Magali Tercero. Lucha libre y cárcel de mujeres

magali-terceroHa hecho de la crónica una forma intensa de narrar, como si tuviese a Truman Capote por maestro. Magali nos ofrece dos piezas magistrales que no pueden ser ignoradas.

 

 

magali-terceroMagali Tercero. México. Cronista urbana y cultural, autora de Cuando llegaron los bárbarosVida cotidiana y narcotráfico (Planeta-Temas de Hoy, 2011) y Cien freeways: D.F. y alrededores (UACM, 2006), entre otros.
    Figura en A ustedes les consta. Antología de la crónica en Méxic, por Carlos Monsiváis. Obtuvo con “Culiacán, el lugar equivocado” (Letras Libres) el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez, FIL 2010. Fue Premio de Excelencia 2007 de la Sociedad Interamericana de Prensa de Miami y Premio Nacional de Crónica Urbana UACM 2005. Es columnista de Laberinto, Domingo de El Universal y de Cultura urbana.
   Pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Fue jefa de redacción de Artes de México entre 1989 y 1998.

 

Cinco close ups de la lucha libre
Magali Tercero

Inclinado sobre la cabeza de su contrincante, el Negro Cuéllar –larga cabellera negra, torso desnudo y calzón blanco– encaja los dientes en la sien izquierda de El Apache, postrado a sus pies. Decenas de pares de ojos hipnotizados siguen la acción. Las bocas se abren y emiten un grito sordo. Echando la cabellera hacia atrás con un vigoroso movimiento del cuello, el luchador escupe hacia arriba un chorro de sangre que viaja brevemente por lo aires. Aíslo en la mente su figura y me quedo con una imagen: el cuerpo masculino en tensión, el pecho arqueado hacia atrás, los brazos extendidos con las palmas en actitud de recibir, las piernas semiflexionadas y abiertas, visible el pecho lampiño, el fuerte cuello echado hacia atrás y la cabellera ondulante sobre la espalda. El gesto de este cuerpo es imperioso. “Los luchadores son como dioses”, dijo alguna vez doña Virginia, la más apasionada de las fieles a la lucha libre, la que tiene en su casa un altar para honrar a sus dioses terrenales: Máscara Sagrada, El Hijo del Santo, Los Ángeles Blancos…
“¡Ya déjalo pinche greñudo!”, exclama a mi espalda una mujer enfurecida. “Parecen perros. Esas no son luchas, son peleas callejeras”, completa a grito pelado otra mujer más joven. Por sexta vez El Negro Cuéllar muerde ferozmente a su rival. Por sexta vez echa hacia atrás con cierta gallardía hombros y cabeza, y escupe un abundante chorro de sangre. Pienso en Dante, en el mar helado donde un pecador se dedica a roer perennemente el cráneo del que en vida fue su peor enemigo. Un niño canta por lo bajo: “Había un chorrito, se hacía grandote, se hacía chiquito”.
Esta sangre es muy rara. Extrañamente clara y densa. “¿Es pintura?”, pregunta Rocío a mi lado. “Es sangre”, dice tajante la mujer que antes se desgañitaba. “Bueno…. Un poco es sangre, un poco es pintura”, corrige su esposo. “Lo más frecuente son las mordidas y las heridas en la cara”, comenta el doctor Esteban Núñez de Cáceres, médico de planta en la Arena Revolución. Al Pirata Morgan tuvimos que pararle una lucha por una hemorragia fortísima que tuvo al estrellarse con un poste. Se hizo una herida que iba del párpado al cráneo y necesitó 22 costuras”.
De pronto El Apache sale corriendo hacia el pasillo más próximo a nuestra fila: lo persiguen dos de los rudos y lo acorralan contra un muro. La mujer vuelve a increpar a los luchadores: “¡Ya déjalo pinche greñudo!” “Soy hippie, soy hippie”, contesta el otro con un sonsonete burlón, sacando, retador, el pecho. Rocío y yo observamos detenidamente los cuerpos de los luchadores que nos quedan más cerca: “¿Ya ves?”, me dice ella después de una revisión minuciosa. “Te dije que Fuerza Guerrera estaba muy bueno, todos los demás están regordetitos”. “Han de comer puro sope”, interviene un muchacho. “Y qué tal las chelas”, dice otro señor. Me sorprende que el luchador cambie tanto visto de este lado de la arena. Es un mortal más, sólo que vestido ridículamente. ¿Pero cuál es la transformación que ocurre en la escena?
Mientras suceden estas cosas el público ruge apasionado. Dos filas más abajo una ancianita vestida con falda café y saco del mismo color con lunares blancos, agita el negrísimo chongo Loreal rematado con un moño color sangre. “¡Déjenlo, déjenlo”, grita sin cesar Esperanza Rodríguez. Se levanta intempestivamente de su asiento y agita el puño amenazante en dirección a la arena. Sorprende su vigor –en contraste con la fragilidad del cuerpo, la escoliosis pronunciada de la espalda, así como la apaciguada figura del marido, un hombre setentón de cabello cano y anchos hombros. Bajo a comentarle que la veo muy emocionada con las luchas. “Estoy aquí por prescripción médica –contesta con risas– estaba yo muy enferma de los nervios y mi doctor me dijo que viniera aquí para que me desahogara. Él dijo ´vaya a algún lado donde grite, si no puede ir a las luchas agarre un cojín en su casa y grite muy fuerte´. Y ahora hago esto todos los domingos”. “¿Y le ha servido?” “Uy, muchísimo”, dice la ancianita. Mi amigo Carlos Roces me ha contado, a  su vez, una anécdota sobre su hermana: “Cada vez que iba a las luchas le cambiaba la personalidad. Ella, que era muy modosita, muy hispana, se ponía a gritar durante el espectáculo: “¡Mátalo, mátalo asesino!” Después llegaba a casa y volvía a ser la misma niña adorable que coleccionaba estampitas de la lucha libre”. Algo parecido debe ocurrirle al niño gordo que tengo al lado. Vestido con camiseta de rayitas, notoriamente más anchas a la altura de la panza, enrojece complacido cada vez que un rudo se encarniza con un técnico. A su lado sus padres sonríen celestialmente. “Venimos porque nuestro hijito se divierte mucho”.
El público se agita más. El Apache camina de un lado a otro de la arena señalando su propia cabeza. Está pidiendo al juez la revancha contra El Negro Cuéllar. Todo mundo está a favor de representante de los técnicos y en contra del rudo que lo castigó. “Es la lucha entre el bien y el mal y la gente va a ver cómo triunfa el primero”, me ha dicho el autor de la obra Máscara contra cabellera, Víctor Hugo Rascón Banda. El Apache quiere una lucha en la que se juegue cabellera contra cabellera para que sea rapado el que pierda, pero El Negro Cuéllar se niega al tiempo que recula hacia los vestidores. En esos momentos es un Sansón temeroso. Está claro que no se arriesgará a perder la cabellera. Todos sus gestos indican que ésta es parte de su orgullo viril. Se gana el abucheo general. “Estás muy indio para ser hippie”, le grita a la señora beligerante que hace rato lo trataba de pinche greñudo. La observo y me encuentro con un rostro que podría ser el de la hermana del Negro Cuéllar. Cuando quiero entrevistarla sus anchos labios se despliegan en una agradable sonrisa suficiente para olvidar su combatividad de perfecta aficionada a la lucha libre. Las mujeres son mucho más escandalosas que los hombres, los adolescentes y los niños. Algunas muestran sin pudor una enorme violencia interior. ¿Por qué es tan histérica la afición femenina? Las “boquitas de fresa de las amas de casa”, como las llamó alguna vez José Joaquín Blanco escupen toda clase de sabandijas. Con frecuencia se establecen feroces duelos verbales entre ellas y los luchadores. Como El Mongol, un luchador de unos 50 años con buena presencia escénica. Es un provocador. Gracioso además. “Jálate los ojos para que te crezcan, pinche perro”, le grita otra dama desde la octava fila. Y él contesta gesticulando, airado. ¿Finge? Todo es fingimiento en la lucha libre. Circo, maroma y teatro. Pero igualmente cierto es que todo es real. (Aunque… ¿qué no es teatro en la vida?). “Un 25 por ciento de ficción –dijo un espectador– porque si no… ¿a qué vendríamos?” Cada violencia es anunciada por la víctima con ruidosos golpes en el piso, con gritos y aullidos. Cada vez que alguien logra que el contrario sangre ambos encuentran la forma de que la mancha roja se extienda por sus rostros y cuerpos y los tiña espectacularmente. La peste roja. ¿Cómo distingui9r entre verdad y simulacro? Los juegos de los niños comienzan en broma y terminan con madrazos de a verdad. “Juegos de manos son de villanos”, me dijo un día el condiscípulo más serio de la escuela secundaria. “¿Qué es lo que más te gusta de la lucha libre?”, pregunto a un adolescente de cuerpo esbelto y correoso. Me mira hosco. Todos sus músculos están en tensión. “¡Que se sangren”, contesta finalmente.

II.

El público está furioso con los jueces. “Oiga señorita, usted que es reportera –me dice el señor que antes explicó lo del “poquito de sangre el poquito de pintura” – haga una llamada de atención a la Comisión de Lucha Libre. Los jueces que mandan no conocen ni una finta de lucha, no saben ni qué llave es, no saben nada tocante a la lucha. Estos señores nomás vienen a sentarse para ganar el dinero. Los asientos del señor juez y del doctor están aquí frente a la arena. Vea hasta dónde está: cuidando el baño de las mujeres”. “Y el doctor se la vive platicando con las damas –interviene su mujer. Así ganan el dinero: sentados. Hace un año está arena se llenaba a reventar”.
“¡Déjalo Gato! ¡Ya no le ayudes! ¿Y tú qué te traes Fresero?”. Mis vecinas echan fuego por los ojos. “Los réferis también son unos tramposos. Siempre favorecen a los rudos. ¿No vio cómo estaban deteniendo al Apache parta que le pegaran mejor? ¿Y qué tal cuando un técnico está castigando a un rudo? No lo dejan. Vea, vea. Ahorita los dos réferis están deteniendo a los dos técnicos para que no defiendan a su compañero de los otros tres”. Normalmente los enfrentamientos ocurren entre una tercia de buenos y otra de malos. Cuando los luchadores son más famosos luchan en pareja o individualmente, de modo que es lógico que los grandes titulares de En esta esquina, la más famosa publicación de la lucha libre, cuestionen a los héroes de la arena: “O chiflas o comes pinole Gran Davis”.

III

Tercera lucha de la tarde: El Rocambole ha inmovilizado a El Águila Solitaria con un candado a la cabeza. Hace unos minutos este último hizo una entrada espectacular a la arena, acompañado de un águila mansamente agarrada a su antebrazo izquierdo. “Eso es algo bien bonito de la lucha libre”, me ha dicho Alicia Lozano, una señora de tez morena y cabeza completamente blanca. Ella cuenta cómo El Murciélago se presentaba con sus respectivos murciélagos. “Se iban volando, todos ellos muy negritos, hacia el techo. Era una impresión verlo”. Otro era El Cavernario, que siempre traía su víbora. “¡Un día la partió en dos de una mordida! ¿Usted cree?” Eso fue en la Arena Coliseo, hace muchos años. También aparecía El Bulldog con su perrote que luego se ponía a ladrar. Y otro más El Médico Asesino con su maletín negro. Esos fueron los que vi luchar en los buenos tiempos, cuando la lucha libre era de a verdad, hace treinta años”, cuenta el esposo de la señora de cabellera blanca.
Volteo hacia la arena y veo a tres rudos sorprendentemente elegantes. Llevan máscaras doradas, calzón dorado, mallas amarillas, tobilleras doradas… Otro es el atuendo de El Águila: calzón plateado, mallas negras, rodilleras plateadas. Jorge Alejandro Mendoza, de 17 años, un joven que quiere ser luchador entrena cuatro horas diarias con Ray Mendoza, “porque para eso soy muy bueno, y no para los estudios”, me dice que hay luchadores especializados en confeccionar estos trajes de fantasía, como Fuerza Guerrera, quien entrena en el gimnasio ubicado atrás del Mercado de Sonora.
La parafernalia que acompaña a la lucha libre surge de un mundo por completo infantil donde todos nos instalamos a nuestras anchas. En varios puntos de la arena se desarrolla una misma escena protagonizada por diferentes actores: los enamorados que entre besos y risas simulan hacerse las mismas llaves que están viendo en escena. Muy cerca de mi hay dos chicos casi púberes. Ella, de mejillas rojas y cabellos rizados, una auténtica “carita sonriente”, se sube a la silla y pega de brincos cada vez que los técnicos triunfan. “Yo les voy a los rudos”, dice Juan Carlos. Carmen interviene dándole un codazo: “Es que él es bien tramposo”. Siempre me dice que ya les va a ir a los técnicos y no es cierto. “Pero qué tal te dio tu ´kiko´ hace rato, le digo. Yo los vi”. La muchacha enrojece aún más y está a punto de taparse el rostro con el extremo de la falda. Se ríe y vuelve a reirse con la carita toda roja, como ha hecho a lo largo de la tarde. Otra pareja se entretiene con el mismo juego de las llaves. Aunque ella está embarazada logra aplicarle un candado al brazo de su marido. Se intimidan muchísimo cuando me acerco.

IV

Tres minutos más tarde El Águila se libra de su contrincante. Ahora es él quien se impone sobre los tres rudos. “¡Duro, duro!”, le grita el público cuando logra castigarlos. Sin embargo El Gato declara ganadores a los odiados rudos. Error. El Águila lo lanza al suelo y el público patalea y grita de gusto. Las mentadas de madre contra los rudos se oyen en todos los rincones. “Dale con una silla”, dice un niño. A continuación los técnicos se autodeclaran ganadores. El público aplaude a rabiar.
“¡Vendido! ¿Cuánto te pagaron?”
“¿Cuánto vales?”, le gritan al réferi. “Esto es el colmo”, exclama Manuel Mendoza, ex boxeador y ex sargento de la policía.
“¡Ese trae chacos en las espinillas!”, exclama alguien del público refiriéndose al Kung Fu, un luchador con aspecto de rufián. Es una especie de payaso karateca con zapatillas de piso y, según una revista de lucha libre, “gusta del pugilismo en estilo tailandés, donde se admiten patadas, rodillazos y lo que se pueda”. Esto último hay que tomarlo al pie de la letra: entre las ropas trae escondidos no sólo los chacos, sino unos boxers que después se colocará en los puños para aplastarle la cara al rival, y unos fierros punzantes. “¡Cámara!, exclama una adolescente a mi lado, ya lo va a picar”. Y efectivamente pica al contrincante muy cerca de los testículos. Este Kung Fu es un cerdo. El otro se revuelca en el piso. Después se levanta y comienza a caminar enfurecido señalándose los huevos. El público masculino abre los ojos desmesuradamente. “Ora sí te chingaron, mano”. En cambio algunas mujeres sueltan la carcajada. Pero el Kung FU es un diablo. Ahora está muy ocupado agrediendo a otro de los buenos en el cuello. Y el juez, como si nada. Esto es indignante. “¡Juez de pacotilla, haz algo!”, le gritan, mientras, cínico, el Kung Fu se da una vueltecita. Alzando los brazos por encima de la cabeza le indica al público que está limpio. “A mi, que me esculquen”, parece decir achicando aún más los ojillos de oriental… “Tiene cara de chino cabrón”, dice un chico de unos trece años metiéndose a la boca un puñado de charales con limón y chile piquín. Y qué va a estar limpio. Acaba de meterse el fierrito en los pantalones anaranjados de karateca. Y ahí va de nuevo a la arena, dando saltitos con sus zapatillas. “¿No crees que está borracho, mamá? Mira como zizgzaguea”, señala un joven con cara de pocos amigos.
Abandono mi lugar, grabadora en ristre, y atravieso el local en busca del juez. Muy cerca de la salida le pregunto: “Oiga, ¿por qué no ha intervenido usted? Ese Kung Fu está haciendo un montón de trampas: ya sacó unos boxers y un fierro”.
–Pero ya le quitaron el fierro, replica….
–Sí, pero sigue haciendo trampas… ¿Qué su lugar no es allá?, le reclamo…
–Es que vine a la taquilla pero ahorita voy a averiguar cómo está la situación y le informo, ¿eh?, responde el juez para acto seguido desaparecer de mi vista.

Segundos después me topo con el Jefe de Seguridad, Francisco Rodríguez, un tipo de aspecto fuerte y expresión dura. “Yo tengo un hermano luchador –comienza–, que es el Rey David, y me tocó por experiencia que lo agredieran. Eso me disgustaba mucho, por eso acepté su puesto. Así podía vigilar. Aquí hay mucha agresión. Mucha gente no sabe lo que es un deporte. Vienen a desahogarse pero haciendo lo que no hacen en su casa. No le puedo contar exactamente anécdotas. Lo único que le puedo decir es que a veces la agresión del público nos hace ser iguales a nosotros. Y entonces se torna muy peligros, muy duro. Muchas veces hemos tenido altercados en la calle porque la gente lo tiene identificado a uno. Es como los judiciales: siempre hay qué comer con la vista hacia el frente.

V

Queda para el final el plato fuerte de la noche: Donan el cubano (este sí buenísimo) vs. El Cien Caras. Ambos son anunciados con un mini espectáculo de luz y sonido. El reflector de luz azul enfocado hacia la pista. La música de La Guerra de las Galaxias a todo volumen.
Los niños, sobre todo, están a la expectativa. Sus pequeños rostros reflejan un mismo asombro, un mismo deleite. En un momento dado alzan los brazos y abren y cierran las manitas en el aire. “Culero, culero”, loe gritan al Gran Davis, que esta noche le ha dado una injusta preferencia al Cien Caras. Termina la función con la victoria de éste último y todos dejamos la arena inconformes. Por los altavoces se escucha la cumbia de los luchadores: “El Santo, El Cavernario, Blue Demon y El Bulldog / Y mételes la ´wilbur´, la quebradora y el tirabuzón. ¡Sácalo del ring!” Al día siguiente nos desayunaremos con la noticia de que el Gran Davis murió de un infarto el mismo domingo. Alguien me comenta que durante una semana no se habló de otra cosa en las cantinas de la ciudad. “¿Supiste? ¡Murió el Gran Davis!”. Pero hoy domingo por la noche Konan es el héroe (aunque vencido). Perseguido por sus fans, apenas puede salir de la arena. Observo las masas de músculos que saltan por debajo de la piel de su espalda mientras forcejea un poco para librarse de la multitud. Niños, adolescentes y adultos tosiguen ansiosos hasta el auto. Tocan sus brazos, su espalda, su ropa. “El cuarto donde vivimos mi mamá y yo –me cuenta Rocío Lozano, de 21 años, está lleno de fotos de todos los luchadores, máscaras, llaveros, novedades que salen como los pepsilindros y los botoncitos. Cada ocho días compramos Box y lucha y la leemos toda. Yo tengo dos álbumes, porque me he retratado con casi todos los luchadores y a todos les pido su autógrafo”.
“Para las fans Konan es su vida, por eso no lo celo”, me cuenta ya en la calle la novia del héroe: una rubia espectacular que conduce un impecable Mustang blanco. Alrededor de Konan hay un enjambre de chamacos.
“El pueblo necesita ídolos”, me dijo días antes Víctor Hugo Rascón. “Todos necesitamos ídolos”, dice convencido un hombre de unos sesenta años que cada domingo llega a la Arena Revolución acompañado de su madre, con 85 años a cuestas. “¿Qué es lo que más le gusta de la lucha libre, señora?” La anciana señala con un gesto vago a la multitud de niñitos que sigue a Konan. “Esto, esto es lo que más me gusta”, exclama volviendo a tomar del brazo a su hijo.

 

NO HAY PERDÓN: CENTRO FEMENIL TEPEPAN
Magali Tercero

A Elvira le brillan los ojos cuando elogian su cabello: “¿Qué te pones?”, le pregunta una de las reclusas del Centro Penitenciario Femenil Tepepan, “se te ve muy bonito”. Contesta alegre que todos los sábados se echa mayonesa en el pelo y que después de una hora se lava con harta agua. Dos segundos después sus ojos están anegados. Pienso que quizá recordó los sábados anteriores a la cárcel, cuando sus cuatro niños aún estaban vivos y no había sido condenada, por filicidio, a 28 años de prisión. De pronto vuelvo a ver las cuatro pequeñas cruces blancas clavadas en el piso de tierra del jacalón de asbesto y lámina donde Elvira, entonces de 23 años, vivía con sus hijos en 1983. La imagen me paralizó cuando los vecinos de Lomas Padierna me llevaron al lugar de los hechos. Los habitantes de esta colonia sin pavimento, ni luz, ni drenaje, están divididos en dos bandos: en contra y a favor de Elvira. Pueblo chico, infierno grande. Entre los que condenan a esta mujer más de uno la lapidaría. ¿O la lapidaríamos todos? La condenó la juez, embarazada cuando se abrió el caso. ¿La condené yo? La madrugada anterior a la entrevista me desperté gritando. “¡Qué la refundan, que la refundan todos los días de su vida!” Salió del alma. Y ahora mismo no sé si escribirlo porque ya adivino el espanto en los ojos de Concepción Fernández, la psicóloga feminista que no sólo ha dado atención terapéutica a Elvira desde el asesinato, sino que durante cinco años pagó abogados, con dinero sacado de donde no había, para evitar que la acusada fuese recluida porque no la consideraba culpable… Conchita, quien se entristeció profundamente cuando Elvira fue sentenciada a 28 años de cárcel en 1986, y pidió a sus amigos periodistas protestar en los diarios.
Pero vuelve a paralizarme la imagen de las cuatro cruces blancas clavadas en el piso el jacalón en tinieblas. La muerte de los cuatro niños a manos de la madre. El lugar. Un no sé qué oscurísimo emana de esta tierra agobiada por las cuatro tumbas. Existe el mal, me digo. Y recuerdo a Elvira hablando sobre el último día: “Los niños lloraban de hambre. No sé qué pasó. Sólo recuerdo que vi una luz amarilla”. Elvira, quien cuenta alegre su vida en la cárcel: “Ya voy en tercero de primaria, ya sé leer y escribir. Me gusta mucho. Aparte soy dependiente aquí en la Conasupo”. Elvira, quien a la menor alusión al tema se interrumpe. “Mis hijos”, solloza.
En eso las vigilantes anuncian el final de la visita dominical. En el patio sólo quedan dos colombianas jugando voleyball: dos atléticas muchachas cuyas risas hemos escuchado toda la mañana. A un grito de la custodia suspenden su juego, nos dan la espalda y se contonean burlonas, sensuales, llevándose las manos a la nuca y estirando airosamente los brazos. “Qué magnífico reto”, me digo.

“VA A ENCONTRAR MUERTO A SU MUCHACHO”
Ahora Elvira ha terminado la primaria, sigue estudiando y su condena se ha reducido en un 37 por ciento, de acuerdo con la nueva reforma a la ley carcelaria. “Ha cambiado mucho”, me dice Fredesvinda Ríos, acusada por posesión de mariguana, “habla mejor y se viste de otra manera. Yo no tengo amistad con Elvira porque siento una cosa repugnante contra las que han matado a sus hijos. Hay una que se siente muy grande por lo que hizo. Cuando llegó la golpearon tremendamente las compañeras y la tuvieron que proteger. Además violó a sus hijos para despistar. Una como madre dice  ´si yo traje a mis hijos con tanto amor, si estoy aquí en la cárcel para salvar la vida de mi hijo´. Porque me utilizaron cuando iba a visitar a mi hijo Gastón a la penitenciaría de Santa Acatlita. Un jueves un joven me dijo: ´Si el sábado no mete un paquetito va a encontrar muerto a su muchacho´. Era mariguana comprimida y yo, por desesperación, la eché a una bolsa de sandwiches. Todo fue fabricado y cuando llegué a la vigilancia ya estaban esperándome. A última hora me he enterado de que era para que alguien se ganara una buena posición. Los ascienden por encontrar anomalías”.
He tenido acceso al reclusorio de Tepepan gracias a un providencial Virgilio: Claudia, una joven de 17 años. Durante el trayecto me ha dado instrucciones precisas para que entre como ahijada de su mamá, Fredesvinda Ríos. Ha escondido mi grabadora en su morral afirmando que a ella ya la conocen y no la van a revisar. Hoy ella protagoniza una aventura, así que va fijando en la memoria cada incidente. Con su frescura adolescente estalla en risas cuando se poncha una llanta del taxi que nos transporta. Luego dirá a Fredesvinda: “Casi no llegamos, no pasó de todo”. Las dos tememos que me impidan el paso. Después Fredesvinda me aclara que bajo la nueva dirección, a cargo de la Lic. Laura Talamantes, yo podría entrar sin problema. Prefiero no averiguarlo.
Claudia siempre viste de negro, incluso se pinta la ya de por sí negra cabellera. “Me molesta la gente que se viste de blanco”, me dice, mientras yo observo el contraste entre ella y las reclusas, vestidas en grises, azules y blancos. Escucha a su madre con atención. De los seis hijos de Fredesvinda, ella es quién más la visita. Cuando pregunto cómo pasó todo se pone silenciosa y sus ojos se ensombrecen.
“Yo no quería que mi esposo viniera”, dice Fredesvinda. “Nunca acepté verlo. Tenía vergüenza. Decía yo: ´¿Por qué esto vino a romper todo?´. El no me reprendió, al contrario, venía con mucho amor. Con mi familia parece mentira pero hemos tenido mucho acercamiento. Antes me dedicada a mi casa. Somos de Guerrero y llevamos nueve años aquí. Yo llevaba una vida tan distinta. La cárcel es como irte a otro país extraño, a Japón. Aquí estoy muy a gusto. He encontrado una tranquilidad que no te imaginas. Tengo este restaurantito que me entretiene mucho, me está contando ocho horas diarias de labor además que me fascina la cocina”.

AMOR ES TEPEPAN
“Yo llegué aquí traumada. ´Te van a golpear´, me habían dicho, pero al momento que vi todo tan bonito, en el sentido de que es edificio es bueno y me recibió la licenciada y me enseñó las instalaciones, al momento que vi esto me atreví a decirle: ´No cabe duda de que llegué a un hotel de cinco estrellas´. Aquí te no sientes encerrada porque puedes ir al teléfono, al área de gobierno, a jugar, a trabajo social, a platicar con una amiga en otro dormitorio, o hacer fiestas. Con la nueva directora ha habido un cambio que todo mundo lo ha notado. Ora sí que es malo decirlo, pero, en una palabra, no es corrupta. La licenciada es una jovencita preciosa de 31 años, muy humanitaria, y tiene dos meses de embarazo y está loca de gusto. Es una persona que yo adoro y le digo mi niña. Aquí hay computación, aerobics, teatro, primaria, secundaria, preparatoria… o sea que la no que no estudia es porque no quiere. La comida he mejorado mucho.
“En cambio a mi hijo le va muy mal en Santa Martha. Me lo están golpeando. Él está por robo y, aunque uno como padre es el último querer saber, pienso que sí fue culpable. Era dueño de unas combis y se fue relacionando con gente lacrosa. Ahora, por extorsión, lo golpea a un muchacho que está en la Z. O., la zona olvidada, donde meten a los peligrosos. Él se quiere arreglar con los de ahí a manera de que ´por tantos millones te dejo salir a área de población´. Así los tienen, de un lado a otro, porque es un manejo incontrolable de dinero. Pero estoy muy a gusto aquí. En lo personal soy la número uno en, como te dijera, en cómo me he ganado la confianza del área de gobierno. Y me tratan muy bien. Si necesito algo luego luego me lo van a traer. Digo, ni mi familia”.
Me digo que a Fredesvinda le interesa demasiado quedar bien con la dirección, pero opto por callar. Ella continúa: “A veces me pregunto cómo puede haber tanta cosa bonita dentro de una cárcel. Hay gente muy buena, muchas personas están pagando por no haber hecho nada, como esta señora que trabaja conmigo en el restaurant. Ya va a salir, pero le habían dado 20 años por homicidio de su esposo y, por buena conducta, le redujeron la sentencia a 11 años. Aunque sólo ella sabe quién lo mató. Mucha gente dirá está loca Fredesvinda, pero yo he tratado de ser muy solidaria y de veras que los problemas de ellas los siento como míos, como si tuviera un papel de madre. Muchas me dicen Mamá Fredi, o Tierrosa. Es de cariño. Y soy de las personas más bien hurañas, hasta con mi esposo. Es más, pienso que todos deberíamos pasar un año en la cárcel, que nos fuera tocando por la letra del apellido. A mi hijo también le ha hecho bien. Es duro, pero estoy viviendo algo que no conocía. Aquí las gentes te dan su apoyo a cambio de nada pues esto es la cárcel. Aquí puedes encontrar más magia que en la calle”
“Mira”, exclama mostrando unas postales con corazones con la leyenda ´Amor es Tepepan´. Las hizo mi hija para celebrar. Muchas me criticaron: ´Ay señora, cómo dice eso´, me preguntaban. ´Porque es la verdad´, les contesté. Aquí hay una que está a punto de casarse con una persona que venía de visita. Se enamoraron a tal grado que ya tienen los papeles para que ella salga casada de aquí. Y está sentenciada a 25 años. Nada más es cómplice de su hermana, pues mataron a su cuñado. Les dicen las García y con ellas también venía una periodista que escribió un libro: Basura de oro. Tiene 47 años, dos más que yo, y el novio tiene 55 y vieras qué bonito, ya hasta les dieron su visita íntima. Viene él los viernes y se queda y se queda con ella toda la noche. Ella cuenta que nunca en su vida, ni es su juventud, tuvo una relación que de veras fuera tan buena. En serio, para las García también ha sido una cosa muy especial la cárcel. Qué bonito que aquí vino a encontrar la felicidad, ora sí que al amor de su vida”.
Pregunto a Fredesvinda dónde hay un teléfono. Una amiga me espera y temo dejarla plantada, pero aún hay mucho qué contar. Mamá Frede me conduce hasta él y, atravesando el pasillo, señala a una mujer de piel clara y cabellos castaños: “Ésa es la que violó a sus hijos. No se habla con nadie. Yo creo que sabe el rechazo contra ella”. También muestra a lo lejos, paseando por el pradito, a un hombre y una mujer maduros. “Son los que se van a casar”. Parecen dos enamorados del Bosque de Chapultepec.

“UN SALUDO CARIÑOSO PARA TODA LA REPÚBLICA MEXICANA”
Pero Fredesvinda está triste. Lo veo en sus ojos. Lo escucho en el tono de su voz cuando pide a su hija que no se vaya al ensayo de teatro. Me mira pensativa: ¿Verdad que se me va  a ir rápido el tiempo”, dice, “¿verdad que sí?” Ya se me fue el año como agua, ya nomás me queda un año cinco meses”.
En eso estamos cuando nos interrumpe una joven rubicunda que trabaja como mesera para Fredesvinda: “Dígame señorita, ¿cree que me hagan válida la deducción de mi daño? La licenciada Talamantes me dijo que sí9. Me cotizaron aquí en Tepepan por fraude de un vehículo que me traje de Estados Unidos. Cuando lo quise legalizar me lo decomisaron y me sentenciaron por tres años tres meses”. Mamá Fredesvinda interviene: “Ella no es trabajadora social”. “Ah”, exclama Rosita Martínez decepcionada. Aunque se alegra de inmediato: “Oiga, ¿me deja mandar un saludo?” Nos reímos todas las presentes, que para entonces ya somos seis porque han comenzado a llegar las amigas de Fredesvinda a contarle sus cuitas. Rosita sigue hablando. La escuchamos con una pizca de picardía: “Yo quiero mandar un saludo cariñoso para la República Mexicana. A mi mamá muy en especial, a mis hermanos. A mis hijos no porque les va a dar mucha pena ver sus nombres. Oiga, es que tengo tres chamacos y están bien bonitos. Los quiero mucho. Bueno, sí, dígales que no se preocupen por pues estoy bien. Primero Dios salgo en el 95. Oiga, ¿y cree que si le doy el nombre del que me engañó con el coche lo castiguen?”
Quien ríe más sabroso es una robusta mazatleca de ojos verdes. Tendrá 36 años, lleva el cabello castaño muy corto, viste con ropas de hombre, pantalón gris de casimir y camisa azul arriba de una camiseta blanca. Es Angélica Cuevas, sentenciada a 25 años por autoría intelectual del homicidio de una anciana. “Oye”, ¿pues qué te hizo la señora?”, pregunto, “Vaya, para que la quisieras matar. La indiscreción y la carcajada que provoca nos sorprende a todas. Muy seria Angélica responde: “!Uy! Es una historia muy larga! Uno mata por muchas razones. Por desesperación por ejemplo. Éramos dos acusados pero como yo era la más intrusa, soy ingeniera civil, pues resulté la autora intelectual”. La siento reticente y opto por pedirle que cuente sus planes para cuando salga. “Hay demasiado qué hacer afuera. Tengo a mi mamá y a dos hijos. Ya no podré volver a mi carrera porque me quedé muy atrás”. A su lado está su novia, Rubiela López, una colombiana güera y fuerte como ella, encerrada por delitos contra la salud. “Voooy, si nomás fueron unas pastillitas”, comenta en mexicano puro. Volvemos a reírnos y se arma la chorcha.

“¿LO QUE SE NECESITA ES SER NARCOTRAFICANTE?”
Es hora de comer y en el restaurante todo es algarabía. “¡Oye, chica! ¿Qué guisaste hoy?”, pregunta casi al ritmo de cumbia una mulata que lleva un top color rosa mexicano y jeans blancos. “Mmm, chiles rellenos”, comenta viendo un plato al que han agregado arroz rojo. “Mira que te hago una fiesta”, exclama la muchacha tarareando una cumbia y ejecutando unos cuantos pasos jacarandosos. A su lado, una bonita treintañera intenta sonreír. “Vamos, ánimo”, dice Fredesvinda, “verás que la próxima vez si entra tu visita”. La otra contenta: “Ya ni chingan, puros impedimentos y una aquí sola”. Después me entero de que es prostituta y la agarraron en Mazatlán con coca. Cumple su sentencia en el Reclusorio Norte, pero la trajeron a Tepepan para darle atención psicológica. El chisme del día es que dos reclusas intercambiaron su visita íntima clandestina. “Es que le gustó más el otro”, dice cachondamente.
“Suegra, suegra, ya vine a comer”, anuncia de pronto una chica cuya presencia percibo extrañamente amable en este lugar. Lleva el largo cabello teñido de rubio muy claro y peinado a la punk. Viste camiseta larga, mallones y tenis. Su brazo izquierdo se dobla inmóvil contra el costado. Es Rocío Trejo, de 28 años, acusada de tráfico de cocaína y sentenciada a diez años. “A mí me torturaron en la PGR”, informa mostrando el brazo inutilizado por lesiones irreversibles en los nervios a causa de las golpizas que sufrió durante nueve días en la Procuraduría, hace dos años. Muestra las piernas llenas de quemaduras de cigarro.
“Me torturaron y violaron. Vi morir a un hombre detenido conmigo”, comienza Rocío su relato con voz neutral, incluso aniñada. Los primeros ocho días me negué a firmar una declaración falsa, aunque me golpeaban y violaban todo el tiempo. Nos tenían en el suelo esposados de pies y manos. Nos pegaban con un fierro. Cuando mataron al señor aquel le dije que sí firmaba. Antes quise matarme y no pude porque no encontré ningún fierro para encajármelo. Viendo el cadáver me trasladaron aquí pues no querían broncas”.
“En la PGR tuve de compañera a Sofía Anaya, la de Zorrilla, la que estuvo implicada en el asesinato de Buendía. Esa señora era policía y se las sabía todas. ¡Cómo le fue de mal! Yo la llevé de mi testigo ocular al juzgado. Y declaró cómo me golpearon pero no le hicieron caso. Ahí te enfermas de impotencia”, comenta endureciendo imperceptiblemente los músculos de la cara. “A mí me sentenciaron como a las diez de la noche y a esas horas a mi juez lo estaban haciendo magistrado. Hace como un mes el doctor Carpizo rindió su parte de los Derechos Humanos y no sé cuántos primores presumió. Me reí porque nada era cierto. A ver… ¿dónde está mi expediente número 640? El día que vengan a ver a unas de  las que estamos aquí y nos hagan justicia, ese día que rinda su informe el señor Carpizo. ¿Cómo es posible que esté aquí una señora que se robó un bote de leche y un gansito?”
Rosita interviene. Es menos cándida de lo que parece: “Bueno, eso es lo que ella nos cuenta”. Rocío se exalta: “¡De verdad! Aquí hay mucha gente inocente”. El día que la detuvieron, amenazándola con armas afuera del edificio donde vivía, en la colonia Escandón, ella llevaba lo que se catalogó como posesión de cocaína de 0.7 gramos. Las imputaciones las hizo la PGR y fue denunciada como compañera de ocho colombianos acusados de traficar con 600 kilos de droga. Ellos afirmaron no conocerla. Desde que comenzó todo, Rocío, secretaria, comenzó a estudiar libros de leyes. En el juzgado estuvo en desacuerdo con las conclusiones del abogado de oficio y le dijo al juez que eran puras cochinadas, que mejor ella hacía sus propias conclusiones. “Yo he luchado mucho en mi proceso. Me he defendido sola. Un abogado me cobraba 15 millones y mi familia no los quiso pagar porque no me perdona. Por eso he redactado todos mis oficios, mis amparos. Me puse a leer los libros que tienen aquí y para mí ha sido la forma de apartar de mi mente esto que me pasó. Yo fui la que solicitó, con mi puño y letra, que se presentara un parte médico en el juicio porque tenía una infección ginecología que me escurría horriblemente de las piernas. Le manifesté al juez la forma en que estuve con un trauma psicológico muy grande, pero nunca me lo quiso aceptar. Yo le decía que se supone que aquí la tortura no existe. En la audiencia que solicité le dije que esto venía de una venganza pesonal, pero él contestó que no le importaban mis problemas. También le redacté al MP porqué no procedía que pidieran la aplicación de los artículos 196 y 197 y me dieran diez años. Les dije que la ley ordena que se absuelva cuando hay duda. Mi expediente dice que me encontraron un papel rayado con contenido, ´al parecer´, de cocaína. Yo les digo que porqué cuando les conviene se apegan a la ley. Ayer me dijeron que de diez años un mes sólo me van a bajar un mes. Hablé a Derechos Humanos y le  mandé al procurador mi expediente, cartas, el oficio número 185 y, ¿sabes qué? ¡No contestaron mi caso! Pero me voy a seguir defendiendo yo sola. Yo digo que los jueces no usan la lógica para sentenciar porque es asunto de dinero. Aquí he visto salir a una señora con tres kilos de heroína, y a otra con cuatro toneladas de cocaína. Y eso que no fueron ni una vez a las audiencias” Rocío grita: “¿Lo que se necesita es ser narcotraficante?” ¿Eso tengo que hacer? ¡Pues que me digan!”

“YO NO SOPORTO ESCUCHAR REJAS, NI CADENAS, NI GOLPES, NI GRITOS”
Le digo que ha tenido mucho ánimo. Sonríe levemente. “Me tengo que hacer a la idea de muchas cosas”, contesta. “Que la justicia no existe. Que los Derechos Humanos no van a oírme porque no les conviene que les demuestre que me estuvieron violando. ¿A quién le conviene que se haga un escándalo? Y esos policías ya no están allí: ellos roban, extorsionan violan, matan y nadie, pero nadie, les dice nada. Y  uno que en su vida haría una cosa de ésas tiene que estar aquí. Siento que cuando esté en la calle todo será diferente porque te dejan una huella de rencor y de impotencia. A mí se me reafirmó mucho mi carácter. Estoy muy firme y aprendí a no saberme dejar de la gente. He aprendido muchísimo de leyes. No fácilmente viene cualquier abogado y me engaña. Cuando voy a diligencias les discuto lo que dice la ley. Por eso me enojo tanto, porque yo sé que están actuando mal, porque conozco mis derechos al derecho y al revés.
“Cuando me sentenciaron a diez años me puse muy mal, pero el psicóloga Daniel Benítez me dijo: “Rocío, haz esto, haz lo otro, ocúpate”. Y la licenciada Talamantes también me ha apoyado mucho. No soporto escuchar rejas, ni cadenas, ni golpes, ni gritos. Ni he podido sacarme el trauma de la violación. Benítez me hizo muchas terapias, psicoanálisis, pero nada de medicinas. Él me puso a mantenerme ocupada, siempre ocupada, y así estuve un año. Y cuando me sentía mal subía a verlo y él pregunta ´qué te pasa, qué sientes´”. Rocío se quiebra. “Qué grueso estuvo”, digo sin pensar. “Bastante”, responde. De pronto nos da risa nuestro diálogo. Hablamos mejor de que a Rocío le gusta mucho el estilo de Vargas Llosa, que lo ha leído desde un día que se encontró en un Liverpool El elogio de la madrastra.

“NI AGUA NI ATOLE: LA SANGRE ES ROJO. Y ROJO VIVO”
“Lo que más hay aquí son las que matan a los maridos”, dice Fredesvinda. “Y muchas con harta razón. Por celos. Porque te agarran en un momento de desesperación y lo matas porque lo matas. A ese delito le están echando 20 años”. La conversación me lleva a pensar en Zaida Reynaga, a quien entrevisté dos veces antes de venir a Tepepan, la última hace tres días. Acaba de salir de “un veraneo de cinco días en el reclusorio norte” por haber robado la casa de su ex marido. Durante la primera charla Zayda me llevó a la azotea de su casa y me mostró cómo hace siete meses, para darle la bienvenida cuando salió de Tepepan después de cuatro años, florecieron y reverdecieron sus tulipanes y cactus. La consignaron por posesión de mariguana y de una carabina 30-30, propiedad de la Nación. Quiero saber porqué reincidió, así que le pido una segunda entrevista.
“Lo quise. Lo quise mucho a mi ex esposo. Fuimos marido y mujer 14 años y cuando me agarraron dije, de verdad: “´Mi pecado más grande fue haber tenido el alma limpia, haber sido sincera y haberlo querido. Eso fue porque hay que ser honesto como fui yo cuando quise a este tipo que me ha pagado con traición y más traición. Haberme denunciado es una más de sus traiciones porque él me conoce mi carácter. Siempre dijo que yo soy rebelde. Y sí lo soy. A los agentes les tocó comprobarlo porque para meterme a las galeras les costó un buen trabajo. Con esta cuestión de Salina yo me dije: “Los empleados deben ser más preparados”. Pero no. Los cerdos siguen siendo cerdos que te quieren agandallar. Por eso les escupí en la cara, les di sus trancazos. Ese día andaba yo enojada, muy brava, y no tienen porqué tocarme. Son tan machotes que uno como mujer se ofende que te traten como lo peor, porque por las venas de un ser humano no corre ni agua ni atole. La sangre es rojo, y rojo vivo.
“La vez anterior estuve injustamente en la cárcel porque la mariguana era para mi consumo personal. La fumo desde los 11 años, ahora tengo 39, y el arma era de mi ex marido. Por eso ya aprendí a decirles no en el MP, que aunque yo matara y tuviera el cuchillo en la mano debo decirles que yo no fui. Eso me enseñaron la justicia y la reclusión. A mí la cárcel en lugar de regenerarme me degeneró. Aprendí a mentir y a sostenerme en una mentira. En ese momentote juro que yo llegué a creer que yo no había sido porque, te digo, soy persona que le gusta ser derecha hasta el máximo. Pero que anden con turbiedades conmigo, porque también soy de las que cobran a lo chino. En esta ocasión me hice justicia con mi propia mano. “Te voy a hundir”, me dijo mi ex marido. ´Tú me hundes y te quedas ciego´, le contesté. Voy a salir a matarte´. Y quien le iba a creer. Él fue un francotirador pero se dedica a hacer películas pornográficas; además tiene negocios ilícitos como prestanombres y siembra hierba en su ranchito de pinitos. Su sueño dorado fue ser escritor de cine y ahora, a sus 49 años, está solo. Tan solo que le andaba pagando diez millones a una fulana que le conseguí para que le pariera un hijo”. Yo nunca pensé contar sus secretos, pero tuve que valerme del chisme para valerme de mi libertad”.

“SOY DE OAXACA, DONDE HAY MÁS MISERIA”
“Yo soy de Oaxaca, uno de los estados donde hay más miseria”, continúa contando Zayda. Por eso llevo la guerra en la sangre. A mi marido Joanni le estoy haciendo unos escritos para que entienda mi psicología. Él va a hacer una novela sobre mí. En esta ocasión yo tuve que vivir una emoción dura, yo creo que también por ausencia de mi güerito, ahora que se fue a Francia. Necesitaba sacar la ira, la rabia, la frustración que me provocaba el que me hubiera dejado a medio camino aquí”.
Zayda es una conversadora con sazón. Cuenta sus hazañas con todo detalle, con un dejo de orgullo. De pronto veo que ya vamos en el cuarto casete. De alguna forma ella está acostumbrada a esto. Joanni, corresponsal en México de Libération, diario fracés, hizo una película sobre ella y la vida en la cárcel: San Luis Potosí 181. Zayda, quien perteneció a Los Infrarrealistas, grupo marginal de poetas, muestra el primer cuaderno que llenó en la cárcel. Su letra es precaria porque “no tengo muchos estudios”. Su texto, un monólogo sin signos de puntuación, fluye sin más:
“Cuando yo tenía seis o siete años recuerdo que acompañaba a mi madre en su peregrinaje por la vida que nos tocó como destino vivir en Santa María Tepejinapa, una pequeña comunidad indígena en la cual ella laboraba como maestra rural castellanizando indígenas (…) las experiencias que yo viví siguen siendo verdes, llenas de vida como la vegetación las épocas de siembra de maíz y frijol estaban cargadas de magia pues al ser testigo presencial de los ritos de los indígenas era para mí misterioso”.
Con gusto me permite leer otro episodio: “Cuando nos cambiamos a Huatulco lo de más valor para mí eran mi guajolote, mi perico y mi ardilla. Al guajolote lo metí en una red, la ardillita en un morralito y mi perico al hombro. Allí me faltaba libertad, no era mi casa, no era mi pueblo, no era mi rancho. Lugar para mí desconocido con gente desconocida y fue allí mi primera gran decepción. Un viejo que se enamoró de mi mamá me la quitó el primer día que se presentó de visitante. A mí no me cuadró nadita, los celos me afloraron y lo corrí incluso hasta con tizones prendidos. Lo amenacé con agua caliente, orines, ramas de chichicastle, una yerbita que cómo pica. Yo muy celosa y buen guardián me dormía en la cama para despertar en el suelo acostada en un petate qué enojadas me daba”.

EL APANDO
San Luis Potosí fue proyectada en el IFAL y transmitida por la televisión francesa a principios de año. “En una escena salgo forjando un cigarrillo de mariguana y eso que te llevan a la cárcel para regenerarte”, cuenta Zayda. “Mentira, nomás te corrompen. La misma vigilancia pasa la mota o el alcohol. Para un cumpleaños tienes qué pagar el alquiler del salón, aunque a las quedabien les hacen rebaja. Y a la que no es así siempre la traen en carrilla y en apando. A una que se llama Carmen Muciño la clasificaron de inimputable, cuando reincidió en robo, y le estuvieron dando tratamiento psiquiátrico con pastillas, inyecciones y medicamentos para epilépticos. Así las doblegan para que pierdan la conciencia de que son seres vivos. Ella se hizo adicta a los chochos. En  el 90 hubo tres supuestos suicidios de inimputables.
“Lo que pasó conmigo es que la subdirectora del femenil de oriente me traía en salsa por el hecho de hablar street English, que lo aprendí cuando anduve de mojada. Por eso me apandó 47 días. Me echaron a una celda una bolita de mariguana para acusarme y aunque alcancé a echarla al excusado de todas maneras me apandaron. La subdirectora iba mañana, mediodía y tarde para preguntarme cómo me iba en mi suite de soltera. ´Bien señora, ya sabe que el animal más adaptable es el ser humano, le decía. Como estaba en otra área de ingreso me las arreglé para mandar cartas a Dirección General, a Gobernación, a Cosío Vidaurri. Pero la señora respondía que menos merecía salir del apando, que me iba a quedar hasta que me ejecutaran. Un día, armándome de valor, recurrí a la maldad infantil de tirarle excremento en la cara. Le dije: Hoy se la debo porque esta es la humillación más grande que se pueda hacer a ser humano alguno. Hoy sí se la pago al precio que quiera´. En consecuencia fui trasladada al módulo de  seguridad, donde me tuve que valer de la poca astucia que Dios me dio. Me inventé una esquizofrenia y salí trasladada al Centro Femenil de Tepepan porque ahí está el área siquiátrica. Allí ya me conocía el cuerpo médico y sabían que no estaba loca. Fue como por fin me libré de la vieja.
“Salí de la cárcel antes porque desde agosto a noviembre mi hija estuvo yendo todos los días a Previsión Social. Viendo que era menor de edad le prometieron darle un regalo, que era yo, su madre, antes de Navidad. Estoy contenta de que no me tocó vivir con mis hijos en la cárcel. ¿Cómo es posible que las trabajadoras tengan a sus hijos en la misma guardería de las reclusas? Es terrible porque son niños de tres, cuatro años, hijos de presas que juegan a ser narcotraficantes o violadores o asesinos. ¡Puta madre! ¿Dónde está el respeto a la infancia? Allí nomás comparten la promiscuidad.
“Cuando yo llegué te juro que asesinas como La Hiena, la que mató a sus hijos para cobrar unos seguros –y además los violó para despistar– eran para mí como pesonajes de película. Pero no soy ningún juez ni ningún Dios para juzgarlas. Sólo ellas conocen en el fondo de su alma los motivos que tuvieron”.

“ORA SI ME VOY A VOLVER MALA. YA NO AGUANTO”
“Zayda es tremenda”, comenta Fredesvinda cuando le platico sobre ella. “Ella sí ha hecho sus cosas pero tiene el valor de defenderse. Aquí su última pelea fue hasta con tijeras, mientras que la otra mujer estaba preparada con un cuchillo. Yo estaba que me atacaba de los nervios. Zayda no se deja provocar por nadie. Y qué bueno porque también es malo ser bueno. En la cárcel hay mucha gente arisca que se aprovecha de tu nobleza. A veces digo: ´Ora sí me voy a volver mala porque ya no aguanto´”. Me descontrola la convicción de Fredesvinda. Esto no es lo que dijo hace dos horas. Su hija Claudia se pone de pie. “Voy a llegar tarde a mi ensayo”, advierte. Salimos del reclusorio al cuarto para las cinco de la tarde. Rumbo al Periférico, se hacen 15 minutos a pie, nos rebasa un guapo muchacho con muletas. “Así se regresa siempre”, me informa Claudia. Y añade: “Ve su espalda. Ve sus brazos. ¡Qué fuerte!” La miro: a mí también me ha gustado el armonioso torso masculino. “El doctor le dijo que sólo necesita una operación para caminar, pero no tiene dinero. ¡Sólo una operación!”, repite mi cómplice de este día. Durante el trayecto al centro Claudia me habla de su trabajo de actriz. También quiere escribir: “Tengo muchas historias en la cabeza sobre el mal y el bien pero no sé cómo empezar. No le van a gustar a nadie porque hay muchas muertes. Ahí no hay perdón”.

Publicado en La Jornada Semanal, 1992.