El Festival de Poesía de Bogotá cumple 20 años
José Ángel Leyva
Cuando un poeta decide que la poesía de los otros es más importante que su obra, corre el riesgo de encontrarse en el ego de los demás a expensas del descuido de su propia obra. Es, por una parte, un acto de generosidad y de lucha por llevar como Sísifo la piedra colectiva a la cima de los deseos propios y ajenos.
Puede también ser en principio un acto de resistencia y de inconformidad ante la inmovilidad cultural o el dominio del desastre; luego convertirse en una especie de penitencia que se paga por culpas infundadas. Puede también sospecharse de un activismo amoroso, un sacrificio ciudadano o simplemente una forma de vida. Pero lo más difícil de creer es la versión de que los poetas organizadores de Festivales, de encuentros de pequeñas editoriales dedicadas a la difusión de la poesía, no de la propia, sino de la ajena, tengan en las manos un gran negocio.
Cuando escribo estas líneas pienso en algunos nombres que se me vienen a la cabeza por su entrega y dedicación a hacer notar la gloria de los autores queridos, y muchas veces ignorados. En México veo las figuras de Sergio Mondragón y Margaret Randall en su Corno emplumado, Thelma Nava y Efraín Huerta con su Pájaro Cascabel, José de Jesús Sampedro y su Dos Filos, Eduardo Mosches y su Blanco Móvil, Marco Antonio Campos y su “Poetas del Mundo Latino”, y en Colombia a Rafael del Castillo con su Festival Internacional de Poesía de Bogotá y su Ulrika, a Fernando Rendón y su equipo con el Festival de Poesía de Medellín, a Uberto Stabile con su Festival Edita en España. Son numerosos los casos, pero me remito a algunos cercanos a mi propia geografía y mi territorio afectivo.
Rafael del Castillo es un caso especial. Casi nadie conoce su poesía pero todos saben de su labor como gestor cultural y al frente de este Festival de Poesía de Bogotá, que ahora mismo celebra sus 20 años de existencia, de resistencia. En México publicamos una antología personal suya en Alforja Ediciones: Aires Viciados (Antología personal 1981-2006). La publicamos no porque sea el director de un festival o de una revista, sino porque es un poeta que merece ser leído, difundido, reconocido. Su obra es breve, cierto, pero responde a la respiración, al aliento de un poeta de instinto, de un hacedor de palabras que inventa que ha escuchado en algún sitio del delirio su propia voz, noticias de lecturas, de referencias a su obra y a su vida que le parecen tan pobres y tan grises. “¿Quién me podría haber dicho que alguien iba a llorar por mí / recorriendo las calles de Berlín Oriental? / Por mí / que a duras penas mascullo el idioma de los viejos y acaso solo sea / este puñado de versos / esta conversación en español con los últimos pasajeros del café…” Esa es la voz de Rafael del Castillo. Esa voz que se esconde en cada edición del Festival para dejar que la de otros crezca y se imponga, esa voz que se embriaga con todo para mantenerse a la sombra y padecer él solo los efectos duros de esa ingrata labor de tocar puertas y hacer largas antesalas para solicitar apoyos, para tragarse la vergüenza propia y la arrogancia del burócrata. El poeta que celebra a 20 poetas en dos decenios, que nos dice, miren, escuchen a estos que son los de primera fila en la lírica colombiana. Y quizás no sean todos los que deben estar, pero sí muchos de los que merecen estar.
Y en esta antología que reúne a sus 20 poetas homenajeados, Rafael del Castillo, sin abstraer el nombre propio en el de una corporación Ulrika o en el del Festival Internacional de Poesía de Bogotá, le hace justicia a otra poeta que, como él, pero no como él, se mantuvo al margen de los homenajes al sentirse juez y parte, cómplice y crítica del festival desde su posición como directora de Casa de Poesía Silva. María Mercedes Carranza, por justicia a su pudor y su ética, pero sobre todo por su valor como poeta, ha sido incluida en esta veintena de autores reunidos en la antología que publica el Instituto Caro y Cuervo. Una antología que no pretende serlo y lo es, aunque su decantación sea pausada y lenta, coyuntural y en perspectiva. Una muestra de la andadura de un festival, de sus distintas etapas, de su crecimiento y desarrollo al compás de sus elecciones afectivas y efectivas, de sus vínculos y rupturas con poetas de distinta factura y personalidad, con diversas filias y fobias, con sus inevitables mutaciones o lealtades. Una antología que responde a un festival y sus conveniencias y no tanto a un espíritu crítico o académico, pero al fin y al cabo una selección de la lírica nacional que nos ofrece una posibilidad más de aproximación y discernimiento de la realidad.
Por Rafael del Castillo fui a Colombia y conocí a María Mercedes Carranza. Fui testigo de su defensa de la poesía como instrumento de paz y de cordura, cuando, oh paradoja, la poesía demanda un ejercicio de locura y desenfreno para abrir puertas que dan hacia ningún lado. La vi y escuché resuelta a liberar los demonios de la pasión en defensa de los Alzados en Almas, de los lectores y poetas de Casa de Poesía Silva, un emblema de la tenacidad colombiana por imponerse a la violencia y la vorágine destructiva. La timidez de Rafael contrastaba con aquel torbellino que luego dulcificaba la voz para darle a uno la sonrisa anfitriona: “Bienvenido, poeta, esta es su casa”. Tiempos difíciles cuando se inicia un proyecto comunitario y el escepticismo, la indiferencia y los malos deseos pavimentan los primeros metros del camino, pero más difíciles aún cuando el horror y el sufrimiento de la guerra interna nos condenan. Esos eran los años cuando Colombia era un país estigmatizado, cuando ser colombiano era sinónimo de muerte y de peligro. Nada fácil hacer cultura en un territorio minado por el miedo, nada promisorio emprender proyectos de poesía en donde las palabras estallan en mentiras, en consignas que huelen a pólvora y a desesperanza. Por Rafael conocí un país que poco a poco asoma la cabeza y se levanta con dignidad de su pasado. Por él hice amigos que me enseñan la utilidad de amar la poesía más allá de uno mismo, más allá del reflejo de la imagen propia, la poesía a secas, la poesía de los poetas.
Veinte años de perseverar en la construcción de una aparato ciudadano, no institucional, de erigir una galería de presencias y de ausencias para abonar la cultura de su país…, tiene sentido. Rafael del Castillo no es uno de sus poetas homenajeados, es simplemente el dispensador, el obrero y el arquitecto al que le va la vida en ello. Rafael me enseña y nos enseña, como María Mercedes Carranza, que la poesía con toda su apariencia de gratuidad y de inutilidad, puede ser el conjuro que le dé un vuelco a las sombras y haga aparecer la sensatez y el nombre, la imaginación y la verdad, la compasión y el tiempo. Espero, con el mismo fervor que ellos, los colombianos, que en este México secuestrado por el crimen y la demencia, la palabra pueda también dar paso a la conciencia y a la dignidad ciudadana, a un tiempo de paz, donde la cultura valga más que el gozo efímero del tener sin ser.
Felicidades, Rafael, felicidades poetas celebrados a lo largo de estos 20 años de encuentros en la poesía.