¿Somos memoria o qué?

leyvaA Juan Gelman por su premio Bellas Artes de México
José Ángel Leyva

En las montañas de Cantabria, Vera Cruz Fernández de la Reguera y Ramón Sáiz Viadero convocan a un grupo de contertulias poetas, escritoras y artistas. Vera obsequia a la visitas con recetas de alta cocina; Begoña, mi compañera, y yo fuimos privilegiados con tales virtudes.

contertulios

Más allá de los sabores y los recuerdos placenteros de su gastronomía, me asalta el deseo de compartir la inquietud por el tema de la conversación que animó nuestra visita a Penilla de Toranzo: la memoria como reconocimiento del otro en el espejo de sí mismo.

Quizás la impresión que causan las pinturas rupestres de las Cuevas del Castillo o de Las Monedas que datan de 12 mil a 40 mil años, y la paciente formación de estalactitas que son una alucinante arquitectura de catedrales gaudianas y edificios modernistas tan frágiles al turismo y la proximidad del tráfago civilizatorio, imprimen en el ánimo una perspectiva sobredimensionada de la historia humana, que se achica ante la idea de la edad geológica. Si Picasso reconoció ante las pinturas prehistóricas de Altamira que el arte moderno se había hecho ya hace miles de años, uno se pregunta ¿qué ha cambiado en el hombre desde entonces? ¿Qué nos diferencia del asombro de esos seres que plasmaban escenas de cacería, del cielo, de su paso por la vida, de sus interrogantes sin respuesta? La historia se repite, como afirmaba Carlos Marx, unas veces como drama y otras como comedia. El hombre, actor de su propio libreto, comete los mismos errores sin pudor y sin la dignidad del animal que aprende a no tropezarse con la misma piedra. En ese sentido no queda más que acogerse a la fronda del árbol escéptico o pesimista de Cioran.

Cuevas de Las Monedas en el Monte del Castillo

Ramón Sáiz Viadero  comparte algunos de sus hallazgos, de las investigaciones que ha realizado sobre el exilio español, primero en México y después en Chile. No sólo perdió España más de un millón de personas en esa conflagración militar y política, sino decenas de miles de hombres y mujeres ligados a la cultura, la educación, la ciencia. México y Chile fueron beneficiados por esa inyección de inteligencia y sensibilidad que fundó numerosas instituciones que hoy son parte del orgullo nacional. No obstante, en Chile la dictadura militar cancelaría la lucha democrática y empujaría a muchos hijos del exilio español al destierro que ya habían vivido sus padres, y en numerosos casos, volver paradójicamente al país de sus ancestros como acción no de visita sino de sobrevivencia.

España es una de las naciones que ha experimentado una de las mayores transformaciones sociales con su transición política, administrativa, económica y cultural; por supuesto, con su inclusión en la Unión Europea y su arrastre al primer mundo. El cambio cualitativo es colosal. Sus efectos en diversos campos son evidentes. Incluso en la talla de las nuevas generaciones que se han vuelto más competitivas y exitosas en los deportes.

Ante la crisis económica y las posiciones claras de la derecha uno se pregunta, en el fondo ¿cuánto ha cambiado esa España de charanga y pandereta, esa España de los dos Españas? Esa España que olvida su pasado franquista, su expulsión de mano de obra por el mundo a causa de la pobreza interna, de su atraso científico tecnológico, sus millones de migrantes buscando oportunidades de sobrevivencia en Europa y América, sus hijos y nietos productos del mestizaje con los viejos descendientes de la colonización y el vasallaje, herederos de una misma lengua que nos identifica al tiempo que nos diferencia por sus usos dialectales, por su enorme fuerza literaria, por su empuje cultural dentro de la diversidad étnica que la constituye. ¿Qué ha cambiado en una España que culpa a los migrantes de sus debilidades y su dispendio, de sus malas administraciones, cuando ha sido justamente esa mano de obra barata la que ha contribuido a su riqueza, al progreso? Como lo hicieron los españoles que asumieron los trabajos que lo ciudadanos de los países industrializados rechazaban. Hay una España que olvida y otra que exige la recuperación de la memoria, una que busca la andadura de sus hombres y otra que intenta borrarla o deformarla. No sólo es el dolor, sino los errores y los horrores, parte de esa incapacidad para ver y aceptar la realidad. Como Edipo, preferimos sacarnos los ojos para no ver la verdad; nos ciega el miedo. El egoísmo, la arrogancia, y lo que es peor aún, la banalización de la historia rigen esos pasos hacia el horizonte de la “civilización”, de las nuevas generaciones.

Nieves Ávarez Martín, una de las escritoras asistentes a la tertulia en Penilla de Toranzo, narraba el descubrimiento del drama de su padre, quien había pasado largos periodos en campos de concentración. Ella, mujer de letras y académica, no sabía de la existencia de tales centros en España y menos que su padre los hubiese padecido. El silencio en torno al tema representaba el “olvido” de esa experiencia traumática y la ignorancia de sus hijos. Ella, Nieves, y sus hermanos habían sido gestados en las breves visitas conyugales tras largas y penosas ausencias, combates, aislamientos y fugas de dichos campos de concentración. Para Nieves, la omisión de la historia, de la verdad de los acontecimientos es la negación de un derecho al conocimiento de sí mismo, de su pasado para entender no sólo el presente sino el mañana, para impedir que vuelvan a repetirse los mismos errores.

La ignorancia es fuente de trivialidad y de enajenación con la que suelen gobernar los medios masivos de comunicación, en particular la televisión. En España, como en México, pero más en éste, es recurrente la actuación de los conductores y los locutores como inquisidores y jueces, como pedagogos y sabios, como pontífices de la chabacanería y el mal gusto, o como diseñadores de gobernantes y personajes que se convierten en modelos de conducta y de moral. Basta ver los gestos y las bravuconerías de un Ciro Gómez Leyva, la intolerancia de sus expresiones cuando se refiere a López Obrador; no puede ocultar su animadversión hacia el político. El periodismo no puede ser un instrumento de control de las ideas, de la verdad, herramienta para satanizar y estigmatizar, para manipular o reducir conciencias a una sola opinión o forma de interpretar el mundo; el periodismo o está comprometido con la verdad o no es periodismo, es cualquier cosa, menos eso.

La recuperación y el cultivo de la memoria es indispensable para no perder la noción de realidad, para visualizar el porvenir sin dejar de reconocer las limitaciones y alcances, los orígenes y los parentescos, las raíces y los frutos de una diversidad que nos hace únicos e inmensamente ricos, culturalmente hablando. México, América Latina, tienen mucho que aprender en ese terreno, no puede haber transiciones políticas y culturales si antes no se revisan con valentía y decisión las causales de la pobreza, el crimen, el analfabetismo, la inseguridad, la inequidad. Estados Unidos no es un buen socio ni buen vecino, sino un sistema dominante y predador al que no podemos culpar de todos nuestros males. El problema en gran medida está en nosotros.

El ejemplo del poeta  Juan Gelman como defensor de la memoria, de la voluntad de búsqueda y de exigencia de la verdad es insustituible y oportuno en una conversación donde la indignación por la crisis, la corrupción, la amnesia histórica forma parte de los intereses literarios e intelectuales. El de Gelman no es sólo un ejemplo de coherencia por la recuperación de su nieta Macarena, regalada a militares tras el asesinato de su nuera y su hijo, sino por la determinación de exhibir la verdad para hacer justicia sin prescripciones ni caducidades. Siempre traeré a colación la respuesta de Gelman cuando le pregunté si nunca pensó en abandonar su lucha por la recuperación de algo que se antojaba imposible: “No se puede dejar descansar a la memoria, no se puede uno arrellanar en la comodidad del olvido, porque el hombre ¿es memoria o qué?

Vuelven a mi mente, ahora que tecleo desde Santoña y Bilbao estas líneas, las imágenes de las pinturas rupestres de El Castillo, las formas geológicas de la cueva de Las Monedas en Cantabria  y pienso en la intención de esos grupos humanos, de esos individuos que dejaron su testimonio, sus huellas, sus mensajes en los muros oscuros de las grutas para hacernos sentir no sólo la brevedad de la vida, de sus vidas, para dejar la marca de su tránsito y perdurar en la memoria de las piedras, de quienes reconocemos esa luz humana que nos toca y nos despierta a la mitad del sueño. La realidad, como dijera Lacán, es insoportable por definición, pero necesaria, pues sólo a través del conocimiento de ésta, del hallazgo de esa historia desconocida o desdeñada es como podemos descubrir la proximidad del abismo. Las sociedades de memoria débil no pueden evitar repetir la misma tragedia, su destino es predecible.

En México es urgente una Comisión de la Verdad que nos confronte con las causas de este genocidio que ha costado más de 60 mil vidas en apenas seis años y con la demanda de millones de personas que han votado no a un candidato de la izquierda sino a un cambio, que han ejercido el sufragio conscientes de que memoria es cambio, tránsito permanente, creatividad y convivencia.  El retorno del PRI es el elevado costo de la desmemoria y el agravio. Pero la lucha no está perdida: La impunidad, la corrupción, la injusticia, la desigualdad, no pueden ser las vencedoras.

En España es también urgente la recuperación de la memoria, la indignación ante frases y actitudes que ofenden la inteligencia y la democracia. Qué otra cosa trasluce la expresión de la diputada Andrea Fabra, del Partido Popular, ante la imposición de medidas económicas que habrán de pagar todos pero que habrán de sufrir más los que menos tienen: “Que se jodan.” Tampoco lo es el famoso “¿Y por qué no te callas? Que tan gracioso suena a quienes subestiman a América Latina y no sólo a Chávez.

 

 

Un comentario

  1. Carmen Martínez Diez