segunda intervención.
El traslado a Caracas fue así la consecuencia natural del cuadro; y la nueva pasada de cuchillo, una inevitable molestia que la pierna requería, si deseaba evitar el bastón de por vida y mantener a punto el gambeteo de los viejos tiempos. Ésta había sido, palabra más, palabra menos, la promesa del traumatólogo, un tipo de una experiencia milenaria, amigo de la causa y de Paldini. Pero el pronóstico, tranquilizador como había sido, no abolía por decreto la vivencia del trauma ni el bisturí ni los tubos ni, maldita sea, todo ese glu-glú formolizado de los pabellones y los cuartos clínicos. Aquello se abría su espacio en la memoria y sentaba cobijo y permanencia. Así, el hecho de que la avalancha húmeda que rodeara el accidente -e incluso el borboteo temido e imaginario, pero no por ello olvidado, de la gran hemorragia que por fortuna no llegó a ocurrir – pasara al sueño casi sin alteraciones en su forma -acuosa, torrencial, rugiente como su modelo- sólo podía llamar a la verificación, nunca al asombro.
Miró hacia la mesa de noche: el bolígrafo que Paldini y Silvia, la mujer de Paldini, le obsequiaran para festejar el regreso al pleno dominio de sus capacidades, caballo, que no eran muchas, habían bromeado ambos, ese bolígrafo, junto con la libreta que lo acompañaba, había desaparecido. El ruido sordo de un motor que estallaba afuera –quizás la bomba de agua o la cortadora de grama- lo expulsó del aluvión del sueño y lo obligó a mirar hacia la ventana. A través del trapecio oblicuo en el que la ventana se transformaba vista desde la perspectiva de la cama, la mañana se le revelaba como un prodigio azul, cortado por el tajo esmeralda, brusco, de las colinas.
¡El contraste entre el diluvio que lo había hostigado desde la pesadilla a la que ahora abandonaba y el espléndido día que lo recibía, resultaba tan placentero que no vaciló en sobreponerse a las molestias de la maniobra a fin de garantizarse la posición –el peso del cuerpo apoyado sobre el costado izquierdo, la cabeza reposando en la almohada, ligeramente inclinada hacia atrás- que le proporcionaba el mejor punto para la observación y, por tanto, para el goce! Le fascinaban estas mañanas doradas en las que el sol caribeño, todavía oblicuo, bañaba casas y árboles con el polvo naranja cribado por las corrientes de aire frío que soplaban desde el amanecer.
De la lluvia nocturna –la soñada y la real- no quedaban restos, y la ciudad visible, la que le llegaba a través del trapecio achatado de la ventana, se presentaba con el rostro de un mundo seco y transparente que recién ahora comenzaba a desperezarse.
También aquello lo había aprendido en la montaña. Tendido en la hamaca, la respiración del musgo y el golpeteo de la lluvia sobre el plástico transparente que le servía de tienda lo mantenía suspendido en el limbo espeso, con un ojo semiabierto sobre el grupo de compañeros que pendulaban aquí y allá en el campamento y que ahora ingresaban en el mismo lento carrusel desde el cual bramaban los bejucos y los helechos y las culebras ocultas y el cielo espeso del follaje, y el otro semicerrado sobre los remotos días de la ciudad y sobre la piel de las muchachas, ahora ausentes y lejanas que, sin embargo, dormían y bailaban y reían a su lado. Allí, sin duda, había empezado a odiar aquellos aguaceros del trópico, gruesos y sin límite, bajo cuya tela la montaña se convertía en aquel laberinto sombrío, apenas interrumpido por minúsculos diamantes de color que desaparecían en el mismo momento en que él comenzaba a dejarse enceguecer por ellos (y a los cuales sólo la memoria por venir sería capaz de reinstalar en su exacto dibujo).
Ahora aquellos días le parecían vividos por un cuerpo del cual él provenía en virtud de un proceso de metamorfosis que sólo en parte accedía a trasmitirle su materia y su memoria. Una fisura que era un asunto no de ideas, sino de vida. Las ideas, los valores, la locura utópica estaban allí, qué duda quedaba, pero a las espuelas había que buscarlas más abajo, en la caja de los líquidos y las viseras y el borboteo más elemental de vida, antes que en la sesera. Ahora sabía –creía saber- que era allí, a ras de palpitación, donde el cuerpo debía hacer pie para iniciar el salto, cualquiera que fuese el sitio al que se quisiera saltar. Y sin embargo, ida por vuelta, aquélla parecía ser la marcha cojitranca, el pie de barro, se oía decir, aquel voluntarismo irreflexivo, aquella impulsividad desnuda. ¡Toda una generación de impulsivos desnudos! No uno, ni mil. ¡Toda una generación! Y luego el regreso y los comentarios. La pierna rota, las congratulaciones y los consejos. Un milagro que regresaras con vida, llave, los revisteros de cuaderno. Y la tenue piedad de las tías. Aquello era obra de la virgen de Coromoto. Era la Coromoto la que te había regresado con vida, mijo, tía Josefina, apenas seis semanas atrás, la visita ritual de recién llegado al único pariente que se hallaba en el secreto. Cada seis meses a Guanare, al santuario, Ernestico, a rendirle el vía crucis a la bienaventurada, por ti, lo supieras, sinvergüenzón, pero todo con gusto y entrega para que la patrona le prestara oídos, mijo ¡Y le había prestado oídos! ¿No estabas allí, acaso? ¿Acaso no habías regresado entero? Bueno, estaba lo de la pierna, era verdad; pero tú, tranquilo, con un rosario… y esa segunda operación que decías, ibas a quedar como nuevo, Ernestico, mijo, te lo podría jurar ella. Aquélla era tía. Un amor con sahumerio de velitas y naftalina y crespones de viernes santo: lo que a Dios le pedía era estar viva para verte, a Dios y a la patrona. Aquello había sido apenas cuatro semanas atrás. ¿Y luego? Tumulito en el pueblo, macetero de ixoras, lápida de mármol veteado y un copón con bajorrelieves. ¡Mierda! Un infarto, un choque masivo, había dicho el cardiólogo, no había sufrido la pobre.
Y él, acostumbrado al dolor y a la muerte como había estado en aquellos años (¿pero se acostumbraba uno de verdad?), lloró la desaparición de aquella figura cálida de su infancia que le había permitido crecer sin miedos en un mundo donde pájaros y vacas se movían sin moverse, suspendidos y aéreos, y donde las cosas más que cosas parecían recuerdos de cosas. ¿De qué podían estar hechos los seres de esa especie en extinción? Cuando era niño, recuerda, no le resultaba difícil pensar que tía Josefina sería eterna: la visión de un mundo sin ella cobraba la vigencia de un escándalo. ¿Y que había dicho Arturo cuando la conoció? Si todos fueran como tu tía, no haría falta la revolución. Eso había dicho Arturo. Y luego había escrito aquel relato, ¿cómo lo llamó?, ¿”El baúl oscuro”? ¿”La habitación ciega”? Una narración donde los personajes apenas hablaban, espléndida, apretada de referencias simbólicas, críptica, como casi todas las páginas de El Seminarista. Un homenaje a tu tía, había dicho. Ahora, de la misma manera como el tiempo reduce las cosas y los sabores de la infancia, esta muerte en la vejez deformaba el tiempo en la memoria, aproximando o distorsionando rostros, lugares o circunstancias según el orden desordenado del delirio.
¿Se trataba acaso de la fiebre? ¿Era un desvarío febril el que le hacía sentir que no estaba regresando de la montaña sino partiendo hacia ella? Retiró la mirada del trapecio azul y extendió el brazo hacia el espacio que separaba la cama de la mesa de noche: allí pero allá, en un recodo de la pared y del pasado, con toda impunidad su propia cara, sonriente, saludaba el adiós de los que se quedaban, con una gorra de béisbol por tocado. Y entonces alguien, tal vez Clarita, le había empurrado la jarra de cerveza y ¡no acabaras con la caña, novelista, para esa tarea se bastaban ellos!, gritaban los poetas, los que habían preferido quedarse de este lado, en la ciudad, por fastidio, por pereza, por nudos de costumbres, porque la noche loca podía ser tan definitiva y amorosa y visceral como la guerra loca por la que usted nos dejaba, compañero, aquella madrugada en este mismo sitio, donde Paldini, pero allí se quedaban ellos como base de apoyo, decía Lidio, decían algunos para brindar por usted, decían otros, para alabarte si te iba bien y bajabas con las banderolas de la revolución en alto, canciones y globos y puños alzados por las calles, el Che entrando en Santa Clara se iba a quedar pendejo, o para olvidar y restañar si te tocaba volver dejando pelos y aperos en la montaña.
Donde Paldini, sí, aquí mismo habían circulado aquellas promesas. Chaíto, viejo, a la sierra, fusil terciado ¡y una despedida con caña! ¿Se preveía este desmadre en algún manual? No, el frenesí era imprevisible, también aquél… también el suyo. El chiflado de Arturo, recordando liturgias pasadas, impartiéndole su bendición, y Clarita protestando y gruñendo que le dieran podio, insensatos, que le dieran plaza para el adiós de la palabra, pero Arístides, casi un niño a la sazón, ya usurpaba la escena prometiendo escribir el gran poema épico de la revolución, ¿y quién sería el bardo, el trovador, el aeda ciego?, yo, por supuesto, yo mismo, intérprete versiculado –aquí se oían abucheos y pitas que el orador se permitía desatender- de las palpitaciones, de los aullidos viscerales del pueblo, y entonces elevaba el tarro, espuma y cerveza rodándole brazo abajo; pero entonces Clarita, acaso en represalia por el desplazamiento de que había sido objeto por parte del poeta-niño, secándose el sudor que le adhería la pollina a la frente, calzándose de nuevo las sandalias que habían escapado en el intento de subir al podio improvisado –en verdad un escabel desechado por el uso, recubierto por un trapo astroso que bien podía ser la moqueta de Groucho, el perro de Paldini-, viene y la toma por proclamar que allí, a quien en primer lugar le correspondía la prioridad de la historia, cámaras, era a este loco maravilloso que arrancaba, a Ernesto, un privilegio que se había ganado a punta de pellejo jugado, compañeros, o lo que era lo mismo, que se estaba ganando a punta de decisión de jugárselo. Él, entonces, ahora recordaba, había mirado a Arturo y encogido los hombros y lanzado un guiño a Arístides y besado a Clarita que ya empezaba a moquear de nuevo, aquella historia, si la había, pertenecía a todos, a ti, Clarita, a Arturo, a Moralitos, a nuestro rimbaudito tropical aquí, a El Indio que no nos acompañaba justo porque anda partiéndose el espinazo en otra trinchera, a ustedes y a todos los ausentes , una cursilería necesaria, pensó ahora y ya olvidaba, sí, porque la mezcla insidiosa de la alegre tristeza de aquella despedida de entonces con la penuria física de ahora, se apoyaban mutuamente para enmudecerle.
Carlos Noguera (Tinaquillo, Venezuela, 28-10-1943). Escritor y psicólogo. Ha sido profesor de pregrado y postgrado en la Universidad Central de Venezuela. En la actualidad se desempeña como presidente de Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A., dicta talleres de expresión literaria y colabora con diversas publicaciones periódicas. Su obra ha merecido diversas distinciones, entre otras: Premio Internacional Monte Ávila de Novela (1971), finalista en dos ocasiones en el Premio Internacional Rómulo Gallegos (1995, 2007), Premio Nacional de Literatura (otorgado en 2004).
Ha publicado: Juegos bajo la luna, novela (Caracas, Monte Ávila, 1994), La flor escrita, (Caracas, Monte Ávila, 2003), Los cristales de la noche, (Caracas, Alfaguara, 2005), Crónica de los Fuegos Celestes(Fondo Cultural del Alba, 2010).