Consternado, Alfredo Fressia, nos da la noticia del deceso de su amigo y compatriota Meretta apenas hace unos días antes de cerrar este número de La Otra-gaceta.
Una despedida para Jorge Meretta
UN VIAJE DESDE LOS ANCESTROS
JORGE MERETTA nació en Montevideo en 1940. Acaba de morir en su ciudad, en este gélido mes de julio del hemisferio sur. El itinerario poético de Meretta se había iniciado en 1965 con La isla (es lo que le gustaba decir, por más que hubiera alguna publicación previa). En todo caso, más de 40 años y una treintena de libros y plaquettes después, el título de aquella primera publicación adquiere una significación emblemática. Efectivamente, el poeta construyó una obra cuya escenografía es reiteradamente Montevideo y su mar, pero cuyo verdadero locus es la soledad, como si la voz poética fuera ajena a los avatares existenciales del hombre, el ciudadano Meretta (y por cierto, el cirujano dentista, que ese es su ganapán). En esa “isla”, el cuerpo físico es un motivo recurrente, lugar del dolor y de una imposible y buscada plenitud. El amor y el erotismo decididamente no rescatan, en esta obra, al cuerpo de su soledad (“No sé qué hacer con tus pechos/ no sé qué hacen tus pechos contigo”, “No sé”, de El casco y la espada). Más bien, algunos de sus libros avizoraban una salida en el reencuentro con los ancestros y su memoria (Todo el adiós, 1992, Laberinto clave 1993, Escrito en casa, 1995). Es lo que los poemas de esta página parecen demostrar.
I
La abuela husmeaba el negro entre sus trapos
y cortaba cebollas y lloraba
a solas desde antes de nacer
con un llanto que aún vive en la cocina.
Curvada como un pájaro con sueño
sobre una vieja tabla a tumbos sigue
entre sus tercas grietas repartiendo
el mismo golpe, un solo llanto, un hueco.
Ella está allí y no la vemos; ella
se ha ido y vuelve siempre cuando el viento
corta oscuras cebollas desde el cielo
sobre la dura tabla de la tierra.
Y si hacemos silencio la escuchamos.
Y nos quedamos a llorar con ella.
II
El abuelo volaba en su paraguas
y la lluvia golpeaba en los oídos
el derrumbe del cielo. Y sonreía.
Nunca dejó que nadie le llevara
su compañero en tantas tempestades;
y lo volvía siempre a su rincón
goteando sucia nube hasta secarlo.
El abuelo hoy se ha ido y ya no vuelve.
Pero el paraguas sigue en aquel patio
y hay que dejarlo allí porque es posible
que regrese un invierno y ya no tenga
con qué cubrir su sombra y llueva siempre;
debe seguir allí donde reposa
en un rincón aunque no espere a nadie
con sus alas plegadas navegando
cisne de luto el polvo de la tarde.
III
Allí estaba el ropero, erguido, altísimo,
donde mi dulce tía aseguraba
con una sola llave su secreto.
Yo era un niño soñando aquel tesoro
escondido en la cueva de su cuarto,
pero la llave siempre estaba alerta
colgada de un cuello, lejanísima.
Ella vagaba a tientas con un peine
como una triste cítara quebrada
con que arrancaba roncas melodías
de sus blancos cabellos marchitados.
Y la llave seguía allí, distante
en su péndulo eterno sin que nada
pudiera detenerlo. Hasta que un día
olvidó en la cocina el desayuno
cansada de alisarse los cabellos
hasta cerrar los ojos para siempre.
Y pude entrar al cuarto: los retratos
velaban en repisas y paredes
aquel negro ropero abandonado.
Nada faltaba en perchas y cajones
que repartir entre sus pobres deudos.
Y cada uno al fin tuvo lo suyo:
sus achaques, su voz, su tos. Y el peine.
IV
Mi tío bebe en un salón vacío.
Detrás del humo de un cigarro brilla
la mariposa de su copa en vilo;
gira y de pronto tiembla hasta posarse
un instante en sus labios. Y regresa
a la promesa de un gastado vuelo.
Mi tío bebe en un salón sin nadie
mirándose a las manos fijamente
para saber que existe: allí está él
de su silla a su copa, al rostro único
que un reloj le devuelve a cada instante.
Un hombre bebe, bebe, está bebiéndose
a lentos y profundos sorbos. Todo
cae en su río, sigue en su corriente,
porque la sed no cede y es temprano
para que duerma y se vacíe el mundo.
AÚN
Aún sigo sin nacer y estoy desnudo.
Nada me arropa, nada, si recuerdo
los trazos de mis pies en las paredes
del vientre de mi madre. Y está oscuro.
Quiero saber qué dije: deletreo
mis primeros bostezos pero es tarde
para quedarme así porque me esperan
los que ya me conocen por mi nombre.
Sé que debo salir, irme de siempre,
irme de mí, dejarme y olvidarme;
pero empujo y no escapo de mi encierro,
de este vientre de cielo derrumbado
de tierra que me alza y me sepulta.
Aún sigo sin morir porque me nazco.
Aún sigo sin nacer porque estoy muerto.