Locura en Hernán Lavín Cerda y en Dios

lavin-cerdaFernando Corona, ex alumno del poeta chileno-mexicano, pregunta al poema “Como en el principio”, del libro Locura de Dios y otras visiones, y nos lleva de la mano por sus agudas cuestiones.

 

 

HOMENAJE A HERNÁN LAVÍN CERDA

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Hernán Lavín Cerda

Fernando Corona

En espera de respuestas provenientes de diversas disciplinas, parto de una duda esencial: ¿de dónde viene el eco primordial que ya es metáfora? Y es que, cuando se piensa en los orígenes de la poesía, es común remontarse a los poemas épicos, a los himnos y a los libros religiosos del antiguo Oriente. No obstante, las manifestaciones poéticas de los pueblos más antiguos, tal como hoy concebimos la poesía, requirieron para su desarrollo del sustento ideológico, los intereses, las idiosincrasias y las creencias de las civilizaciones que las crearon, pero es relevante no dejar de lado que, en un tiempo primordial, los conceptos actuales de canto, poesía, himno, plegaria o encantamiento convivieron y se fundieron en una bruma que, lejos de entremezclarlos o diferenciarlos en categorías precisas, los incluía en un todo armónico en el que la ejecución expresiva cumplía funciones clave dentro del mundo cotidiano del hombre primitivo.

En una revisión primitivista me propuse describir, desde hace algunos años y a partir del seguimiento de poemas sudamericanos contemporáneos, cómo es que pudo haber surgido el pensamiento poético en el hombre desde su etapa primitiva y cómo, de hecho, sigue viva en la mentalidad del poeta moderno, no sólo producto de una intención encaminada a revivir un lenguaje perdido u olvidado, sino como un verdadero reencuentro con una forma de pensar inherente al oficiante de la expresión poética, en el entendido de que el poeta se distingue del hablante común por su capacidad para interpretar y expresar de un modo particular los entornos del mundo que le son importantes o afines, más que por el mero talento especial y la capacidad técnica del lenguaje que son, desde luego, relevantes para su ejecución verbal.

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Hernán Lavín Cerda
Fue así que llegué a Hernán Lavín, el maestro, el formador de generaciones, el tallerista y el mentor, pero en esta ocasión sometido a la cirugía de una visión ancestralista. Su poema “Como en el principio”, del libro Locura de Dios y otras visiones, me suscitó varias apreciaciones, la primera de las cuales trata acerca de la estrecha relación del hombre primitivo con el hábitat inmóvil, fijo y estable del que forma parte, de modo tal que percibe el mensaje de las piedras, la voz de las montañas, la canción de los ríos, el clamor de los árboles. En ello estriba el salto significativo que debió presentarse en la conformación del hombre como ser hablante, cuando superó el gesto y el grito para ir más allá del gemido, haciendo posible que el hombre se interrelacionara con los cielos y los decodificara en su lenguaje, reflejando inquietudes respecto del principio regidor que lo animaba y rodeaba, y del que al mismo tiempo formaba parte.

Así, ante un mundo tan integrado e interrelacionado, tan intensamente simbiótico, me resultaba inútil o vago hablar de la presencia preponderante del hombre, del individuo o de “alguien”, pues en realidad, de forma constante, no hay nadie más allá de ese todo integrado por los seres animados con una fuerza interna y regente. En ese contexto reapareció, inevitablemente, James George Frazer, con las ideas en que se fundamenta el culto de los árboles y las plantas en La rama dorada, donde asegura que la mentalidad “salvaje” piensa que el mundo en general está animado, incluidas plantas y árboles, pues concibe en ellos un alma similar a la propia. Lavín Cerda emprende, en este sentido, un intenso clamor ceremonial en el poema “Aquella flor silenciosa” de La sabiduría de los idiotas, en el que, bajo el influjo de una suerte de “sabiduría botánica” (ancestral, simbiótica, mágica), hace descubrir al lector:

Al fin has descubierto la elocuencia
en el silencio de aquella flor
que te observa desde lo más profundo
de sí misma, mientras tú la observas, lleno de asombro,
con una sonrisa más allá de la sonrisa, casi loco
de amor, la sombra de aquella sonrisa más allá de tus labios.
Los pétalos de la flor translúcida
lo han dicho todo sin decirte absolutamente nada.

Pero no sólo el hombre primordial escucha al árbol, sino que recíprocamente éste le presta oído. Así, Lavín Cerda también describe cómo se da la experiencia cuando a un árbol le ha crecido una oreja y a ésta le han brotado otras tantas «como árboles que cuelgan de la coronilla de otros árboles», lo cual es hablar de una comunión de espíritus insertos en corporeidades humanas o arbóreas, pues, por un lado, al árbol en cuestión,

se le pudrirán los espíritus en lo más hondo de su estirpe
y aquellas almas volverán a ser orejas
girando hasta descalabrarse
como la bestialidad de la espuma contra los arrecifes,

en tanto los hombres (específicamente los muchachos)

se vuelven árboles
por la tembladera de sí mismos
y todo es agonía en una llanura que apenas resucita
y cuelga de la coronilla de los espíritus
en lo más hondo de su estirpe.

Y es así que una de las razones fundamentales por las que la personalidad (entendida «como una función de interpretación, constitutiva de un campo individual») es anulada en la primordial experiencia poética es el hecho de que el pensamiento primitivo responde, más que al animismo, al ‘panmaterialismo’ y al ‘panespiritualismo’, condiciones que hacen del hombre un ser «que no ha tomado distancias, cuyo equilibrio no se centra sobre sí mismo.» Y es que, finalmente, la escritura poética es un ceremonial en el que la participación es –y no puede ser de otro modo– colectiva, como lo percibe Lavín Cerda en el texto inaugural de su libro Divagaciones del pequeño filósofo:

“Ser una ceremonia incesante”: me soplan al oído mientras uno se desliza, inmóvil, durante el sueño. ¿Quién habla? ¿Quién escribe a través de nosotros como en un rapto, día tras día, apareciendo y desapareciendo en una ceremonia incesante? Sospechamos que la luz y la oscuridad de la vida no dejan de palpitar en estas criaturas.
Vida en palabras, eso es todo: ni más ni menos. Un trabajo de buzo en las profundidades del yo; no sólo el individual sino también el colectivo. Aquel deslumbrante y difuso yo de nuestra especie. Nos parece que el Arte de la Palabra es una investigación o iluminación de algunas zonas oscuras que no están a la vista. No solamente eso, sin duda. El personaje único de este libro, entonces, o casi único (porque tal vez no hay nada único en esta vida), no es más que la especie humana, como ocurre secular y ecuménicamente. El esquivo, paradojal y equívoco ser humano: esa criatura que puede llegar a ser múltiple en su grandeza y en su miseria.

Hernán Lavín Cerda reconoce, no obstante, que los seres humanos modernos y civilizados, a pesar de su aparente control y orden ante los fenómenos canibalescos, conservan sus rasgos primordiales al menos en el reconocimiento del origen del que provienen, como lo hace patente en el poema “De la Era Glacial”:

De la Era tal vez más parturienta hemos venido,
cavernícolas, ovoides, antropófagos,
con el pavor de los dioses más antiguos en el paisaje umbilical,
allí donde aparecen las primeras equivocaciones
y aunque la exactitud de la anatomía nos desmienta fácilmente.

Dos aspectos resaltan en estos versos: el canibalismo ritual y la fijación umbilical. En cuanto al primero, resulta interesante situarnos en el “Monólogo del caníbal” que el propio Lavín Cerda nos ofrece en La sabiduría de los idiotas, donde un antropófago habla de cómo «los hombres sobreviven sin respirar, como en un mausoleo», mientras él vive feliz al pie de un megalito en Melanesia:

Todos los días cultivo el arte del canibalismo,
con fidelidad a la tradición, y canto y bailo
completamente desnudo bajo el vértigo del sol
que nunca interrumpe su misterioso baile.
Cuando aparece la noche, me duermo con entusiasmo,
en la espiral de mi ombligo descanso en paz

Y cabe reparar cómo, en un poema del mismo libro (“Pensar con el ombligo”), Lavín Cerda nos devuelve a esa esfera necesaria en la que el retorno a esa parte de nuestra anatomía,

la catapulta
que se llena de luz y se desliza, vuela
y vuela en su luz cuando nos atrevemos a cantar,
a bailar, a ser felices, a irnos muriendo de risa
en esta música que es el origen, la luz del mundo,

no es sino el centro del inconsciente, un primer instrumento musical, «arcaico y vertiginoso».
En ese contexto, Gutierre Tibón, en su obra sobre la tríada prenatal conformada por el cordón umbilical, la placenta y el amnios, describe cómo en el curso de milenios el funículo o cordón umbilical fue considerado por el hombre primitivo el «árbitro prenatal de vida o de muerte, y aquí interviene ya el aspecto mítico y mágico, que se manifiesta en tabúes y costumbres antiguamente difundidas por todo el planeta». Así, una de las formas mánticas singulares en el curso de los milenios fue la especialidad de las comadronas en la onfalomancia, basada en el número de nudos que presenta el cordón del recién nacido o en observaciones anatómicas del mismo. Por otro lado, la atribución de poderes ocultos al muñón umbilical obedeció a una lógica primitiva muy diferente a la moderna, llegando al caso de relacionar el ombligo con el reino vegetal en la idea de que los árboles tenían alma racional:
En ese sentido, Lavín Cerda retoma esa esfera ritual orbitada alrededor del ombligo cuando, en el poema “Descubrimiento del lenguaje”, habla en una suerte de trance de la memoria de especie:

Recuerdo que corríamos desnudos hacia el horizonte
y bailábamos la danza del ombligo entre las nubes
de una hoguera sin fin ni principio.

En este poema, no obstante, el autor parte de una postura donde la antropofagia sería un impulso desequilibrado producto del contacto del hombre con el hombre desde la hora en que éste se convirtió en homini lupus. Por ello plantea un pasado en el que

mucho antes del descubrimiento del lenguaje,
los cavernícolas eran muy felices
y no aparecía en ellos el impulso de la antropofagia,

una suerte de paraíso sin violencia donde los humanos eran herbívoros y gozaban del vuelo de la luna sobre la inmovilidad del sol, época «en que la comunicación no era imprescindible y tampoco existía la idea del mensaje como un fin en sí mismo». Con todo, aunque no había comunicación como hoy la entendemos –utilitaria y racionalmente– Lavín Cerda recuerda que

antes del descubrimiento del lenguaje, los cavernícolas cantaban de día y de noche,
sin que apareciera en ellos el desequilibrio de la antropofagia.
No había antropófagos en el Universo
y bailábamos alegremente junto al fuego del primer día,
porque aún no se inventaba la simulación del lenguaje.

Y así no hay ya un silencio vacío y caótico al final de ese descenso, sino un infinito, un sitio en el que convergen todos los puntos a un tiempo, un lugar en el que el ciclo no termina, sino que se renueva perpetuamente, a partir de cada nuevo ojo u oído que se acerca a la experiencia comunicada una y otra vez, donde la curva de los tiempos traza un nuevo derrotero y se convierte en la curva de los ciclos para repetir su curso, de tal suerte que en cada nueva vuelta al mismo punto hay otras referencias y distancias. El camino repetido en los ciclos nunca vuelve a ser el mismo, como las escrituras a partir de la concepción de Hernán Lavín Cerda:

Al fin, nuestras escrituras son hijas de una operación mágica. ¿Por qué digo nuestras? Más bien pertenecen al aire y al sueño: son aire que sueña. Un aire encarnado que se permite pensar e imaginar a través del sueño habitualmente en vigilia.
El instrumento verbal se aproxima al cántico, pero a media voz. Lo que aquí se intenta es que el canto no perturbe la música del pensamiento. ¿Cómo conseguir el equilibrio? Pensamiento que canta, grave, paradójico, leve y burlón; cántico que piensa cuando va deslizándose por la piel de las páginas donde se exhibe el Discurso del inmortal.

Porque, a final de cuentas, como el mismo Lavín Cerda confiesa en el poema 145 de La sabiduría de los idiotas (“El canto de los hombres más antiguos”),

todo cántico es una respiración indomable,
la única respiración posible,
la respiración del silencio, diariamente.
Asombrados ante la nada y su esplendor,
se precipita el canto de los hombres más antiguos.
Cantar, como dice el Tao, es el tictac infinito del silencio.

O bien, como en otro libro sospecha este mismo poeta chileno, esta vez en el epígrafe personal que abre la obra Tal vez un poco de eternidad,

cuando descubrimos, asombrados, aquel entusiasmo
en el viaje de nuestra sombra a través del tiempo,
y somos capaces de sonreír con más gloria que pena,
sólo entonces hemos tocado la orilla
de la eternidad, tal vez un poco de eternidad
que seguirá respirando a media luz, a media sombra.

El eco primordial en Lavín Cerda es, pues, un asomo a la manera en que podemos volver a comprender la ejecución poética, apartados del rigor que nos exige la academia con los frutos de las poéticas clásicas, contemporáneas y modernas, y arrimados al fuego con que nuestros primeros antepasados se asombraron por lo que se recitaba, cantaba e invocaba. Esa manera de expresar el lenguaje sigue viva en cada uno de los momentos de poesía que están insertos en una esfera de sacralidad cuyo instante tiene mucho de eterno retorno.
Es así que, en este ámbito, la poesía no puede formularse sino por esa paráfrasis agustiniana que Lavín Cerda utiliza para explicar su oficio en el texto de presentación de su antología La sonrisa del lobo sapiens, en la que manifiesta la pregunta clave, «¿qué es la Poesía?», y parafrasea a San Agustín auto-respondiendo que, si no se lo preguntan, lo sabe, tal vez lo sabe o lo sospecha; pero que, si se lo preguntan, lo ignora (la antigua razón le dice que lo ignora). Y agrega:

Quizá la poesía sea como el aire del primer día y del último: un aire, de acuerdo con el instinto, no sólo para respirarlo. El aire más vivo, el oxígeno del milagro permanente. Un aire que se adivina en el acto de la inspiración y la espiración; aquel aire que, sin embargo, sólo se adivina respirándolo sin detener su ritmo. Aquel soplo que es la obstetricia original, aquel soplo del principio y del fin: el soplo de la poesía pariéndose a sí misma, soplándose sin desdén, con absoluto entusiasmo como en la última epifanía, la casi póstuma.

PALACIO DE BELLAS ARTES / 26 DE AGOSTO DE 2012