Jesús Ramón Ibarra habla de la poesía de su paisano Frank Meza (Culiacán, Sinaloa, 1979) y apunta que su escritura acentúa “la abierta pugna que sostiene el mundo del deseo con la realidad de la experiencia”, según Hernán Bravo.
Memoria de Marzo, poesía del estremecimiento
Francisco Meza Sánchez, Memoria de Marzo, La Otra/ Universidad Autónoma de Sinaloa, 2012.
Jesús Ramón Ibarra
Nunca como hoy, creo, la poesía mexicana había planteado una serie de mecanismos y propósitos que dificultan su catalogación sustancial. Se mueve entre la institucionalización de la unidad formal y temática como criterio, la noción de lo propositivo como objeto de interés crítico, la demediación del discurso como signo de transgresión, la búsqueda de un metalenguaje que la inscriba en medios no convencionales de difusión literaria, la presunción de la eufonía como rasgo de un academicismo transitorio hacia otras búsquedas sonoras, la visión cool del mundo indígena como los remanentes de un exotismo postmoderno; la intervención, el happening, el performance, la improvisación colectiva, el juego, en fin, como los transmisores de una noción fragmentaria, aunque elocuente, de un mundo en caos.
Sin embargo, el lector, ese ser desarraigado que documenta su permanente ascenso y caída espiritual y moral en la voz de los otros, siempre termina por celebrar ese discurso poético que nace de la fractura. Esa propuesta que dimensiona la idea del poeta como el autor y el intérprete de esa herida profunda que late en cada uno de nosotros. Esta idea, sin duda, la ha dado el impulso escritural a Francisco Meza desde sus primeros poemas hasta el día de hoy.
“La escritura de un poema siempre es una violentación, un ajuste de cuentas…” escribe José Javier Villarreal en el sentido prólogo de Memoria de marzo, segundo libro formal de Francisco (curioso que el título de su primer libro, Bitácora y una día más, aluda también al hombre que se somete al inexpugnable paso del tiempo, aunque, a ambos lo rija más la memoria que desentierra manes profundos para irlos exhibiendo como las piezas de una batalla irremediablemente pérdida.)
Dividido en dos secciones, “El cercano dolor de lo remoto” y “Memoria de marzo”, el libro nos ofrece la posibilidad de enfrentar dos registros diferentes, dictados sobre temas profundamente humanos.
En el caso del primer apartado, tenemos al hombre frente al espectro de sus imposibilidades, la añoranza (memoria, al fin) de un amor permutable que dibuja múltiples escenarios íntimos, la cartografía familiar a través del entrañable retrato de la abuela, el deseo como la acentuación gozosa de un sentimiento asequible. Poeta de lo cotidiano amoroso, Francisco no banaliza su temática. Al contrario, su yo confesional transcribe la dolorosa interlocución con un universo que no le pertenece. Elude el coloquialismo y se atiene a la diafanidad de un discurso cuyos pilares son plenamente reconocibles: el hipérbaton, la reiteración obsesiva, la imagen en estado puro que se multiplica sin digresión, el símil como contrapeso de una abrumadora naturalidad imaginativa, son los recursos de un poeta de dimensiones clásicas. Es decir, un poeta sin refinamientos, sin artificios ornamentales, sin esa progresiva vocación experimental que rige a algún sector de nuestra joven lírica mexicana.
La segunda sección del libro, “Memoria de marzo”, narra el periplo de un personaje solitario, que se mueve entre sus pensamientos y un cuaderno de ruta íntima, a través de treinta poemas en una prosa decantada, serena, modulada en un dolor no ajeno al de la primera parte. “En Memoria de marzo”, sin embargo, el poeta amplía su rango temático: se solaza entre la burocratización de la vida doméstica, la institucionalidad de la incertidumbre, la voluntad redentora del hombre que se apega a sus horarios, pero también la noción primordial de la escritura como un mecanismo capaz de salvar al poeta de su maléfico entorno. Se trata del relato de un auto-aniquilamiento donde el telón de fondo es el cuarto, la oficina, la ventana. El testimonio de un náufrago. No dejé de pensar en libros como Mar de fondo o Cuaderno de Borneo, de Francisco Hernández, que rigen indudablemente la intensa escritura de este apartado.
Memoria de marzo, como libro, encarna dos rostros de una misma corriente de dolor. Entre el hombre urbano que somete sus juicios a las destructoras dentelladas de la urbe, al burócrata que se apiada de sí y va transcribiendo los detalles imperceptibles de una jornada en solitario, Memoria nos instala frente a un poeta maduro y que va dando cuenta de una noción cada vez más clara de lo que la poesía es para él. Se trata un libro que, sólo por esta raigambre, rompe con los propósitos de buena parte de la joven lírica que se escribe a lo largo y ancho del país.
Longitudes
El amor,
como los océanos,
deja desiertos en su retirada.
Uno anda con ardor ese extravío
donde los días muerden como perros
que desconocen a sus amos.
El dolor
es la liebre que mira
desde mi sombra.
Antes la alimenté
y protegí de todo felino;
ahora, con las vísceras al aire,
provoca tanta lástima,
tanta torpe ternura,
que hago un mausoleo
en la memoria
para dejarle flores
cada mañana.
Hoy medí la longitud que existe
entre una muchacha que te olvida
y la ropa sucia en el cuarto,
entre las tazas llenas de arena
y el rastro que en las horas
van dejando las liebres,
entre el desasosiego por limpiar tumbas
mientras el polvo sepulta la casa.
Una furia adormecida
Una bestia se cimbra en mi memoria,
una furia adormecida
tiembla entre mis labios
hasta formar una mueca
que parece sonrisa.
Soy un saco de costumbres,
y desde el fondo de la calle
el viento trae consigo
un sentimiento de despedida
mientras en mis dedos combaten
aquellas mariposas de palabras,
aquellas recorridas formas.
Esas voces
son un puño de tierra en los ojos,
un ardor de música en las costillas.
Y en este día sin mancha
soy un ciego
que se adivina en el espejo,
un individuo que siembra raíces
en urnas funerarias,
un hombre que hace barcos de papel
para sentir su zozobra
en la brevedad de un fósforo.
Y en este día sin mancha
donde cada segundo pesa,
soy el veterano que añora
el agua en las botas,
el vértigo de la trinchera
y la suciedad de habitaciones inesperadas.
Pero hay una bestia que recuerda
el orden del mundo bajo su garra,
los garabatos de la sangre entre la hierba
y las heridas que dejaba su sombra
cuando la noche era su emboscada.
Mujer de hierro
A una mujer de hierro
sólo se le dobla con palabras.
No sujetes el martillo
ni practiques en el común horno del silencio
un gesto o sombra cautivadora.
Dale palabras al hierro
y el hierro sabrá fluir
como arena entre tus manos.
Sé honesto,
rinde crónica de tus insomnios
y de cómo te conmueves ante fotografías.
Deja de lado
toda disertación metafísica
o profundo balbuceo.
Ofrece un mundo entero
que se rija bajo las leyes de su sangre.
Habla de tus pies,
del retrato que han hecho
sobre la distancia,
habla de ese dolor de costilla
cada vez que dices su nombre,
y ella te andará el latido
como una yegua entre derrumbes.
Porque en el fondo
esa mujer de hierro sueña
con un niño
que ensucia sus manos en la arcilla.
Este es mi tiempo,
mi única propiedad privada.
En él clavo alfileres,
entierro los huesos futuros
de mi propia arqueología,
practico usos de ciego
para espinarme las manos
en la noche de las cosas.
Tan firme en la cartografía
de los días que me fueron otorgados,
tan siempre el mismo
ante letras e imágenes pasadas:
qué hermosas son las cosas que olvido
siempre alrededor de las otras que recuerdo.
Este es mi tiempo,
con mi mano aprieto el polvo
que dejan las cosas en su mudanza,
formo figuras
para amueblar los vacíos,
para no dejar inmaculados
los muros de la época,
para existir en ese barro
que mueve la mirada,
para saber que he amado
y que he sido breve y absoluto.
Por ello
levanto mis armas
para tomar del silencio
lo que me pertenece.
No miento:
es por ella que en los mapas vuelan pájaros;
es en su longitud de faro,
por su espesor de brillo a la distancia,
donde gano rumbo.
Cuando la noche es más dura
y martilla mi cráneo,
la veo dormida
y los párpados pesan
hasta hundirme en su sosiego.
Ya fueron otras noches
-cuando la locura era menos lejana-
cuando las palabras se convertían
en esas moscas
danzando en la carne muerta.
Ya fueron otras noches
de máscaras sonriendo
en el espacio de su pérdida
o en el fragor de un trago
que hacían más profundas
las letras de su nombre.
Ahora regreso:
ella me limpia de horarios,
y si el insomnio empieza a caminar
como animal hambriento por el cuello,
ella sabe dibujar en mi oreja
silencios para dormir.