Poetas de Islas Canarias. Pablo Molinet

molinetCon su acostumbrado humor, Molinet nos ofrece una lectura del libro de la colección 20 del XX, en el que Juan Carlos de Sancho presenta a una veintena de poetas fundamentales del archipiélago canario.

 

 

EL RELOJ ACELERADO DE UNA ISLA
Poetas de Islas Canarias (La Otra / UJED, Ciudad de México, 2011. Colección XX del 20)

Pablo Molinet

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Pablo Molinet

Y hasta hace cosa de un mes me vengo enterando de que existen unas Islas Canarias más allá de la libreta de dictados y del ceño ominoso del profesor de geografía. Así que habrán de ser ustedes benevolentes con el pasmo y la exaltación que rondan estas líneas. No todos los días se descubren islas. O, con más precisión, no todos los días se descubren islas tan inquietantemente próximas a nosotros.

Alertado por Eduardo Langagne, el poeta que dirige la Fundación para las Letras Mexicanas, declaro un vínculo primario y primicial entre nosotros: la décima canaria, que es la décima cubana y veracruzana. Respiramos un mismo aliento repentista, portuario y rural y dotado de cachondería de tierra caliente, de cercanía africana; un octosílabo más bailador e insinuante que el propio del Cid y el Romancero y su doliente solemnidad castellana. Apunta nuestro antólogo, Juan Carlos de Sancho, que Canarias es el sur del sur de España. Infiero: Un territorio espiritual más próximo a La Habana o al Puerto de Veracruz que a ¾digamos¾ Tarragona.

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Juan Carlos de Sancho anunciando la antología con muerte.
Foto JAL.
Poetas de Islas Canarias

Y, para rematar, me topo con una historia de invasiones armadas y codicias peninsulares y casas comerciales inglesas que me suena asaz familiar; un exterminio de guaches que bien podría ser de chichimecas. Descubro pues, en el libro que hoy presentamos, correspondencias a la par secretas y vigorosas.

Les confieso mi reticencia a las antologías regionales, o nacionales, o de género. Títulos como Poetas gordos de la Alta Silesia o Poetas con lunares avecindados durante ocho años en el Véneto son producto de criterios de selección más propios de la Oficina del Censo que del ojo crítico. Empero, prácticamente no hay razón editorial que no sea exterior a la poesía; en última instancia, un libro de poemas es ya un artificio.

Con ello en mente, quiero darle el justo realce al libro que hoy nos reúne, genuino hallazgo para lectores y colegas. La riqueza aquí contenida; la vigencia de ciertas voces, el vigor de otras, habrá de detonarnos más de una pregunta y de prodigarnos más de una respuesta.
Cabe observar que el trabajo del señor De Sancho no fue fácil. Debía componer una antología descriptiva, sujeta a criterios difíciles de armonizar: no todos los poetas que hacen la historia de una poesía son necesariamente los mejores –signifique esto lo que signifique–, ni todos los poetas reputados de eso, de mejores, contribuyen a mostrar un paisaje estético de manera óptima. De modo que hasta el más estricto de los árbitros debe hacer ciertas concesiones con poetas que, como Agustín Millares, representan un papel no del todo lucido pero sí indispensable en la puesta en escena que la antología propone. En un mundo más plano y menos rico en matices, calidad sería una noción unívoca e indubitable que además correría pareja a relevancia.
Cabe señalar, además, que la virtud de una reunión de esta índole estriba, justamente, en su voluntad panorámica, pues nos ofrece el espectáculo, por demás privilegiado, de atisbar de cerca los contrapesos y equilibrios, la orografía necesariamente accidentada que conforma lo que, mal que me pese, es pertinente llamar “una poesía nacional”.

Dado el contexto, es pertinente arriesgar generalizaciones. Digamos la soltura de la poesía canaria. La naturalidad de su estro. El primer verso del primer poema que abre este trabajo incluye, sin rubores ni preocupaciones, palabra tan prosaica como “oficina” en un libro fechado en 1916. Sabrán disculparme los nacionalistas de bigotazo y cananas pero, por aquellos entonces, ni siquiera el kamikaze Juan José Tablada se arriesgaba a permitir intromisiones de campos semánticos sin prestigio lírico.

A igual noción, la de soltura, corresponde la temprana adopción canaria de registros irónicos y, en general, de gestos vanguardistas. En México, el surrealismo fue recibido con la cautela con la que se recibe a un visitante francés –esto es, de bon ton–, pero algo chalado. El futurismo, alojado en casas menos circunspectas, gozó de mejor fortuna pero no debe olvidarse que, para bien y para mal, la poesía mexicana fue inaugurada por una monja jerónima, Juana de Asbaje, y conducida al siglo XX por un exseminarista de apellido compuesto: Ramón López Velarde.

Poetas de Islas Canarias
Poetas de Islas Canarias

Otro rasgo seductor de la poesía canaria es su natural cosmopolita; si bien insiste en su insularidad, no deja de hacer notar que el suyo es un aislamiento abierto al mundo: la geografía les ha deparado a los canarios un estupendo si bien algo expuesto palco para contemplar la Historia. Y los poemas se percatan de ello: están llenos de una suerte de ex–otismo in–trínseco, si es que tal cosa es posible. 
Hablé de cercanías y con ello no me refería tan solo a las emotivas, ni a las históricas, ni a las propiciadas por la poesía popular. Por ejemplo, la presencia temprana de anglicismos no me parece incidental ni menor sino respuesta igual a idéntico problema: los socios mayoritarios de Occidente tienen mucho qué hacer en Canarias o en México; los poemas, criaturas todo oídos, se percatan y enriquecen con ello sus plumajes.

En el poeta que abre la selección, Domingo Rivero, sentí –con la devota ternura del caso– las falencias del modernismo hispanoamericano; en el fondo me parece que, salvo por Rubén Darío, estos francófilos no escuchaban esa lengua que tanto amaron; que sólo se enteraron del preciosismo a toda costa y no de la bestia que respira detrás de todas esas sedas y búcaros y fuentes. A contrario sensu, noto en el modernismo canario, además de la soltura, una suerte de atemperada –y arrobadora– nota kavafisiana. La melancolía de esos funcionarios comerciales menores, a sueldo inglés, la insistencia en el contraste entre el mar y el escritorio, me sugiere uno de los conflictos fundadores de Kavafis: libertad versus constricción, o bien sensibilidad versus convención, o bien voluntad de belleza extraviada en voluntad de lucro.

Me detengo en Tomás Morales, no sólo por una discreta elegancia de sabor machadiano sino, ante todo, por un volcarse hacia el mundo y el aliento narrativos que originó, en México, la poesía realista de un Salvador Díaz Mirón; impulso que se puede triangular con el de Tristán Corbière en la Bretaña sin que, a mi ver, ni el canario ni el francés ni el mexicano desmerezcan. Lo que me causa un pequeño escalofrío es pensar que, leyeran o no a Corbière, el veracruzano Díaz y el canario Morales no se conocían. Que lo más sensato es imaginar a dos sensibilidades, hermanas de sangre, que contemplan el mismo mar desde dos extremos.

Más adelante en el libro, en el capítulo concerniente a las vanguardias, descubro que Domingo López Torres o Agustín Espinosa se permitirán idénticos escarceos y acrobacias que el mejor Gilberto Owen sólo que, ojo, en 1929 –el Perseo vencido de Owen es de 1948–, rasgo que subrayo porque noto en Canarias el reloj acelerado de una isla, su corazón de pájaro. Y pienso que ello no puede haber sino beneficiado a los poemas allí escritos. Más adelante aún, observo que José María Millares frecuenta a las mismas musas que Efraín Huerta; que ambos poetas mezclan, con prácticamente iguales proporciones y temperaturas –y en tiempos similares a pesar de que el canario es más joven que el mexicano– el singular coctel de Neruda, Alberti y Lorca que Millares reconoce como propio.
La poesía mexicana y la canaria conocerán un esplendor de medio siglo, a mi ver el capítulo más robusto y deslumbrante de esta antología, en cuyo preciso centro está Manuel Padorno. Tal pareciera que, en sus sonetos, en diálogo hondo y amistoso con los de Tomás Morales, la poesía canaria se anunciara a sí misma su propia mutación, o con más exactitud, se anunciara a sí misma haber arribado a la madurez de la poesía en castellano escrita en el siglo XX. Los sonetos de Morales son, de necesidad, vigorosas marinas de Ignacio Zuloaga; los de Padorno, igual que los otros textos suyos en esta selección, se nutren ya con entera naturalidad de las grandes revoluciones artísticas de la primera mitad del siglo; el Padorno que aquí leemos no renuncia a llamar a las islas por su nombre, no cierra los ojos a su paisaje, pero en vez de replicar, transmuta.

Discrepo con De Sancho en un punto que atañe quizá únicamente a las definiciones, pues la recuperación de las vanguardias no la leo en el periodo 72-87, sino antes, en 50-62. Rafael Arozarena y Luis Feria ejecutan, en mi lectura, similar operación que Padorno, no con el modernismo, sino con la vanguardia canaria: la desdoblan y actualizan: es en ellos donde leo un segundo asalto, más vigoroso y consistente, al territorio del delirio y el sueño.
Cada cual a su modo, Feria y Arozarena también ejecutan un ejercicio de metamorfosis: introducen pesadillas, atmósferas ominosas en esa poesía hasta ahora tan solar, tan risueña y tan diurna. No hallo modo de preferir el estro erudito de Feria a la ancha respiración versicular de Arozarena, ni viceversa.

Escribe el último poeta de esta selección, Federico J. Silva: “Aquí somos extranjeros solamente cristales / rompidos / en un asfalto sin aceras.” Pasado el medio siglo, la poesía canaria y la mexicana –y la occidental, si me apuran–, sufren una paulatina dislocación y disgregación: lenguajes y buscas se atomizan y ensimisman; no digo que el poderoso microscopio de un Eugenio Padorno, la energía trágica de un Félix Francisco Casanova, carezcan de sentido o de relevancia, tan solo constato que, hasta el medio siglo, las poesías americanas y europeas se escribían bajo el signo de una suerte de coherencia que se quería universal; podían ser éxodo pero nunca diáspora. El ejercicio coral se va volviendo justamente dispersión y simultaneidad de voces y la afortunada frase de un poeta mexicano nacido en 84, Daniel Saldaña París, da cuenta del problema crítico que ello entraña: “Cada libro inventará la regla que lo mida.”

Pero despreocúpense, que no les voy a asestar una lamentación apocalíptica. En el capítulo dedicado a Los Poetas Postcontemporáneos, específicamente en Lázaro Santana, encuentro un camino abierto y transitable hoy día. Superada la angustia adánica, el dictado de reinventar el mundo y la poesía en cada verso de cada poema; asumidos los libros y las lenguas como lo que son, artefactos para ver lo otro a través de uno mismo, y no monumentos; asumido también que todo está escrito, en el doble sentido de esta afirmación, todo está por redescubrirse ahora mismo, todo es, de nuevo, nuevo.

No sé si en veinte años tendrá caso una antología como la que hoy presentamos, pues quizá se haga sola, en lugares de la Red donde se descarguen y discutan libros; quizá en diez años un poeta mexicano no deba llegar a los 36 años sin conocer la poesía escrita en las Canarias pues un tweet oportuno lo llevará al enlace correcto a los 25.
 No hay un solo poeta, mayor ni menor, de los que aquí pueden leerse, que no deba compulsarse con paciencia y escrúpulo. 20 del XX. Poetas de Islas Canarias amerita y exige un trabajo exploratorio de mucho mayor calado que la breve y entusiástica nota que les leo. Una parrafada que a ustedes los dormiría y a mí me dejaría la boca seca de aquí a junio de 2012.

Termino entonces, con gratitud y con alegría.  Y con un poema, sintético y canario, de Manuel Padorno:

EL PEZ DE LUZ

Pescadores al borde de las rocas
con un hilo largo de luz, metido
bajo la mar tranquila luminosa.

Pescan el pez de luz bajo las aguas.
Y por la Boca de Juan Rejón entran
En el barquillo incandescente.

Fondean en el Charco San Ginés.
Ya, sobre el mármol, fulge el pez.

 

Texto leído en la Feria Internacional del Libro del Zócalo. Ciudad de México, 23 de octubre de 2011.