Poemas.
Selección La Otra
Del poemario La blanca espera del tren (de próxima aparición en Editorial Foc,2012, Barcelona).
V
El pan va y viene
en la boca del pez,
un pececito azul de tonos finos
que se mueve, errático, sin miedo al mar.
Lo atrapé frente a la casa, cuando caminaba a la esquina
de mi calle, terreno inexplorado,
no descubierto.
El pez tiene sed, una sed iracunda,
la voz del hambre que comparte con los perros.
El gato lo observa como a un televisor.
Yo soy el pececito azul de la calle prohibida
aunque no quiero perderme entre las aguas,
aunque no tengo tanta hambre como otros peces
de la ciudad.
Soy el pez en la pecera de mi casa de cristal,
y mi padre me regaña
cuando dibujo en las paredes.
Sólo veo hacia afuera, hacia la acera en donde los gatos vecinos
me ven con ganas de darme manotazos,
atraparme con sus garras,
alimentarse,
y seguir jugando a las escondidas.
Un dos tres por mí,
y por todos mis amigos.
VI
Fuiste el viento que tocó a mi puerta,
te escondiste detrás de la ventana
cuando yo veía las partículas de polvo.
La barda del patio, los brazos del desierto,
uñas llenas de tierra que quieren encontrarte.
Fuiste prueba de vida, pequeñez y sombra;
fuiste viento revoloteado por alas taciturnas,
concha nácar crepuscular en el invierno,
tonos verdes y rosas que parecían cascos de guerra.
Todo en la batalla, todo en ti,
para que nunca me hablaras, mi chicharra,
con tu voz diminuta de fantasma.
X
Mi padre, Renato Ríos Figueroa,
audaz y arrebiatado,
dice que nací en una bicicleta,
pedaleándole al infierno
con la boca.
Ya en el cunero,
hacienda efímera de mis caudales,
recorría con las piernas avenidas,
calles inmensas y pequeñas
como plátanos y flores
infantiles.
Y seguí.
Pedaleando.
Seguí en las veredas montañosas;
coloqué la sangre y las rodillas en piedras afiladas
entre ocasos y amaneceres.
Seguí subiendo las cuestas adolescentes,
cayendo en desgracia con el placer masturbador.
Hasta que me di cuenta,
tarde,
blanco de ceniza el paladar,
que las veredas sanguíneas del tiempo
se fugaban,
marchitaban las arrugas paternales,
preocupaban los adentros y los bajos,
rebotaban en la triste y siempre sola
cadencia.
Porque mi padre, Renato del Sol,
no podía soportar la idea
del pobre Bruno atropellado
por las bestias.
XI
Y, de pronto, termina la frase;
de pronto de pronto de pronto,
quemaduras en la tierra que se pega a las plantas de los pies,
un calor quemazón, calor de pérdida.
Luna se había muerto.
Yo en la secundaria.
Luna se había abandonado en el camino estrecho
que lleva al Pitic,
al cruce inevitable de los ríos.
Luna ladraba pero no mordía,
no mordía ni inventaba sílabas terrestres;
sonreía con su historia,
como el alma de Abigael Poeta.
Y ahí aprendí a querer a los perros,
aprendí el sentimiento maternal de ser uno y otro,
de no tener tapujos.
Aprendí que las nalgadas no sirven y que la vida
se resume en un soplido manso de ternura,
el suspiro ciego del abismo.
Luna dolía,
dolía con su espectro anochecido,
por ser el siempre reflejo oscuro en el mar de mis silencios,
dolía porque dolía,
su ausencia y las mañanas solo,
los llantos entrecruzados y el pobre de mi padre en sus lamentos.
Luna que no es luna nunca más,
quedó tendida en el asfalto,
como mi infancia ya perdida y escondida,
como el guerrero fiel del imperio perecido,
como la voz inquieta y magistral de mi pasado.
Pero antes, cuando Luna se observaba,
podías verla, en ti, con esa obsesión de conocerse.
Luna que no es luna,
nunca más.
XII
A Abigael Bohórquez
Conocí a Abigael en el olor del alcohol y la menta,
viejito y maltrecho,
con una mirada en la cara del cielo,
y luego no lo conocí más.
Se extinguió junto con todas las luces,
yéndose a Caborca a cenar tierra
con los trogloditas.
No lo quisieron en el infierno,
ni en la capital ni en la provincia;
no lo quisieron en las presas sin agua,
ni en los saguaros políticos,
ni en el búnker abarrotado de ladrones.
Lo quisieron en la hoja y en la pluma de los animales pocos,
los descarriados y los libres.
Abigael, dulcísimo y triste,
habitaba en Poesida y en la idea sublime;
literaria;
navegaba palabras en Yoremito
y actuaba en los múltiples comienzos
amaneceres del teatro.
Se sabía noroestiado, mas no libre.
La boca le colgaba de no usarse,
pero la lengua le sabía al corazón del perro de su infancia.
Las manos arrugadas de papel,
recorrían recovecos condenables,
hombres plácidos que dormían en su cama,
que acariciaban sus manías y océanos
por el lado derecho de un oído que siempre se detiene.
Y callo.
Callo porque lo escucho hablar de mis pestañas,
lo escucho cuando leo sus poemas, claro y conciso.
Abigael, poeta como el trino,
habitaba ya en el piso de mármol negro,
piso que nadie limpia
con el aroma de las flores.
XXI
Qué cosas quedan
cuando soy lo que era antes
y soy lo que soy ahora,
pero llego ni a ser antes
ni a ser ahora.
XXII
Y me quedé solo.
El ataúd cubista que se cubre;
lloro en el Cáucaso y la vieja
ríe.
El rostro de Renato en la penumbra,
sueño irremediable como el que
se extingue.
Su boleto iba a Praga cuando
el rabillo del tren
vislumbró, a lo lejos,
el temblor y la borrasca
del abismo.
Renato se subió al vagón,
al que ninguno de nosotros subiremos.
Por eso supe que nada de él
existía, sino su sombra
cuando bajaba, solo como en vida,
al hoyo terrestre de una tierra que
tampoco, aunque diga en el papel,
me pertenece.
IV
He sido un niño silvestre,
cojo y turquesino.
He sido el niño de las pajas,
de los arbustos de romero,
el de los chiles valerosos,
el pastor,
Dios de los andamios estrellados,
ante una sola mujer que nada entiende,
que sabe que yo no entiendo nada,
aunque la voz se me ilumine con sólo pensarme malherido.
He sido el niño sin juguetes que ahora juega con pistolas;
el niño vacilante que explora los ombligos,
las axilas y las ingles,
las secreciones y los secretos,
los gansos y gallinas de los vientres.
He sido el niño viejo,
en el que siempre he querido convertirme.
VII
El fresco nocturno,
edad incierta de los otros,
cae de nubes inmóviles
sobre la terraza.
El mar allá, dormita;
fuga de la vista.
Y el whisky y el alcohol,
arremete contra toda soledad.
Ya no recuerdo las bocas
profanadas, el monaguillo
que fui con ataduras;
ya no recuerdo el sentido
de las manos, moradas por el golpe,
odio de los que no tenemos
nada.
¿Y para qué recordar los pocos tiempos
de una ternura incierta, cuando todos
se han muerto
menos yo?
VIII
Ya he visitado las tumbas,
ramos de odio en los floreros.
He platicado con mis muertos,
escuchado sus lamentos que no existen,
porque imagino sus lugares,
los círculos infernales que los rodean.
Ahí, en el fuego, está Sor Juana,
cantándole los versos al compadre,
allanándole el corrido a Chuy y Mauricio
por haberse sometido.
Ahí con Calígula y Batman,
asediado por el fuerte;
papas y clérigos que nunca
conocimos.
Ahí, yo, infierno en tierra,
me siento en el panteón
de los que ya no vieron
mis estigmas.
Bruno Ríos Martínez de Castro (Hermosillo, 1988)
Escritor, periodista de opinión y promotor cultural. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por el Tecnológico de Monterrey. Es autor del poemario Los últimos días (Hoyo Negro Editores, 2011), y La blanca espera del tren (Editorial FOC, 2012, Barcelona). Su obra ha sido publicada en diversas revistas y antologías en México, Estados Unidos, Perú, Argentina y España. Actualmente es candidato a Dr. en Literatura Hispánica por la Universidad de Houston, así como asistente de investigación en el Recovering the U.S. Hispanic Heritage Project. Reside en la ciudad de Houston, Texas.